31 de enero de 2008

Maneras de leer un libro

Tenemos la costumbre de disfrutar los libros comenzando en la primera página y acabando en la última. A buen seguro este orden parece el más sensato para obtener la natural recompensa del placer de la lectura, sin embargo últimamente la naturaleza de los libros me resulta más irresistible si soy capaz de perder las buenas maneras y busco un inicio alternativo, una continuación al azar y el final que me apetece, obviando las artes que el escritor ha desplegado para que sus lectores alcancen esas cotas de felicidad que, con paciencia y -porqué no- algo de malicia, se han ido gestando en su mente.

Violar las normas de uso, este orden que va aclimatando al lector en la historia, permite al libro perder parte de su artificiosidad y lo eleva a una categoría de bicho viviente, a criatura con respiración propia. Sin embargo no todos los libros son capaces de sobrevivir a la audacia de su lectura cambiante. Hay libros que obedecen a ese orden de calle con sentido único y si los sacas de su ruta prefijada se extravían o, en el peor de los casos, se accidentan y mueren.

Si hablamos –por hablar, es decir: por decir algo que todavía no esté dicho-, de una novela, aventuramos que en su inicio se desplegará la presentación de los personajes, y ¿cómo comenzar entonces por la mitad? ¿qué osadía es esa de conocer de antemano el final de la historia? Podría parecernos que lo más adecuado es resistir al impulso de leer la última página, pues en ella se encierra el misterio que da sentido a todas las páginas que la preceden... Entonces me pregunto qué pensarán todo ese batallón de páginas que se desvelan por hacernos sentir vivos en cada momento, esas con frases que erigen palacios de fino cristal o cafeterías a media tarde o un día de lluvia en los soportales de una ciudad imposible. ¿Y qué sería de las últimas palabras si las presentamos al inicio?

Está claro que no todos los libros soportan el envite de un lector descreído.

Más fácil lo tiene la poesía, pues no esperamos otra cosa que encontrar en ella, en cada uno de sus versos, el aliento contenido del poeta, el tempus fugit de una vida que a todos se nos escapa como agua entre las manos. Y no nos importa tanto dónde comienza la vida y dónde se viene la muerte de ese libro que llamamos alma o algo tan parecido al alma, el libro de poemas.

Los relatos, ay, funcionan también con la elasticidad de la poesía. Pervertir su orden no altera el color de sus atmósferas, el aroma de sus estancias o la fugaz presencia de sus personajes. Un buen relato nos gana, sí, conquistándonos con un paulatino desgranar la anécdota, con su visibilidad y con la permanencia que las brasas de su breve andamiaje dejan en las recámaras de la memoria. ¿Cuántas veces no habremos despertado creyendo que junto a nosotros yace un dinosaurio?

El hilo de cometa que es la novela suele tensarse en cambio poco a poco; va soltando el lastre de sus páginas para que su vuelo adquiera la tersura de una larga temporada, con sus personajes y los asuntos en que se ven enredados. Nos metemos en la novela como en una cabaña en la que nos aguardan algunos desconocidos a quienes poco a poco vamos cogiendo cariño, o por el contrario odiamos, o sentimos algo de simpatía o nos son indiferentes. Sentimos su carne y su piel, lloramos sus amarguras y reímos sus gracias y todo nos parece regido por el mismo orden que la vida nos entrega en sus rutinas. Pero esa organizada maniobra del escritor se nos revelará más grata si su obra resiste a la mirada endiablada de aquel que desoye órdenes y normas y sigue el curso de su lectura por donde buenamente desea en cada momento.

Ejemplos hay. Aunque convertir al libro en un ser vivo no está al alcance de cualquiera. Ya se sabe que todo está inventado. Y son obras excelentes. Las mires por donde las mires, plantean su ficción con la calidad de las mejores historias. No hay que ir demasiado lejos para encontrar obras así, aunque parece que hoy en día el hilo argumental o se sigue a pies juntillas o termina descarrilando la historia: “El Lazarillo de Tormes” no necesita un inicio ni un fin para construir un mundo a la medida de un grandísimo –y anónimo- escritor; tampoco “Rayuela”, de Cortázar; o “Si una noche de invierno un viajero” de Italo Calvino, en cuyo título ya se siente esa fractura extravagante y audaz de la que hablamos.

¡Leamos invertebradamente!

Rompamos la norma y desmigajemos los libros de manera que entre las manos no solo tengamos un montón de páginas repletas de letra y música; ¿por qué no imponer nosotros el ritmo a las historias? Tal vez romperemos la magia de muchos libros, pero también ganaremos amigos, bichos que colearán en nuestras manos y de vez en cuando –seguro- nos mirarán a los ojos directamente y nos preguntarán ¿qué ves? ¿por qué me miras? ¿quién eres? Entonces sabremos que los libros también sienten y en sus páginas se respira el mismo fragor de la poesía. O de los mejores cuentos.