31 de diciembre de 2008

Humo, aire, nada

No es difícil venir a este rincón en el que apenas cabe una silla y una mesa y parece estar siempre delimitado por una línea de puntos dentro de la cual todo puede suceder, y sucede. No es tan difícil decir adiós a la luz de la tarde o al barrio lleno de vida o a la duermevela de sofá y manta para permanecer durante horas inmerso en la urdimbre que las palabras procuran a los sueños, la tela en que se acunan las historias, los personajes, los detalles. Pero, al contrario de lo que parece, tampoco es del todo placentera la tarea de andar descubriéndose el corazón para mostrarlo despojado de su coraza y verlo después reposar sobre la tela de araña que lo sustenta, tan desnudo, tan solitario, a veces tan dolorido. Porque escribir duele, y no hay peor dolor que el soportado en silencio, pues se escribe en silencio. La única voz que va aflorando con su suave música es la de los recuerdos o la imaginación, y por eso escribir es regresar al silencio de las palabras, al silencio marchito y fúnebre de los recuerdos.

El año languidece y es el momento de hacer balance de los días que hemos ido dejando atrás. Llega el final de un año y uno piensa que es necesario resumir en unas líneas qué ha sido de la vida –de la escritura- durante todos estos meses un poco arrítmicos que se han ido no se sabe cómo, entre lecturas y voces y noticiarios y tranvías y mañanas de tedio en la oficina y noches en que me resisto a ser uno más, uno cualquiera, y por eso me encierro en este cuarto en donde todo es posible si lo escribo.

Hago el balance siendo Víctor Goti y siendo también Fedora, escuchando a ambas voces por igual, con todos los sentidos alerta frente a la vulgar razón y a la osada imaginación. Goti y Fedora. Fedora y Goti.

Y por eso enumero aquí, una vez más en el centro de este círculo de tiza, algunos títulos de los relatos que Fedora me ha ido susurrando al oído y que yo –siendo el Goti razonador y crítico- he tratado siempre de componer con la paciencia del escriba. Ese Goti que he sido y sigo siendo se afanaba en trazar las geometrías de todos esos mundos soñados antes de estar escritos en una hoja de papel, de esos universos envueltos en brumas que ahora empiezan a ser, o tal vez ya sean, el primer borrador de un libro de relatos: “Sillas vacías”, “El sótano”, “Maga”, “Zzzz” o la “Sinfonía de Eugène Taggilo”, etc.

Trataré de acabar el año como me gusta acabar los cuentos: con un final abierto que precisa de la imaginación del lector para completarlo, para redondear el círculo y echar así el cierre a la historia que cabe en un puñado de folios. Por eso ahora, mientras escribo, abro el cuaderno en donde mes a mes voy haciendo capítulo de lecturas y me doy cuenta de las deudas. Percibo en esas voces muchos pálpitos que también resuenan en mi escritura: resonancias, la respiración de esos otros mundos que alumbran mi propio mundo. En justicia debo honrarlos aquí con debida y cronológica enumeración: Vladimir Nabokov, Eloy Tizón, John Cheever, Carlos Castán, Rilke, Simone de Beauvoir, Juan Benet, Lewis Carroll, Bulgàkov, Edgar Allan Poe, Andrés Neuman, Manuel Talens, Mohamed Chukri, Ramón Gómez de la Serna, Robert Walser, Italo Calvino, Natalia Ginzburg, Marc Granell, Julio Verne, Antón Chéjov, Thomas Mann, William Faulkner, José Moran, Kafka, Kawabata, Juan Ramón Jiménez, Roland Barthes, Carmen Martín Gaite, Cristina Peri Rossi, Guadalupe Royán, Fernando Pessoa, Julio Cortázar, Truman Capote... y muchos otros sin cuya escritura, ¿qué podría decirse de mi propia escritura? Quizá este final no sea tan abierto como el de un cuento, porque la respuesta a esta cuestión a lo mejor sí la sé: humo, aire, nada.

13 de diciembre de 2008

My blueberry nights - Wong Kar-wai

Como un pintor que extiende sobre el lienzo los colores de un crepúsculo, de un abismo, o del leve roce de labios entre un hombre y una mujer que se aman sin todavía saberlo, así dibuja Wong Kar-wai uno a uno los rincones de su filmografía. En cada plano de su última película se recoge ese mismo fulgor impagable de neones y automóviles y rostros abrumados y trenes que atraviesan fugaces las calles de una noche oscura, todos los óleos de una luminosa paleta de sentidos.

Las tres historias que se van desplegando sobre el tapiz de My blueberry nights (2007) narran desde el detalle, desde lo ínfimo, desde la sugerencia: un pedazo de tarta con helado de vainilla se devora igual que se arrasan dos cuerpos entre las sábanas invisibles de una cafetería neoyorquina; la noche que nos juramos beber por última vez en la vida esa copa de vodka que nos gana una batalla puede anticipar, sin más, nuestra última noche; y ¿qué significa realmente ganar una partida a las cartas si todo lo demás se pierde?

Estas historias que se enlazan una tras otra, consolidan los temas del director honkonés: el amor, sus raíces, sus bifurcaciones. Ese árbol que no deja de crecer. La pérdida siempre amarga del amor es pintada aquí con el azul espeso y hondo de los abismos; el fin de una amistad con el oro de luz de los desiertos, y el amor naciente con el rojo luminoso de los neones, con el dulce chocolate de un bizcocho preñado por la crema. Revive su tema, el amor, sacándolo de su bolsa plastificada, de estas absurdas comedias románticas norteamericanas, limpiándolo de polvo y caspa para garantizarnos que la pasión y el deseo todavía siguen siendo imperecederos, permanentes y por siempre revisables, otra vez abordables. Sin rubor, con poesía.

No hay brillo que se apague en My blueberry nights. Esta explosión del verde, del rojo, del amarillo, del azul, que a grandes trazos va pintando toda la película, se extiende también con la misma intensa deflagración a los pequeños detalles: llaves que abren o no abren puertas, ventanas siempre cerradas, cristales a través de los que vemos sin ver apenas, ópticas de la cámara distorsionadas justo cuando el horror se mezcla con la rutina. Un mundo de incomunicación y azar que conserva todos los matices de esa otra obra maestra -y al mismo tiempo imperfecta, veloz, claustrofóbica, bella- que es Chunking Express (1994).

Fiel a sí mismo, fiel a su cine, a sus historias, explorador del color, ha mantenido intacto el barroquismo formal que ya trazó con rigor en los fogonazos verdeazulados de los amantes de Happy Toghether (1997); en los sombríos ocres de In the mood for love (2000); y hasta en su pieza The hand, rodada para la película Eros (2004).

Todavía hay un hueco en el cine para aquellas miradas diferentes y virtuosas que arrojan su propia luz sobre el mundo, su paleta de colores.

Wong Kar-wai piensa sus películas a lápiz, con una endeble mina de grafito, apenas las perfila, pero cuando se arrellana en el sillón de director, cuando el equipo de técnicos enmudece y la claqueta chasquea para dar paso a la voz de los actores, se convierte en uno de esos maestros que, como Tiziano, Picasso, Stendhal, diseñaban un nuevo mundo a la medida del hombre. Un mundo de profundo color y rabiosa armonía.

11 de noviembre de 2008

Apuntes para una definición de la Argentina (o casi)

Aceptamos con protocolario entusiasmo esta tregua de veintitrés días que nos ofrece la oficina para enfilar rumbo al hemisferio sur, allá donde dicen que el mundo se acaba y el viento helado del Pacífico se enreda con el del Atlántico paseándose de este a oeste por el canal Beagle, ese paso entre océanos que antes de llamarse Beagle servía de patria a los yámanas, habitantes desnudos en este mismo frío que mucho después, ya con polar empeño, arrancaba las ganas de fugarse a los penados de la prisión de Ushuaia, conocida como la ciudad más austral de la República de Argentina.

Dice uno Argentina y de pronto brilla en la memoria un trozo de mapa que con inversión cónica se dibuja en el extremo más austral del subcontinente americano, como también nos asalta la imagen de su estepa patagónica, la vastísima amplitud de polvo y arbustos atravesada de norte a sur por la autopista RN-3, en la que de vez en cuando aparece, perfilada en el horizonte, la cabalgadura de un jinete que bien podría ser el legendario gauchito Gil.

El ocre del desierto y el azul turquesa de los témpanos desprendidos de los glaciares; el color de acero del lago Nahuel Huapi y el blanco imperturbable de la Tierra de Fuego, con toda su niebla de ceniza, sus cobres de otoño y su frío lunar. Pensar Argentina es llenar la paleta con todos los matices de color y surgir después un verde selvático que inunda el norte del país, allá donde limita en acuosa frontera con Brasil y Paraguay, en provincia de Misiones, la tierra colorada. Serán las cristalinas cataratas de Iguazú las que culminen un viaje bendecido por maravillas que solamente la naturaleza –geología, flora, fauna-, pueden ofrecer al hombre. A este hombre que de todo hace feria, botín y estraperlo pero que, esta vez, la naturaleza impide con honda sabiduría: pues ¿cómo esquilmar una catarata? ¿de qué forma puede uno explotar un glaciar? Gracias a la protección de los Parques Nacionales –concepto inventado precisamente aquí, en la Argentina- cada pedazo de tierra está considerado intocable, impermutable, y la única mano que el hombre pone sobre sus cimientos es la pasarela por donde camina el viajero para contemplar los saltos de agua o la carretera de ripio por donde circulan los autobuses de turistas.

Para saberse Argentina es necesario claudicar al tiempo y al espacio, dejarse llevar a lo largo de kilómetros de autopista a bordo de un ómnibus nocturno que te duerme en la costa Este –en Trelew, por ejemplo- y te amanece en San Carlos de Bariloche al borde de la cordillera de los Andes, con toda la noche a rastras en la que se van dejando atrás ciudades llamadas Esquel, o Bolsón, o Gaimán, tan cerca todas del río Chubut.

Pero pensar Argentina es también pensar en Buenos Aires, o lo que es lo mismo, abrazar por fin a un hermano a quien no conocíamos; del que habíamos oído hablar pero jamás nos presentaron. No hay mayor europeo que un porteño, como no hay mejor pizza que la que uno adivina en los escaparates de Palermo, mejor trazado en las calles que la geométrica delineación cuadriculada de toda la capital, ni parques más verdes que los de Recoleta y el Barrio Norte. En Buenos Aires queda uno contagiado por la inmensidad, sintiéndose diminuto, escaso, indefenso ante una ciudad gigante en la que el tráfico enloquece a cada instante para pavor del viajero, que se arrebuja en la butaca del colectivo como si en ello le fuera la vida.

No temamos al tópico de guía turística: asados de ternera, alfajores, dulce de leche, fútbol, tango, y también una debilidad inusitada por las librerías, las floristerías y los kioscos. A cada paso el viajero es asaltado por uno de estos hitos que le van marcando el rumbo de su deambular callejero, sin faltar los puestos de chocolatinas con el cartel de “No hay monedas” como aviso para navegantes. Y no había. Las monedas son un bien escaso en manos de mafias que las venden al 10% de su valor, pues son imprescindibles para pagar el autobús, comprar cigarrillos sueltos o la sencilla tarea de devolver el cambio... Mafias, políticos, y es que Argentina es además un complicado entramado político en el que siempre se habla del glorioso pasado -Perón, Evita-, del bochornoso Medem, así como ahora se alienta una izquierda que parece confundirse con la socialdemocracia de centro, protectora de burguesías y niveles medios, y tal vez demasiado poco cuidadosa con los más desfavorecidos: los Kirchner, bajo la brújula de los sindicalistas y de los medios de comunicación como Clarín, que consiguen –algunas veces- enderezar nefastos entuertos como la subida indiscriminada del coste en los productos agrícolas.

Y aquel que recorre este país deteniéndose a charlar con sus gentes sabe que Argentina es mucho más que la fachada de cincuenta metros de hielo del Perito Moreno, el agua vaporizada de los saltos Mbiguá y Goque en Iguazú, las toninas de Punta Tombo o la ballena Franca avistada en Puerto Pirámides, porque unas horas en Ushuaia con Viviana bastaron para comprender las razones del que emigra en busca de un resquicio al que acogerse para seguir adelante, como puede ser construir unas cabañas y llenarlas de turistas; o con Gustavo Holtzmann, de El Calafate, descendiente directo de polacos asentados en la Patagonia que se gana la vida cuidando caballos en una estancia; o aquella mañana tomando mate en el albergue de San Carlos de Bariloche con Jorge, que nos explicó la terrible manera en cómo perdió sus tres farmacias después del Corralito, en el 2001. Y Jimena, recién regresada de Norteamérica y pluriempleada en Buenos Aires para alcanzar a ganar poco más de 2000 pesos al mes (450 euros); e incluso la otra cara de la moneda, los de acá que emigraron allá en los sesenta: Eduardo y Victorina, dos inmigrantes españoles que se establecieron en la capital hace más de cuarenta años y construyeron su vida en una tierra demasiado lejos del país que los vio nacer.

Argentina: cúmulo de sinrazón y explosión de la naturaleza. Argentina: hermano de nuestro mismo idioma, capaz de contagiarnos el gusto por el mate y de hacernos sentir igual que si anduviéramos por nuestra propia casa. Porque irse a la Argentina, llegar a Buenos Aires y perderse por las galerías de antigüedades de San Telmo, tiene algo de visitar el Rastro un domingo por la mañana; pasear por la Avenida de Mayo entre la Casa Rosada y el Congreso, algo de las tardes por el Paseo de la Castellana, algo de las Grandes Vías de nuestras ciudades españolas con sus cafés con terraza y sus croissants recién horneados. Andar Argentina es seguir tantos rastros que son también nuestros rastros: Cortázar, Borges, el “Che” Guevara, Sábato; es escuchar todavía a Carlitos Gardel sonando con ligero crepitar en los vinilos de nuestros padres; es vivir otra vez la Historia si es que la Historia de la represión dictatorial y las fuerzas militares de Sudamérica no ha pasado aún por nuestras vidas, por nuestras lecturas. Es comprender un poco todo esto, y el por qué: por qué Cortázar nunca más quiso saber de su tierra si no fuera por el juego del recuerdo y la literatura, por lo que le quedó de aquel London Café donde escribió “Los premios”, o de su “Luna Park”, tantas veces nombrado en sus cuentos y tantas veces repetido en nuestro imaginario; o comprender también al “Che”, sus ganas de acabar con la miseria de las represiones militares sufragadas por Norteamérica que embargaban la libertad de Sudamérica.

La cerveza Quilmes de ¾; la poesía de Alejandra Pizarnik en los kioskos; las obras completas de Freud en cada esquina; el alfajor de maicena con dulce de leche y coco rallado; el último escándalo económico-político en la primera página del Clarín; la labia del porteño, y ese gesto azorado de sus manos y el fervor escondido en sus pupilas; y también la eternidad entendida como un sueño que se despliega de norte a sur, de la selva al hielo, a través de estancias de kilométrica tierra de nada, salvajemente vacía, si el vacío puede significar polvo, arena, arbustos y un jinete, un gaucho, como una sombra que asoma en lontananza en esto que llaman la Argentina.

16 de octubre de 2008

Mecánica grupal

Cuando se forma un grupo de individuos cada uno de ellos adquiere un rol determinado, una pauta de comportamiento que lo define inicialmente y por la que todos los demás miembros del grupo esperan que se rija. Si el individuo mantiene este primer comportamiento seguirá perteneciendo al grupo; en cambio, si lo abandona o lo trastoca puede dejar de aceptarse como miembro del mismo.

Si el individuo altera esta pauta, su ‘manera de ser’ dentro del grupo, será considerado ‘anormal’ frente a lo otro, que era considerado ‘normal’. (La normalidad/anormalidad de sus comportamientos no tiene por qué ajustarse a la noción de normalidad/anormalidad definida en un estrato superior y objetivo -sociedad, entorno, familia- al margen de este nuevo grupo.)

La desviación respecto a la pauta de comportamiento que el individuo tenía cuando formó parte del grupo puede ser intencionada o no serlo.

En el primer caso –si el individuo cambia su ‘carácter’ intencionadamente- éste escoge salirse del grupo y es seguro que no se sentirá excluido, pero sí superior por haber evolucionado dentro del sistema grupal. Es un ser nuevo, distinto, y probablemente dejará de encajar en el grupo en el que se formó.

Si el alejamiento no es del todo intencionado sino que, por ejemplo, se ve forzado por un componente externo –segundo caso: desviación no intencionada-, este individuo se sentirá excluido del grupo, tal vez hasta sea apartado violentamente por los demás, sintiendo por tanto una clara desubicación dentro del grupo que lo vio ‘nacer’, pues ha perdido su posición, ha abandonado la definición que hizo de sí mismo y ahora nadie le reconoce.

Solamente en el caso de una evolución completa de todos y cada uno de los miembros del grupo se dan las condiciones de re-adaptación de unos con otros, posibilitando entonces la entrada de nuevos miembros y la salida de otros que han dejado de ser significativos para el sentido del grupo. Esto sería la mecánica grupal dinámica.

Nuestras vidas transcurren siempre en entornos en los que estas mecánicas grupales consiguen encasillarnos: somos oficinistas, comerciantes, bondadosos, tercos, indolentes o soñadores, pero solamente oficinistas, comerciantes, ..., etc., y son, por lo tanto, estáticas.

La mecánica grupal estática (que no permite desviaciones en los individuos) es alienante. Es la más extendida porque sirve como medida de protección ante el cambio. Es conservadora y también dictatorial en tanto en cuanto establece normas de obligado cumplimiento para los miembros de cada grupo.

Por el contrario, la mecánica grupal dinámica admite variaciones en los miembros del grupo y, por tanto, cambios significativos del propio concepto de grupo sin menoscabo de su identidad (que a la postre será ‘variable’). Dentro de un entorno con este tipo de mecánica, las normas -aunque no dejan de existir- se crean y se destruyen. Cambian. Evolucionan. El individuo puede (auto)completarse y también completar a otros miembros de su grupo o de otros grupos ya que la dinámica permite movimientos migratorios entre grupos.

Es preferible una mecánica grupal dinámica a una estática, pero la triste realidad nos mueve en entornos estáticos (uno o varios, pero todos inamovibles).

Solo unos pocos han sido capaces de ir más allá, evolucionar, vivir: aventureros, idealistas, librepensadores, visionarios.

Por desgracia, en la esfera de lo cotidiano a estos individuos se les atribuye el apelativo de “locos”.

21 de septiembre de 2008

Miradas: Oriente y occidente

Leo estos días a Naguib Mahfuz, a Mohammed Chukri, a Tahar Ben Jelloun. Sus obras están cargadas de una vasta cultura musulmana que para el lector occidental resulta exótica, ligera, a ratos preñada de perfumes de zoco, repleta de artículos de bazar y con frecuencia gira alrededor de enérgicas charlas con una taza de té con hierbabuena en una mano y una pipa de kif en la otra. Existe en ellas un fondo de sexo siempre exento de pecado que se abre a nuestros ojos con la misma naturalidad con que nosotros ofrecemos la mejilla para recibir un casto beso de colegial. Resulta paradójico que la literatura árabe mediterránea -que nosotros podemos mirar directamente a los ojos con solo levantar la vista más allá del horizonte en el que mueren nuestras playas- se encuentre tan lejos de nuestra propia literatura.

He tomado como ejemplo tres autores del siglo XX que abordan problemas muy diferentes, pero jamás contradicen un mismo clima narrativo en el que se siente muy de cerca una tradición oral -perdida ya para nosotros-, una poética de lo breve, de la síntesis, del pequeño detalle y un estilo de historias fragmentadas que las nuevas corrientes literarias occidentales quieren de pronto hacer suyo (nuestro).

Siguiendo la estela de “Las mil y una noches”, estas obras participan de su mismo estilo de frase corta, de diálogos rápidos que no aspiran a las grandilocuencias occidentales sino al profundo conocimiento del alma humana; se mecen entre el sentido y el sentimiento. Interrogan la naturaleza del ser humano en un entorno –el suyo, el árabe- en el que la atmósfera y el pensamiento forman un complejo todo que nos enseña –una vez más- que la verdad nunca se oculta detrás de los pesados cortinajes decimonónicos a los que estamos acostumbrados. Estas literaturas no tratan de resolver graves cuestiones metafísicas, ni pretenden arrojar ninguna luz sobre opresores y oprimidos; estas narrativas de lo escaso jamás cabalgan sobre la grupa del costumbrismo, y no se detienen en falsas moralinas.

Mahfuz, Chukri y Jelloun dejan abierto un agujero en medio de la puerta para que podamos mirar a través de él las no tan lejanas tierras de Marruecos y Egipto, sin sermonearnos desde la tribuna que les concede la escritura. Y, sin embargo, después del merecido reposo que conviene otorgarles a sus libros, se da uno cuenta de que sí, de que en realidad uno termina sabiendo que detrás de los velos sedosos de sus bailarinas, detrás de todas esas noches de sexo en brazos de meretrices que parecen saberlo todo de la vida y que ocultan su injusticia y su locura tras el maquillaje del amor, detrás de los bazares y del té y del deseo y de las cárceles y de tardes de oración en la mezquita, existe una verdad más profunda que se confunde con todos estos elementos decorativos. Y su esencia es común a oriente y a occidente, es el signo que con las mil formas de la literatura retrata la única verdad que recorre el mundo: el ser humano sufriente, angustiado, libre, tenaz, humillado, altivo, vive en un mundo injusto, el mundo de los ricos y los pobres, en el que la belleza todavía es posible.

Por eso he pensado que la relación de oriente y occidente en realidad está separada tan solo por una puerta en cuya mitad existe una mirilla de cristal. Y esta mirilla es la misma, para unos y para otros, independientemente del lado desde el que se mire. El problema está en que esta lente distorsiona la imagen de los que tenemos frente a nosotros: creemos ver a través de ella un montón de gente apiñada, lejanísima, remotamente parecida a nosotros, pero que no comparte nuestra cultura y nuestros sentimientos; gente distorsionada por las lentes cóncavas y convexas de un mecanismo medio averiado. Los del lado de acá (digamos que occidente), nos alzamos de puntillas y solo tenemos ojos para contemplar el espectáculo de oriente desde la literatura, desde el cine, y nos gusta incluso contaminarnos de ese exotismo dulce tan diferente a nuestras carreteras de asfalto y nuestros teléfonos celulares; los del lado de allá (digamos que oriente), no ven más que una población intoxicada por el imperialismo, por el consumo, por una feligresía cuyos altares se encuentran en la banca y los parqués internacionales.

¿Somos eso: títeres? No lo creo. Espero que no. Y ellos ¿son solo clientes de teterías afanados en cargar sus pipas del mejor kif que pueden comprar? Tampoco. En cualquier caso, parece mentira que todavía no se nos haya ocurrido a nadie abrir esa puerta y romper de una vez todas las mirillas.

Fotografía: Angel Pradel

18 de agosto de 2008

Correspondencia Fedora - Goti (2)

Estimado Goti,

De su última carta deduzco que se encuentra apesadumbrado por los calores de estos días sofocantes, tal vez entristecido por la escasa producción creativa debida especialmente al bochorno y al asueto que exige este clima de rigores casi monzónicos. No se aflija. El verano nunca ha sido la mejor época para sentarse frente al papel en blanco; todo el mundo sabe que las puertas de la imaginación están cerradas, los personajes se han echado al hombro la toalla y no están para nadie. Hasta el lenguaje se toma sus días de descanso y, se habrá dado cuenta, cada vez que trate de convocar su presencia sólo podrá escuchar al otro lado de la línea una voz metalizada que nos sale con aquello del “deje su mensaje después de la señal”. Nadie quiere saber nada de nadie. Amigo Goti, también las musas están de vacaciones. Yo mismo he podido comprobar que una paradisíaca playa más allá del Atlántico las ha reunido a todas frente a mojitos y otros efluvios alcohólicos, y por mucho que usted insista no podrá sacarlas de sus bailes nocturnos alrededor de la hoguera de la pereza. Por nada del mundo conseguirá convencerlas de que usted necesita cuanto antes su presencia. No sufra. Déjelas, pues, gozar de sus danzas y confórmese con el placer de imaginarlas desnudas alrededor de las últimas, erógenas, y ardientes brasas del estío. Por otra parte, no trate de devanarse los sesos buscando entre sus apuntes todas esas notas que un día caligrafió con timidez para convertirlas en historias. Ni lo intente. Pero, ah, triste Goti, tampoco se deje vencer por el desaliento. Hay otras formas de pasar este caluroso verano.

Imagínese por un momento las montañas nevadas de Davos Platz, la dulce muerte del joven Joachim Ziemssen, junto su madre Luisa Ziemssen y su mejor amigo Hans Castorp. Una velada de lágrimas trágicas y demasiado saladas para olvidar su triste belleza. El fin de una era. El comienzo de la fatalidad. El declive. Casi el final de todos los finales. Después de todo este tiempo enfrascado en la lectura de “La montaña mágica”, también yo voy acercándome con sigilo a los últimos días de Hans, del señor Settembrini, de Leo Naphta, de los doctores Behrens y Krokovski, y por supuesto, de toda la fogosa intelectualidad de una Europa que ni usted ni yo hubiéramos llegado a conocer si no fuera por nuestras lecturas...

Amigo Goti, no sé si seré capaz de renunciar al tiempo detenido, a la serena contemplación del intelecto, al diálogo reposado con el que se encienden cada tarde Naphta y Settembrini. No ha sido nada fácil alcanzar esta cumbre, ascender lentamente las laderas de esta montaña, hundir los pies en la nieve crujiente de los valles de Suiza hasta conseguir escalar cada uno de sus picos. Pero una vez arriba, cuando se alcanza la cima y uno se da cuenta de lo que ha ido dejando atrás, este paisaje de personajes y espacios y opiniones y diálogos, este fresco de estancias en penumbra bajo la luz eléctrica de las lámparas del balneario, es imposible no sentir cierta pena junto con una honda alegría. La montaña mágica, querido Goti, no deje de adentrarse en este mundo irónico y pausado que es a la vez tratado del tiempo y revelación filosófica. ¿Se da cuenta, viejo amigo, de que el verano puede procurar recompensas que uno ni siquiera imagina?

Le diré algo más: adéntrese en la biografía del autor. Descubra cada uno de los pasos que recorrió Thomas Mann para llegar a ser Thomas Mann. Lea la “Correspondencia” con su amigo Hermann Hesse, profundice en su vida gracias a su más detallista biógrafo Hermann Kurzke. Cambie el registro de sus lecturas y zambúllase de una vez por todas en una época que le ayudará a comprender la Europa en que vivimos. ¿Ve como el verano todavía puede aportarle ciertos tesoros escondidos?

Triste Goti: no se complique. Volverán esos momentos de creatividad. Descanse. Lea. Relájese. Échese sobre el diván del tiempo y olvide toda esa actualidad machacona que cada sábado emerge en la prensa literaria con su vocerío intransigente y sus novedades de postín. Comprenda de una vez que el timón de la literatura está gobernado por unos pocos que nada puede hacer frente a la otra, la verdadera literatura: los clásicos. Esos que jamás defraudan. Ellos.

Amigo y queridísimo Goti: volveré a verle en otoño. Hasta entonces no permita que las gotas del desaliento le apenen. Sea feliz: lea. Hágame caso, es el mejor lenitivo para combatir la tristeza. Se lo garantizo.

Felices lecturas.
Se despide con un rabioso estornudo decimonónico,

Fedora.

20 de julio de 2008

Mano de santo

El prolongado éxtasis que el padre Mateo colmó sobre el cáliz le vino mientras se santiguaba con la mano pura. El verbo se hacía carne, hiel de hombre sobre la sangre de Cristo. Después del eco de silencios que sucedieron a los gong del campanario, se conjugaron en milagroso sincronismo varios acontecimientos:

1. eran las doce en punto,
2. el incienso se respiraba como un aroma de santidad por toda la sacristía,
3. el padre Mateo se incorporó fustigado por la virgen de Fátima, cuyos ojos llameaban a la luz de dos cirios del tamaño de dos vergas de equino, traídos directamente del Vaticano,
4. el diablo, alias Lucifer, alias Satanás, alias Belcebú, también conocido como ángel caído, penetró, a través del portón de la entrada, con un abrigo de piel de cordero bajo el que escondía un cuerpo de fulgores de almizcle, obsceno, ese que siempre le permitía desflorar el tesoro de cuantas castas mujeres le vinieran en gana,
5. quiso Dios, por una vez, estar presente en cuerpo y alma en el evento y así fue conducido por San Cristóbal en blanca y alada limousine del cielo a la tierra, donde aparcó en zona de minusválidos y, mientras el santo patrón discutía con el guardia, se acomodó Dios junto a la pila bautismal, humedeciéndose los dedos de bendita frescura,
y, 6. la única devota presente, una vieja amante de Dios sobre todas las cosas y del prójimo como de sí misma, tosió dos veces y se echó a la garganta una Juanola que andaba enredada por su bolso, entre el devocionario y el Hola.

El padre Mateo, ajeno a la congregación de su parroquia, se dijo, hágase tu voluntad, mientras salía a dar misa con una sonrisa lunática en los labios. Camino del altar, rememoraba el seminario Marista y los lustros de análisis de exequias y huesos de santos compostelanos que le dejaron la clara convicción de que el verbo se hacía carne a través de los hombres. De manera que tal día como aquel, quiso predicar con el ejemplo ofreciendo su propio brebaje a los feligreses en cáliz de oro.

- Perdona nuestras ofensas... – dijo el párroco, aunque estaba convencido de que el cáliz donde había depositado los signos de su improbable descendencia, no podía ofender al Altísimo, sino elevarlo a él mismo a las alturas celestiales por compartir, con sus feligreses, la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo, amén.

Llegó la hora de la comunión. El diablo se deslizó en vagas sombras por el empedrado, Dios maniobró con elegante omnipresencia hasta el presbiterio, y la anciana se precipitó sobre el padre Mateo que descendía las escaleras con el cáliz entre las manos y observaba la gotita flotando, blanco teñido de frenesís sanguinolentos, blanco inmaculado envileciendo la sangre, blanco puro y espermático, blanco de ángeles luminosos en el pozo rojo de las zozobras de Cristo.

Así se sucedieron los prolegómenos del ite missa est:

1. la vieja tomó el cáliz de salvación que le ofrecía el padre Mateo y bebió hasta la última gota,
2. Dios desplegó un par de ojos atónitos que parecieron rodar por las inscripciones latinas de las sepulturas,
3. el diablo, para completar el sacrilegio, se metió entre las faldas de la vieja jugueteando con todos los puntos cardinales del éxtasis sexual,
y, 4. el padre Mateo observó cómo la anciana relamía el borde dorado del cáliz y las incrustaciones de jade con un entusiasmo que él adivinó enseguida espiritual y divino, y que la llevaría directamente al reino de Dios Padre Todopoderoso y eterno, sin que éste, el Todopoderoso, allí presente en cuerpo y alma, pudiera hacer nada por evitar semejante blasfemia.

El Dios Padre todopoderoso y eterno no podía creer lo que sus ojos eternos veían: la vieja panza arriba, falda en alto, convocando a mil demonios sedientos de carne rechumida que la apretujaban, la volteaban, la ponían a cuatro patas, mientras ella se dejaban hacer, bendito seas señor, Dios del universo, decía. El padre Mateo, creyéndola poseída por los ángeles, se desabotonó la sotana y comenzó un tira y afloja con objeto de producir más líquido sagrado con que rociar la escena.

- No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal – se decía el loco Mateo..., digo el padre Mateo.

Después de aquello Dios no quiso saber nada más de los hombres, el diablo elaboró una divertida ruta que contenía conventos de clausura, claustros monacales y residencias de estudiantes. El padre Mateo, viendo que la escena no parecía repetirse, puso todo de su parte por reproducir cada domingo aquel milagroso éxtasis. La vieja, amante del prójimo como de sí misma, no faltó ni un sólo día a misa de doce.

10 de julio de 2008

Jazz: el absurdo sensible

Cada vez que acudo a un concierto de jazz puedo verme a mis diecisiete años llegando apresuradamente del colegio con la única obsesión de echarme sobre la cama -con las deportivas todavía puestas y un par de auriculares que llegaban a cubrirme por completo las orejas-, para pasar el resto de la tarde escuchando a esos extraños seres que eran capaces de destrozar la música hasta llegar a convertirla en la informe masa de silbidos y gemidos de una trompeta, los llantos ahogados de un saxo tenor, los ceremoniosos riffs del batería, o los aterciopelados estallidos de cólera del bajo y todo al ritmo frenético de las teclas de un piano que era capaz de meter en un tiempo lo que nadie hasta entonces soñaba con poder expresar en música. Una vez dentro, una vez metido hasta las cejas en el vergel de sonidos que irrumpía en mi habitación entonces ya sin ningún sentido para mí, vacía, inexacta, torpe, porque solo existía la música, una vez allí, todo, absolutamente todo, podía suceder.

Mi primer disco, lo recuerdo bien, me lo prestó un profesor del colegio alegando que no iba a gustar nada, que no lo comprendería y que haría bien si en lugar de ese me traía un trabajo de Michael Bolton o de Jean-Michel Jarre -o de uno de estos que ahora no recuerdo, o no me apetece recordar-. El disco se trataba de Gemini, de un Miles Davis de 1969 que no era el joven músico que abandonó la Juilliard School para dedicarse a buscar una expresión propia que sólo él era capaz de encontrar detrás de su épica trompeta, sino un Miles mucho más innovador, adecuado a otros tiempos, alejado ya del bebop de los cincuenta pero igual de vertiginoso y demoledor. Aunque todo esto yo entonces lo desconocía y solo podía entregarme a unos sonidos que –era cierto- no comprendía del todo, pero que me maravillaban. Con ellos era posible que me fundiera en esa masa resbaladiza en que se convertía la música y moldearme con ella, volver a ser, reinventarme, que es la principal atribución que puede tener y de hecho tiene la buena música de jazz.

El jazz hay que escucharlo hipnotizado, hay que entregarse por completo a sus reglas aparentemente caóticas, no, no, aún mejor: a sus reglas en verdad caóticas, hay que dejarse arrastrar hasta sentirse perseguido por el absurdo sensible, por esa manera tan natural con que el músico dice todo lo que quiere decir sin que lo comprendamos del todo, pero sintiendo ese momento único en que es capaz de contagiarnos con su vibrato, con su frenesí, con todo lo inmortal que tiene el jazz para resplandecer por si solo en una habitación –la mía- tomada ya por las sombras de una tarde después de las clases. No había nada más que jazz. Parecía que el brillo dorado de los metales iluminaba tenuemente las esquinas, el oro de los instrumentos se recortaba ya sobre el imaginado escenario que iba perfilándose en mi habitación, el desorden con que me cautivaban los instrumentos desafiaba las leyes de la lógica, pero todo terminaba convenciéndome de que más allá de la ciencia y de las matemáticas que yo acababa de atender pacientemente esa misma tarde, podía esconderse un mundo mucho más subyugador y poderoso, la inclemente razón de la música, esa forma de sentir que se impone a las razones.

El jazz comenzó a ser la magia insultante del bebop de Charlie Parker –Bird-, el estallido del saxo tenor de John Coltrane, la flamante trompeta de Dizzy Gillespie -más tarde descubriría yo sus imponentes mejillas-, el piano del señor Thelonious Monk, un negro, como todos los demás, que en las portadas de los discos aparecía cubierto con un birrete y luciendo perilla de cabra, y por encima de todos ellos, o a la misma altura del mismísimo Bird, el colosal Miles Davis, ese hombre detestado y admirado a partes iguales, que no toleraba la imperfección, ni el descuido, ni la falta de talento musical y que era capaz de entregarse con la misma pasión al jazz, a su improvisación, a su técnica, a sus nuevos lenguajes, como se entregaba también a las drogas que lo dejaban postrado durante semanas en su apartamento de Manhattan.

Esto era el jazz. Esto es el jazz que yo escuchaba con dieciséis años en discos compactos que sacaba de la biblioteca –cada semana, dos o tres o cuatro, todos los que me permitían en la ventanilla de préstamo-, y en el que me recostaba como si me estuviera hundiendo en un blando colchón de plumas. El jazz eran estos tipos capaces de recomponer la música a partir de los deshechos heredados del siglo anterior, capaces también de reinventarse a sí mismos cuando el bebop y el cool de los cincuenta no podía dar ya más de sí, y sabedores de que el jazz, el verdadero jazz, tiene el tiempo de vida de un compás, nace en los labios de un hombre, en los dedos que rasgan las cuerdas de un bajo, en el pie que cimbrea la tela gastada de una batería, y muere dos segundos después, allá abajo, en el patio de butacas, ante una masa expectante que sólo somos capaces de perdernos en los aullidos sinfónicos de cuatro o cinco tipos enloquecidos por aquello que sólo ellos saben hacer: tocar jazz hasta la muerte. Hasta que la cocaína, o el caballo, o un Testarrosa a doscientos diez por hora en una carretera de California los estampara a todos contra la valla de la monótona repetición de lo cotidiano. Así morían los músicos de jazz.

Luego vinieron muchos otros: Petrucciani, Charles Mingus, Ornette Coleman, Wynton Marsalis, Dexter Gordon, Herbie Hancock, y mucho más tarde –hoy- Haffner, o el Esbjörn Svensson Trio –conocidos como E.S.T.-; incluso antes de éstos sufrí una interesante recaída en una de mis fiebres por el jazz mientras escuchaba a algunos clásicos como Louis Armstrong o Duke Ellington, a quienes entendía como predecesores brillantes e inteligentes, pero que no llegaban a hacerme sentir toda esa magia subyugadora que se había iniciado con Miles Davis.

El jazz hay que escucharlo siempre como si fuera la primera vez, como si de verdad fuéramos vírgenes e inocentes, para que la maravillosa sinrazón de sus sentidos sea tan plena como era entonces, a mis quince años -¿o eran dieciséis?-, y lo escuchaba con las deportivas puestas tirado sobre la cama. El jazz, como algunos buenos libros o películas, es capaz de hacernos sentir como sentíamos cuando vivíamos sin prejuicios, ignorantes de gastadas fórmulas, de maniqueísmos y tretas comerciales; cuando todavía éramos capaces de asombrarnos por la cadencia sinuosa de un saxo mientras es perseguido por el rasgueo escalonado de las cuerdas del contrabajo. Esa capacidad de asombro todavía vive en mí cada vez que me siento en el patio de butacas, la luz comienza a apagarse y sobre el escenario aparecen esos hombres que son capaces, siquiera por última vez, de inventar la música esta noche.

30 de junio de 2008

Primera nieve en el monte Fuji

Yasunari Kawabata (1899-1972)

Leer un libro de Kawabata es contagiarse de sensibilidad, de poesía; es sentirse uno capaz de encontrar un mundo más allá de ese que nuestros ojos ven, más allá de lo que el paisaje nos muestra, y leer un relato de Kawabata es dejarse encantar por una prosa luminosa bajo la cual, apenas oculta por las frases, se esconde, intacta, la idea que nos quiere rebelar. Kawabata nunca dice, pero siempre quiere decir; no grita, emplea la sutileza; no sacude al lector con grandilocuencias, y no le es necesario porque después de leer un libro suyo se tiene la sensación de que por debajo de las cosas es cierto que existe un motor mucho más poderoso que eso que llamamos “hechos”; por debajo existen los sentimientos y las sensaciones, los pensamientos y las ideas, la moralidad y la inmoralidad, el amor y el odio, los remordimientos, los sueños, y todo un entramado de esas “otras” realidades que no vemos, pero están ahí.

El autor, al igual que hicieron los impresionistas del XIX, va componiendo estos diez relatos con pequeñas pinceladas donde la belleza y la pausa, el silencio y la extrañeza, el amor y el desamor, caminan de la mano para terminar demostrando que es posible escribir relatos de increíble sencillez formal y al mismo tiempo de un profundo contenido humano. Abundan en estos relatos de Kawabata los paisajes, las montañas nevadas, los árboles en flor, pero es capaz de contraponer cada uno de estos elementos con que va dibujando el fondo de sus narraciones, con el hecho humano, el dilema moral, el desamor, o el desencanto de un hombre y una mujer que fueron amantes y se encuentran ahora, después de tantos años, de una guerra, de la pérdida de un hijo, de toda una vida, para saber que ni uno ni la otra son ya los mismos que un día se enamoraron.

La naturaleza y la poesía al servicio del paisaje humano, eso es Kawabata.

Al leer a Kawabata se tiene la sensación de estar recibiendo un legado milenario que ha viajado de generación en generación en una urna de cristal que solo ha sido abierta para regar la semilla que yace en su interior. Tras la belleza estética de cada una de sus narraciones encontramos una belleza moral (sin pecar de moralizante), al igual que una belleza filosófica (sin desear ser un filósofo), y una belleza literaria (sin realizar aspavientos artísticos). Es pues, Kawabata, un autor que no subordina el texto para exclusivo goce y recreo del lector, ni para exhibir su pluma, le basta mostrar la sutil presencia de esa idea que nos quiere trasmitir, su planteamiento. Nada más. Y nadie tan alejado de nuestro barroquismo occidental como Kabawata.

No se engañen: detrás de su prosa preciosista hay también un mundo que está esperando ser descubierto. Tanto “Primera nieve en el monte Fuji” como “Historias de la palma de la mano” merecen una visita urgente: ambos son el lenitivo que conseguirá curarnos a todos del griterío en que vivimos inmersos.

22 de junio de 2008

Papel mojado

Siempre que llueve sobre un libro abierto ocurre lo mismo. La historia ya la sabe, le daré cuenta de algunos detalles: las primeras gotas aplastadas contra el papel inician los rigores del regreso a la pasta húmeda, a las hojas hinchadas, al lomo desahuciado de los pliegos de cuarta; la letra vacilante comienza a confundirse en un tupido borrón de tinta negra, las palabras se juntan unas con otras, se repliegan sobre sí mismas para volver a aparecer dos párrafos más abajo montadas sobre otras frases. Cambiadas. Nuevas. Ahora llega lo peor: al héroe de la novela le sobreviene la muerte en la página setenta y ocho, en la ciento catorce el asesino logra evadirse de las pesquisas del detective, antes de la doscientos veintinueve Praga es el color rojo.

Ha dejado de llover.

Fíjese bien: este libro ya es otro libro, obstinadamente otro. ¿No es lo que usted quería?

24 de mayo de 2008

Las historias inconclusas (o apuntes en un viejo cuaderno)

A Gonzalo, por aquella pregunta

Hoy me he sentado a escribir sin haber determinado con antelación el rumbo de mis palabras, la estructura de la historia, ni siquiera la razón misma de esa historia, simplemente trataba de escribir por la gozosa sensación que procura la dulce tarea de enhebrar las frases. He ido caligrafiando en la cuadrícula de un cuaderno los rasgos de dos o tres personajes, un anciano, una niña, una tarde de sol que he creído digna de exhibirse, todos ellos un poco anodinos o un poco planos y bastante absurdos. Al final, entre tachones y líneas argumentales desestimadas, he terminado abandonando a su suerte las escasas ideas que han ido surgiendo enredadas como en un ovillo de insensatas palabras, que es mejor no escribir jamás; o que, quizá, por ya escritas tantas veces, no merece la pena sacar a relucir de nuevo. Entonces he recordado el pensamiento de un viejo amigo que un día me cuestionaba acerca de adónde quedarán todas esas historias que por innecesarias o superfluas o simplemente porque el día en que el hombre que las soñó estaba inmerso en unas horas de tedio, de fatiga o de pereza, las hizo trastabillar y caer para perderse finalmente en el olvido, o entre las líneas nunca recuperadas de un cuaderno de notas.

-¿A qué te refieres, Goti, qué quería decir tu amigo?- me ha preguntado Fedora, a quien he descubierto detrás de mí, en un mullido sillón de orejas, con un libro entre las manos-, ¿que las historias a medias, las que no concluyen nunca o apenas se inician, permanecen escondidas a la espera de salir algún día?

-Supongo que sí. Creo que se refería a un inconsciente imaginario en el que los hombres vamos guardando nuestros sueños y nuestras pesadillas. Convendría incluso rescatar algunas de esas historias. Sobre todo si queremos deshacernos de ellas. Tal vez la razón de la escritura sea esa: olvidarnos de unos personajes que nos golpean la imaginación hasta dejarnos sin aliento, y no se cansan de hacerlo hasta que nuestras manos van dibujándoles un rostro, un paisaje y un tiempo.

-Amigo Goti..., ¿es que no has aprendido nada todos estos años? ¿Acaso no sabes que las pequeñas historias inconclusas terminan perdiéndose en el olvido? Fíjate bien en tus cuadernos –Fedora se ha levantado del sillón y ha sacado de mis estanterías un montón de cuadernos de cuarta, algunos con bastante polvo, otros todavía por empezar-. Míralos. ¿Qué dice aquí? Aquí mismo, Goti. Léelo.

He cogido esa vieja libreta que ya no recordaba tener y he leído las pocas líneas que Fedora me mostraba:

-“Un viejo pintor vive sin televisor. Nunca le ha gustado y en su momento decidió que aquel invento no era tan necesario como todos le decían. Con el tiempo descubre que las conversaciones con sus amigos, con sus colegas y familiares, acaban siempre rendidas al mundano ámbito de lo efímero, de la noticia, de los avatares de un puñado de personajes de serial. Él va sintiéndose desplazado, a sabiendas de que en su interior se esconde una naturaleza diferente, una angustia por la expresión artística, por la pintura, que él piensa que puede cambiar las cosas. Sin embargo, más que cambiar, los demás le toman por un idealista, un ser naufragado que vive de una ilusión al margen de la realidad. Un ser ahogado por sus ideas que no tiene nada que hacer en el mundo.”

-¿Dónde ha quedado esa historia, Goti? ¿Terminaste por escribirla? ¿Has vuelto a sentir el pálpito de ese ser incomprendido? ¿Dónde reside ahora ese pintor que tú anotaste en tu libreta? Mira esta otra, hasta tiene un título: “El mundo donde vivo”. Dice así: “Yo vivía en un país en el que se caían los puentes. No había ninguna razón para ello, simplemente se caían. Cada día una de esas enormes construcciones de acero y hormigón se venía abajo dejando incomunicados dos pueblos o dos valles remotos. No importaba. Pronto salían no se sabe de dónde un montón de hombrecillos dispuestos a recomponerlo”.

-No recuerdo haber escrito algo así.

-Pues aquí lo tienes, de tu puño y letra.

Y era verdad. Allí estaba, entre otras muchas notas que ya no significan nada.

-No pareces tú, Fedora –le he recriminado-. Tú siempre apoyas la ilusión, la magia de la literatura, la frondosa maraña de la imaginación. Y hoy me desalientas diciéndome que esas historias han terminado olvidadas. Agonizando. Muertas.

-La literatura, querido Goti, tú lo sabes bien, se construye con eso y con mucho más. No te servirán de nada todas esas anotaciones si luego no las ordenas, les das la forma adecuada y las expresas con acierto y contundencia, evitando siempre la grandilocuencia y la pretensión –que ya sabes que pueden llegar a ser los imperdonables pecados del escritor novel.

-¿Quieres decir que la historia del anciano, la niña y la tarde de sol merecen ser contadas? ¿Qué debo dedicar mis horas de sueño a levantar un relato que permita que esos personajes adquieran vida propia?

-Quiero decir que si no los trabajas, si no te entregas por ellos, nadie en tu lugar lo hará nunca. Tal vez, mientras inventas una situación para ellos, un espacio luminoso como tú bien dices, y los dejas hablar libremente entre tus líneas, tal vez entonces descubras que ellos tienen algo que decirte a ti. Eso es la magia, Goti. Que los personajes hablen al escritor. Le cuenten sus andanzas, sus desaires y, aunque intervengan a deshora, cuando tú estés agotado por tu semana de rutinas, después de mucho escribir en una tarde de sábado, al final, muy al final de tu jornada de escritura, comienzan ellos a andar por sí solos, a querer decir mucho más de lo que tú habías llegado a apuntar en tu cuaderno. Insisto, Goti, esa es la verdadera magia de la literatura: su capacidad de sorprender al creador, al ser que les inventa.

Fedora ha vuelto a entregarse a la lectura de su libro, acomodándose plácidamente en su sillón de orejas, dándome la espalda y desapareciendo poco a poco, con una sonrisa en los labios muy próxima a la del gato Cheshire. Yo me he quedado pensativo, sabiendo que esos personajes se merecen las horas que yo esta noche le robaré al sueño, a los amigos, a la familia, al televisor. A pesar de que un día me podrán llamar iluso, inocente, fantasioso... a pesar de que por esto tan absurdo y tristemente inútil que puede parecernos la escritura, a uno lo pueden tomar por loco.

Fotografía: Fritz W Guerin

12 de mayo de 2008

SIDECAR: Libros sobre ruedas

Más de una vez camina uno por entre los expositores de una librería sin saber adónde mirar, más por vergüenza de lo que allí se encuentra, que por cualquier otra razón. Más de una vez las librerías que uno frecuentaba en su adolescencia lo han abochornado por la precaria diversidad de libros, la ínfima relación de autores y el escaso fondo de sus anaqueles. Las últimas novedades se aglutinan en tropel y salen al paso del visitante siempre que respondan a ese top-ten que figura en las columnas de los periódicos dominicales igual que mandamientos de una iglesia caduca, obstinadamente terca en sus propuestas vacías y, por supuesto, condicionada al viento siempre cambiante que sopla desde las torres acristaladas de los grupos mediáticos. Los mandamientos, otra cosa no sé, pero prohibir, prohíben.

Este año no esperaba encontrar en la Feria del libro de Viveros otra cosa que no fuera toneladas de ejemplares del último Zafón, el dos por uno (como un par de latas de conserva) de Reverte, o una infumable obscenidad de libros de autoayuda. Ay.

Sin embargo, además de las casetas atiborradas de niños he podido descubrir una librería inusual, regentada por una aún más inusual librera, de mirada profunda y que atiende al tímido visitante con la experiencia a cuestas de quien bien conoce la literatura de Beauvoir, de Peri-Rossi, de Sylvia Plath, de Doris Lessing... Me detuve en el mostrador atraído por los libros de “Ediciones del oriente y del mediterráneo” –único lugar donde he podido encontrarlos en Valencia-. Más allá de mi interés por las “otras” literaturas, está el de la poesía, y en estos libros se concretaba una doble pasión: me llevé el “Libro de las huidas y mudanzas por los climas del día y la noche” de Adonis, y también “Compañero del viento” de Abbas Kiorastami. Y son grandes. Y bellos. Y merecen leerse mientras el sol se pone. O la luna emerge. O la sabia naturaleza nos brinda sus frutos en el ocaso de una tarde frente al mar. También en casa, sí, sintiendo con la lectura que el tiempo va deslizándose mansamente, cálidamente, con una tibieza propensa a hacernos vibrar el alma igual que si fuera el instrumento tañido al suave movimiento de esos dedos, de esos poemas. Esta poesía de la nada, del silencio, es capaz de abarcar en sus pocas líneas la vastedad de un horizonte inacabable, la inmensidad de un cosmos sin estrellas, el viaje infinito de una gota de rocío desde un extremo a otro de la hoja de un olivo. La hondura de una huella en la nieve tiene su igual, a través de estos poemas, en las profundas resonancias del alma. No hacen falta brújulas para este camino que se anda sin necesidad de mapas. Vale la pena recordarlo: Adonis y Kiorastami, dos poetas del mediterráneo.

Días después regresé a por más.

Me llevé los Cuentos reunidos de Peri-Rossi, y también su poesía, ambas editadas por Lumen. Y, ya en casa, tras leer un buen puñado de estos relatos y enfrascarme en la erótica palpitación de sus poemas, me dije que acababa de estar en el Paraíso. Justo allí. Algo dentro de mí me susurró: Y el séptimo día Dios vio que lo que había hecho era bueno. Yo pensé en Cristina Peri-Rossi, en Adonis, en Kiorastami y en la librera que me había vendido todos estos buenos libros. GRACIAS.

Corrí de nuevo a la Feria. Le pedí la tarjeta, le pregunté el nombre, le rogué que me diera la dirección de la librería... Pero no se confundan, que esta librera no es como las demás, ni esta librería tiene un húmedo callejón en donde esconderse. Ella me respondió: “La librería soy yo y una Honda Transalp de 650cc, te busco el libro que quieras y te lo llevo a casa. Así de fácil.”

Así de fácil.

En su tarjeta venía la dirección del blog y vale la pena perderse entre sus líneas. En sus palabras se huele el incienso del amor a la literatura, el fuerte aroma de las ganas por que las cosas sean de otra manera, de la manera que quieran ser, o de la manera que uno quiera que sean, pero no esa imposición que viene desde fuera, a gritos, en columnas de diario o por la megafonía de los grandes almacenes.

Yo me quedaría con este nombre: SIDECAR. Libros, sobre ruedas.
También con el blog: http://sidecarlibros.blogspot.com

Y de paso, les pediría un libro. O dos.
O uno cada mes.
O dos.

Hacen falta librerías así, sobre ruedas o sobre patines, con libreras como ellas, que aman la literatura, aconsejan con intuición a los clientes y nunca tendrán en las vitrinas de su blog ningún listado, ningún top-ten, ningún imperativo que nos impida pensar por nosotros mismos si un libro es bueno, o, por el contrario... ya saben.

30 de abril de 2008

María Iribarne

Siempre hay quien termina mal después de pasar varios meses leyendo Anna Karenina, y los hay que entregan un volumen destartalado a la bibliotecaria como sellando su última voluntad semanas antes de cometer un crimen. Días después el mismo joven abandona sobre el mostrador Madame Bovary luciendo en las pupilas el desgarrón venenoso de un frasco de cianuro. Al gesto encendido tras devolver Lolita le siguen las palabras de El amante, admirando por última vez la hermosura de un rostro devastado.

Esta noche lluviosa un chirrido en la ventana y el recuerdo del nombre de su carnet de préstamo han avivado mi curiosidad. Maldita mi suerte. Al abrir la puerta del dormitorio me he encontrado con él, su pelo empapado, un ejemplar de El túnel en el bolsillo de su chaqueta y el brillo del acero en su mano derecha.

Sólo he podido susurrar: ¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?

23 de abril de 2008

Samosas y falafel

Para vosotros:

Adolfo, Ana F., Ana L., Andrea,
Guadalupe, Guillem, Julia,
Manuel, Marc, Marga, Maxi,
Nieves, Pepe, Santi, Sergio


No es del todo falso que un hombre hechizado por la lectura termine llenando las alforjas de la memoria con ese puñado de libros que, a lo largo y ancho de su existencia, han contribuido a mejorarla o engrandecerla o acaso comprenderla. No es menos cierto que ese viaje que el lector emprende portando en el hombro el único hatillo de los libros solos puede muy bien tornarse en un laberinto confuso donde es frecuente perder el hilo de la realidad, los pies en el suelo, la línea recta que separa el bien del mal, lo razonable de lo absurdo, lo práctico de lo inane.

Ocurre entonces en la vida –sería el mes de septiembre- que uno se encuentra en una terraza de verano junto a las opiniones dispares y a veces enfrentadas de tres mujeres y tres hombres que se empeñaban en sacar conclusiones de un mundo demasiado viejo e injusto para que, con un gintonic en la mano, fuéramos capaces nadie de arreglarlo en una tarde.

Recuerdo muy bien la escena, el principio de todo, el cabo del cordel que merecía prenderse bien fuerte y no soltarlo para ir luego tirando de él, a lo largo de otros muchos días de risas y cervezas, antes de que aquellos hombres y mujeres comenzáramos a reconocernos como grupo, a crecer semanas después en el fondo solitario de una cafetería libre de humos, a tratar de ser –siquiera un poco- pensadores libres, algo filósofos todavía ignorantes del mundo y, hoy, amigos.

Acordamos una nueva fecha y llamamos a nuestra tarde, tertulia. Llovía, y en ella conseguimos desentrañar el lirismo galo de las Almas grises de Philippe Claudel, ese paisaje nuboso de la desolación del hombre en las retaguardias de una guerra. Tono, vaivén temporal, grafismo escénico, cinematográfico. No conformes con el desarme de las piezas que componían la novela, recuerdo que apuntábamos en pequeñas libretas las consignas de otras lecturas que cada uno de nosotros ofrecía como el santo y seña de un milagro: El abrecartas, Los girasoles ciegos, El sol de los Escorza... ¡Tantos libros por leer y tan poco tiempo! Porque el tiempo pasa así de rápido cuando se está entre criaturas de la misma especie con quienes basta una mirada sobre las páginas de un libro para comprender un poco mejor el mundo, o a uno mismo.

El mes siguiente manejábamos con mayor pericia la estructura de la novela dialogada de Sandor Marai, El último encuentro. El odio velado de dos amigos que después de años de ausencias deciden conversar en torno a un vacío, alrededor del hueco que dejó entre ellos el desamor, o el amor por la misma mujer, o el rencor de saberse responsables únicos de su larga enemistad. Volvieron los apuntes en letra menuda de todos esos libros pendientes de leer. El hilo de la conversación se quebraba, se introducía en el aire un cierto inconformismo político, y finalmente el amor por la literatura nos reunió por última vez antes de terminar el año para diseccionar entre todos la novela de un amigo con él presente, La cinta de Moebius, de Manuel Talens.

Fue un día lluvioso de diciembre. La cafetería de siempre, ahora ya tan nuestra, nos veía de nuevo las caras sonrientes y escuchaba de bocas llenas de espuma de cerveza, de vinos y entusiasmos, la efervescencia contagiosa tras la lectura de un libro honesto que había roto con todos los convencionalismos para demostrar que todavía es posible reinventar la narrativa. Al hacerlo, Talens había tomado la grave decisión de abandonar los presupuestos artísticos de la novela tradicional sin por ello dejar de lado la poesía y dando una vuelta de tuerca al eterno interrogante: ¿realidad o ficción? Talens plantaba cara a un mercado (¡qué palabra!) en el que las novelas ocupan las estanterías lo mismo que si fueran latas de Coca-Cola, o bolsas de patatas; algo que abrimos, devoramos y arrojamos al contenedor sin recordar ni una sola palabra de lo leído, y sin que el libro en cuestión nos cambie ni un ápice, no ya la vida, eso es demasiado, pero sí la manera de pensar, la forma de vivir mientras estamos por aquí. Un libro para soñar despiertos y vivir soñando: La cinta de Moebius. No lo olviden.

Semanas después dimos una oportunidad al género, prodigioso y seductor, del relato breve. A Velocidad de los jardines fuimos acercándonos poco a poco; con la prudencia del aventurero que se adentra en un paraje desconocido con la ilusión de encontrar en él el gozo del surrealismo unido a altas dosis de exquisitez poética. Recuerdo también que pronto se formaron dos facciones, dos grupos de apoyo, dos visiones de la literatura (tal vez del mundo): aquellos que apostaban por las últimas narraciones del libro -más conservadoras pero no por ello menos poéticas y rompedoras que las demás-, y los otros, el grupo más radical, que se debatían entre los dos o tres primeros cuentos del libro, los más osados y que precisan -creo-, una lectura más cómplice que los últimos... En Velocidad de los jardines las apuestas son a doble o nada. Blanco o negro. Velocidad o pausa. Sin términos medios.

Los meses han ido pasando como han pasado muchos otros libros por nuestra mesa de la cafetería siempre repleta de samosas y tablas de falafel, urdiendo cada vez con más brío las tramas de una amistad tejida a partir de lecturas y alcohol, de conversación y sinceridad, de abrir mucho el corazón frente a los demás, para saber un poco más de cada uno de nosotros, como también de uno mismo, de cómo podemos vivir el juego de nuestra cotidianidad siendo un poco más lúcidos, sin que por ello renunciemos a la felicidad. Las demás lecturas –Las amantes de Jelinek, el Diario de un mal año de Coetzee- y las que vengan, nos sirven de pretexto para encontrarnos los unos con los otros mientras entre todos andamos el camino de la lectura compartida, del intercambio y de la singladura siempre bella de la conversación.

Hemos sido -y seguiremos siendo- lectores, pero este texto no trata de ser una despedida, sino la descripción de un principio. Desde septiembre hasta abril han transcurrido nueve meses. Uno no recuerda ese tiempo en el que fuimos un feto dentro de una placenta, pero sí el tiempo que viene después. En ese tiempo aún por venir tal vez los cursos de nuestras lecturas fluyan por otros derroteros y, sin embargo, que llegue o no llegue ese día importa bastante poco. Lo verdaderamente increíble es descubrir que, más allá de las páginas de un libro, existe un lector que aporta su punto de vista, y esto significa que un libro no tiene lectores, sino que cada lector escribe, al leerlo, su propio libro.

En nuestra tertulia ¿os habíais parado a pensarlo?, somos un libro y muchos libros, somos kamikazes que pretenden cambiar el mundo, somos jueces pero nunca policías; añoramos la verdad mientras la verdad anda distraída no se sabe bien por dónde, somos filósofos sin dogmas y ningún manual de instrucciones nos parece suficiente para que nos gobierne. Y también, por qué no decirlo bien alto, somos un montón de buenos amigos.

Nos vemos en la próxima.

31 de marzo de 2008

Microrrelatos: el tamaño de un cuento se mide en quarks

Átomo: del griego, indivisible.

En todo caso conviene admitir que la falsedad encerrada en el significado de la palabra átomo ha sido desmantelada con el paso de los siglos y el avance de la ciencia. A mediados del siglo XIX, la comunidad científica apuntó derecho al corazón del átomo y de su interior emergieron electrones, protones y neutrones, tres tipos muy serios con personalidad única y cargas contrapuestas o complementarias que burlaron los razonamientos más conservadores. El átomo dejó de ser una partícula indivisible y durante todo nuestro amado siglo XX comenzaron a pasearse por las mesas de los laboratorios elementos cada vez más pequeños -mesones, bosones y quarks- empeñados en proclamarse como la única esencia útil de la materia. O sea, la mínima expresión de todo lo conocido. ¿Acaso Dalton, Thomson, Rutherford, Bohr, e incluso, Schrödinger estaban equivocados?

Si esto fuera un ensayo, el salto del elemento cuántico nos llevaría a razonar en bits, en ceros y unos, a transformar la materia en elementos lógicos, en no-materia; pero nos ocupa la literatura, y podemos decir que algo semejante a la evolución de la nube atómica viene ocurriendo en la vida de los cuentos: si el cuento como hoy lo conocemos nace de las narraciones breves de los grandes escritores del siglo XIX –Flaubert, Clarín, Tolstoi-, y atraviesa las vanguardias ultraístas y surrealistas de principios del XX cargado de ironía e ingenio –Gómez de la Serna, Mihura-, ¿por qué no acabar de una vez por todas con los corsés del género y permitir que bajo una sola frase exista un universo lleno de magias y encantos que solamente el lector cómplice sea capaz de apreciar? Porque –no nos engañemos- es necesario un lector avezado para comprender el alcance que el orden y la precisión de unas pocas palabras otorgan al recientemente llamado microrrelato.

¿Qué distingue un microrrelato de un relato convencional? ¿Qué características lo diferencian del aforismo? ¿Por qué no es necesaria una estructura tradicional, con sus puntos de giro y su recreación de personajes, para que un microrrelato funcione como artefacto narrativo?

Un microrrelato narra desde el silencio, dice sin decir, encierra un misterio. Un microrrelato se apoya en el conocimiento del lector de todos los libros ya leídos por él, y se sustenta en toda la Historia de la Literatura -si es necesario-, para elaborar su ficción narrativa. Mientras que el aforismo presenta una idea pura, como el poso decantado en el fondo de un alambique tras destilar un ensayo de Montaigne, el microrrelato se ampara en la ficción, en lo subjetivo, en todo lo irreal que tiene la literatura para mostrarnos la realidad de las cosas. Se codea con la poesía, con el cuento y con la novela. Hace gala de la inteligencia para atreverse con lo mínimo. El microrrelato se convierte así en el quark de la literatura, en la mínima expresión plena de significado y precisa –igual que los poemas o las novelas o los mejores cuentos- que demoremos su rápida lectura durante horas, cavilando durante días sobre la profundidad de las raíces que apenas se sugieren en las escasas palabras con las que vive sobre la página en blanco.

Es del todo falso que en el microrrelato no exista un conflicto, o un personaje, o la atmósfera viciada que rodea toda la acción de un buen cuento. También puede gozar de misterio, o de la dolorosa tragedia de un percance. Esas pocas frases que le sirven de andamiaje escapan a la razón de los torpes.

El microrrelato es la lluvia fina que empapa los abrigos sin mojarlos.

El microrrelato es la vuelta al mundo en ochenta días, que se dice rápido.

El microrrelato es el antídoto del que se beberá una gota. Dos o más serían letales.

El microrrelato es el bicho que los guardas de los zoológicos nunca saben si enjaularlo o meterlo en la pecera. Entre rejas se escaparía y dentro del acuario moriría ahogado.

El microrrelato es la razón del absurdo con las más absurdas razones.

El microrrelato es la marioneta con la que el titiritero vence al monstruo bicéfalo.

El microrrelato es el silencio que llena el patio de butacas entre dos acordes ruidosos.

Tengamos presente que sobre el silencio se arma la música más bella, y que nuestros antepasados estaban equivocados cuando perjuraban sobre la indivisibilidad de ese pequeño elemento que es el átomo. Es cierto que los cuentos, como ocurría con las partículas de materia más elementales, viven aún encasillados entre cuatro parámetros que nos sirven para crearlos, para definirlos, para comprenderlos y para disfrutarlos, pero no es menos cierto que ya nuestros padres Gómez de la Serna, Mihura, Monterroso, han establecido nuevas maneras de cimentar el arte de la ficción breve y que todavía queda un buen trecho por recorrer en el camino de la destrucción de los géneros, en la reinvención de la literatura. Con suerte podemos decir que en la habitación de la creación literaria quedan todavía muchas puertas por abrir.

10 de marzo de 2008

Ángeles y demonios

Para Nieves, que me lee

Todo escritor se ve forzado a convivir con dos voces que lo van orientando en el tortuoso trazado de sus frases. La primera –joven e irreverente- aspira siempre a la locura, al dejarse llevar por el vuelo sin motor de la imaginería y le va llenando las manos de sorpresas, de emociones o, con frecuencia, de humo; la segunda –más sensata y crítica- trata de imponer la postura de la razón hilvanando cada palabra con la lógica, con la cerrazón de lo mundano, con el seso vivo que impone en el horizonte creativo del escritor todo ese diccionario de lugares comunes del que nos hablaba Flaubert. En el camino que nos lleva al arte es aconsejable desoír al segundo, apartarlo a codazos, impedir que sus susurros medien entre el hombre y esa otra voz de la imaginación -¿inspiración?- que sí debe ser atendida por el escritor con mano amable, con un pozal de agua siempre preparado para beberla juntos.

El germen de la historia que el escritor pretende narrar puede iniciarse con ese par de líneas que emborronan la cuadrícula de un cuaderno, con la pincelada de un personaje estrafalario, o con una anécdota anodina; y que esta idea primera se escoja de entre el resto para echar a andar y convertirse en historia, tiene mucho de constancia, de malabarismo, y de afecto. El cariño que el escritor pone en cada una de las palabras con que va construyendo el relato parece cobrar aliento por sí mismo, y va tomando la forma de un espíritu cuya naturaleza tiende a manifestarse y resucitar en las manos de un lector cómplice. Si en el juego de crear consigue el escritor ahuyentar debidamente al diablo crítico que le achucha sobre el hombro, descubrirá que, a su lado, un ser mucho más divertido y audaz -tal vez disfrazado de invisible gato sonriente-, va componiendo una melodía única que parece sonar muy bien en el éter de la imaginación, y en cuya armonía podrá él mismo ir colocando poco a poco la letra de su historia. La inspiración -¿imaginación?- se sirve del escritor para ir glosando las magias de la literatura. En el armazón de la inventiva el escritor puede ir colocando cantos rodados para no perderse, señalar el sendero cubierto de maleza por el que se mueve con pequeñas piedras que lo aguanten para, más tarde, con la orquesta preparada para interpretar la música y los personajes a punto para convocar la voz, retirarlas sin miedo de que la estructura entera del relato se venga abajo.

Una vez descubierto el mecanismo que palpitaba –sin el escritor saberlo- bajo la coraza del relato, entra en juego la voz crítica, la voz interpuesta entre el hombre y la imaginación, la voz analítica e inteligente que antes hemos apartado sin miramientos y que ahora va dictando al escritor el manual de instrucciones de la creación artística. Este segundo ser que antes nos fastidiaba con sus apostillas y remiendos, debe ser escuchado ahora con atención para eliminar todo el sobrante del relato. Es importante no andarse con sentimentalismos. Es crítico quien destruye las frases que hablan sin decir nada, es crítico aquel que sabe que bajo el aspecto dulce de un adjetivo puede esconderse un aguijón que envenene una frase, un párrafo, o con su letal picadura infecte el relato entero.

Estas dos voces se excluyen una a la otra. No es fácil convivir con ellas. Una es alegre y fantasiosa; le gusta vivir a sus anchas sin que nadie estorbe el paso de su andar y no tiene empacho en halagar la osadía del escritor atrevido; mientras la otra ¡ah!, voraz como ella sola, no permite la risa fácil, el chascarrillo, ni la costumbre de aclimatar el relato en una tarde lluviosa. Todo le parece mal. Son necesarios años de práctica para conciliarlas, para hermanarlas, para que conviviendo juntas dentro de la misma habitación donde el escritor fabula, anden juntas de la mano y permitan que el trabajo de llamar a las cosas por su nombre se convierta en inventar un nuevo nombre para las cosas.

Decir esto es decir nada, aunque vale la pena recordarnos este secreto que los escritores llevan tan dentro, justo entre el ángel que les inspira y el diablo que les corrige.

19 de febrero de 2008

Fantasías de un escritor

Corre un riesgo el escritor –y no es riesgo baladí-: creer, después de un reconocimiento literario, que todo lo que escribe está tocado por la gracia de quién sabe qué númen divino que lo inspira. Hay que llevar un cuidado extremo, no dejarse arrastrar por las alabanzas, pisar bien firme sobre el empedrado de la lucidez para evitar a toda costa que una celebración de lo inusual –el escrito feliz- enturbie con su brumoso revuelo el horizonte al que verdaderamente aspira: la obra honesta.

Está bien el festejo con los amigos, los brindis, la espuma del champán derramada sobre los laureles, pero ya. Después, vuelta al trabajo, a la constancia, a la afanosa tarea de hormiguita que poco a poco va levantando los muros de sus narraciones con esos cimientos tan precisos que son las palabras. Ellas son, al fin y a la postre, las verdaderas protagonistas de la historia. Ellas, las palabras; y no el ego flamante, ni el pensamiento, ni tampoco la bondad de la criatura que las escribe –que las crea-, porque lo que verdaderamente importa sobre todas las demás cosas, es el resultado que de ellas se desprende.

Valiente es el escritor que después de alcanzar sus metas, después de encontrar una voz y elevarla por encima de sí mismo, renuncia por completo a volver sobre sus pasos, a imitarse, a regresar a esa cómoda prenda en la que, por vieja, se siente tan a gusto y es tan fácil de llevar, y ya todo el mundo le reconoce en ella.

Valentía y honestidad, dos sustantivos que parecen trasnochados, dos fantasmas inútiles a quienes nadie hace caso. ¿Nadie?

Escritor es aquel que busca. El escritor es inconformista. Al escritor, lo ya escrito no le sirve para nada. Escritor es quien bucea en los fondos del lenguaje y encuentra en ellos la argamasa para crear un mundo distinto a ese donde tan a disgusto vive. Y si no vive a disgusto, por lo menos piensa que su alrededor es mejorable, y tal vez es sólo la ficción la que puede concederle el amparo que necesita para seguir latiendo, para sentirse vivo. No para vivir, sino para sentir que algo dentro de él resplandece con una extraña belleza.

En el mito de la inspiración han muerto muchos aspirantes. La inspiración no existe, y el trabajo solitario que es la escritura es la única demostración de que la palabra exacta, la justa, termina manifestándose después de muchas horas de insomnios y dolor.

Pero también hay alegría en el proceso creativo: mientras uno escribe sabe que está a salvo, que nada puede ocurrirle. La escritura es bálsamo, es el lenitivo de la culpa, la razón que otorga sentido al errático discurso de nuestros pensamientos, y también el secreto inasible que nos conmueve hasta no poder más, no soportarlo, y tener que descubrir sus intrigas escribiendo.

La escritura es la vida, como el habla es pensamiento.

Ningún escritor deja nunca de escribir, pero muchos escritores dejan de publicar. Son capaces de aplacar a la fiera ególatra que llevan dentro y convivir con sus escritos en la soledad de sus días, como quien convive con sus propias fantasías sin hacer daño a nadie. Por ello son sabios, y por ello merecen toda nuestra ternura y consideración. Querría uno leer de este escritor su obra callada, sus silenciosas palabras que cogen polvo en el fondo del cajón de su escritorio, detrás de una pared, al final de un oscuro pasillo, en una remota casa de provincias. Allí.

Quiero ser yo el escritor silencioso, el que escribe para sentirse vivo, el que goza de sus aciertos en compañía de amigos, y de sus derrotas en la soledad de su hogar. Quiero ser yo ese hombre de mirar perdido que camina inventando historias para todos con quienes se cruza. Quiero ser un hombre tímido y callado, al estilo de Pessoa, que escribió porque necesitaba, e inventó personajes a quienes cargó la autoría de sus obras. Él no, él estaba detrás. Agazapado. Escribiendo.

31 de enero de 2008

Maneras de leer un libro

Tenemos la costumbre de disfrutar los libros comenzando en la primera página y acabando en la última. A buen seguro este orden parece el más sensato para obtener la natural recompensa del placer de la lectura, sin embargo últimamente la naturaleza de los libros me resulta más irresistible si soy capaz de perder las buenas maneras y busco un inicio alternativo, una continuación al azar y el final que me apetece, obviando las artes que el escritor ha desplegado para que sus lectores alcancen esas cotas de felicidad que, con paciencia y -porqué no- algo de malicia, se han ido gestando en su mente.

Violar las normas de uso, este orden que va aclimatando al lector en la historia, permite al libro perder parte de su artificiosidad y lo eleva a una categoría de bicho viviente, a criatura con respiración propia. Sin embargo no todos los libros son capaces de sobrevivir a la audacia de su lectura cambiante. Hay libros que obedecen a ese orden de calle con sentido único y si los sacas de su ruta prefijada se extravían o, en el peor de los casos, se accidentan y mueren.

Si hablamos –por hablar, es decir: por decir algo que todavía no esté dicho-, de una novela, aventuramos que en su inicio se desplegará la presentación de los personajes, y ¿cómo comenzar entonces por la mitad? ¿qué osadía es esa de conocer de antemano el final de la historia? Podría parecernos que lo más adecuado es resistir al impulso de leer la última página, pues en ella se encierra el misterio que da sentido a todas las páginas que la preceden... Entonces me pregunto qué pensarán todo ese batallón de páginas que se desvelan por hacernos sentir vivos en cada momento, esas con frases que erigen palacios de fino cristal o cafeterías a media tarde o un día de lluvia en los soportales de una ciudad imposible. ¿Y qué sería de las últimas palabras si las presentamos al inicio?

Está claro que no todos los libros soportan el envite de un lector descreído.

Más fácil lo tiene la poesía, pues no esperamos otra cosa que encontrar en ella, en cada uno de sus versos, el aliento contenido del poeta, el tempus fugit de una vida que a todos se nos escapa como agua entre las manos. Y no nos importa tanto dónde comienza la vida y dónde se viene la muerte de ese libro que llamamos alma o algo tan parecido al alma, el libro de poemas.

Los relatos, ay, funcionan también con la elasticidad de la poesía. Pervertir su orden no altera el color de sus atmósferas, el aroma de sus estancias o la fugaz presencia de sus personajes. Un buen relato nos gana, sí, conquistándonos con un paulatino desgranar la anécdota, con su visibilidad y con la permanencia que las brasas de su breve andamiaje dejan en las recámaras de la memoria. ¿Cuántas veces no habremos despertado creyendo que junto a nosotros yace un dinosaurio?

El hilo de cometa que es la novela suele tensarse en cambio poco a poco; va soltando el lastre de sus páginas para que su vuelo adquiera la tersura de una larga temporada, con sus personajes y los asuntos en que se ven enredados. Nos metemos en la novela como en una cabaña en la que nos aguardan algunos desconocidos a quienes poco a poco vamos cogiendo cariño, o por el contrario odiamos, o sentimos algo de simpatía o nos son indiferentes. Sentimos su carne y su piel, lloramos sus amarguras y reímos sus gracias y todo nos parece regido por el mismo orden que la vida nos entrega en sus rutinas. Pero esa organizada maniobra del escritor se nos revelará más grata si su obra resiste a la mirada endiablada de aquel que desoye órdenes y normas y sigue el curso de su lectura por donde buenamente desea en cada momento.

Ejemplos hay. Aunque convertir al libro en un ser vivo no está al alcance de cualquiera. Ya se sabe que todo está inventado. Y son obras excelentes. Las mires por donde las mires, plantean su ficción con la calidad de las mejores historias. No hay que ir demasiado lejos para encontrar obras así, aunque parece que hoy en día el hilo argumental o se sigue a pies juntillas o termina descarrilando la historia: “El Lazarillo de Tormes” no necesita un inicio ni un fin para construir un mundo a la medida de un grandísimo –y anónimo- escritor; tampoco “Rayuela”, de Cortázar; o “Si una noche de invierno un viajero” de Italo Calvino, en cuyo título ya se siente esa fractura extravagante y audaz de la que hablamos.

¡Leamos invertebradamente!

Rompamos la norma y desmigajemos los libros de manera que entre las manos no solo tengamos un montón de páginas repletas de letra y música; ¿por qué no imponer nosotros el ritmo a las historias? Tal vez romperemos la magia de muchos libros, pero también ganaremos amigos, bichos que colearán en nuestras manos y de vez en cuando –seguro- nos mirarán a los ojos directamente y nos preguntarán ¿qué ves? ¿por qué me miras? ¿quién eres? Entonces sabremos que los libros también sienten y en sus páginas se respira el mismo fragor de la poesía. O de los mejores cuentos.