27 de octubre de 2007

Cuando se inventa una historia

Cuando se inventa una historia, tiene uno dos opciones. Puede escoger cualquiera de los dos caminos que se bifurcan frente a él, y así adentrarse en uno de los dos jardines, el de pasillos estrechos y tortuosos, o el jardín que se resuelve con un enorme espacio de verdores remotos, cuyos horizontes apenas si se aciertan a distinguir, allá a lo lejos. No es mejor el primero, pero tampoco el segundo. En los dos tiene uno que arriesgarse. Darlo todo para conseguir la recompensa, el éxito de un buen relato, que la historia cobre vida propia y poder verle la piel, la carne y los huesos, y mirarle directamente a los ojos. Tal vez que nos sonría, la criatura.

El primer jardín, el enrevesado, lo conocemos bien. Es un sendero definido y claro. En su transitar no hay pérdida. Se remonta a nuestra propia existencia, al corazón que late debajo del pecho que está inventando la historia. Porque la historia de ese relato, la lleva uno dentro, y las paredes las tiene muy cerca. Sólo tiene que pasar la mano por ellas para descubrir lo áspero de la superficie, las grietas inconfundibles, la altura de las tapias. De ese jardín que llevamos dentro -a través de cuyos muros no podemos ver, por más que lo deseemos-, ya lo conocemos todo. Hemos recorrido gran parte del pasadizo, tal vez un tercio, o la mitad, o estemos llegando al final del camino, eso siempre es una incógnita, pero lo seguro es que el artesano, es decir, uno mismo, deberá ir dándole la forma necesaria a esa historia que circula camuflada con la suya, para que quepa en su molde, entre las paredes inamovibles de la vida, de su vida, que ya discurre o ha discurrido cavando sus propios riachuelos, dejando sus huellas indelebles. A veces, recorriendo los pasadizos de ese laberinto, nos encontramos con muros inabordables, con tapias que queremos sortear, vencer, escalar con el propósito de buscar un atajo, con ganas por llegar al otro lado. Pero es imposible, porque en la vida no hay atajos que valgan, y no puede uno ir adelantándose a los acontecimientos, por mucho que la historia lo requiera.

El otro ramal del camino nos conduce al segundo jardín, al amplio, al enorme campo de hierba que se extiende ante nuestra mirada. En este el laberinto no hay muros de piedra, ni defensas que coarten nuestra historia. Todo puede acontecer y cualquier dirección parece buena para comenzar a andar. Pero no nos confiemos. Este jardín también entraña un laberinto muy semejante al otro; y ocurre que toda la vastedad del campo nos ciega, nos puede, y vamos dando bandazos a uno y otro lado, sin saber qué rumbo tomar, ni si el rumbo escogido nos llevará a algún sitio, ni gozamos de otra ilusión que no sea la de sentirnos libres durante todo el trayecto, para saber que al final de la historia, todo se ha echado a perder, como un día echado a perros, un día para nada, una historia para alimentar papeleras.

Nos queda el gozo de ser felices mientras andamos el camino. Eso se ha dicho siempre y siempre se dirá. En un jardín y en el otro, anda uno como un ciego, con los ojos muy abiertos, pero sin poder mirar. El primero es más fácil de seguir, pero más limitado; en el segundo corre uno el riesgo de perderse. Siempre habrá que echar mano del sabio, del filósofo, el de Tormes, por ejemplo, que pescaba lo que podía en senderos polvorientos, guiaba a un ciego gruñón que solo le daba palos, y aún era feliz y dichoso y también algo pícaro, sí, pero cada día, en sus caminos de piedras, aprendía algo nuevo.

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