24 de marzo de 2009

Desencuentros

Laura: Una vez caminaba por la calle enfrascado en no recuerdo qué pensamientos urgentes o graves o ambas cosas a la vez, cuando escuché apenas que alguien me llamaba por mi nombre. Como no me detuve me cortó el paso y me vi en la obligación de alzar la mirada hasta tropezar con el rostro de un joven a quien no conocía o, mejor dicho, no lograba ubicar en ningún contexto donde pudiera determinar quién era, cómo se llamaba, en qué situación nos habían presentado o qué circunstancias habíamos vivido los dos juntos o en compañía de otros. Él repitió mi nombre. Se alegraba de verme. Disfracé mi vergüenza por no reconocerlo con una sonrisa cortés e interpreté aquel encuentro como mejor supe hacerlo. Dije: “¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?”, y muchas cosas así. Frases perfectas para salir del atolladero que además consiguieron engañarlo a él, que creyó mis palabras y continuó demostrando simpatía sin ocultar esa alegría primera que lo urgió a detenerme en mitad de la calle. Como después de un rato era imposible preguntarle su nombre llegó el momento en que no supe añadir nada más a la conversación y bastó este silencio interpuesto entre nosotros para despedirnos uno del otro repitiendo de nuevo lo encantados que estábamos los dos de habernos visto después de tanto tiempo. Cada cual siguió su camino pero yo me marché reemplazando aquellos pensamientos que me envolvían antes de tropezar con él por otros que trataban de abrir las puertas de la memoria, buscando tras ellas una respuesta para ese rostro todavía joven, si bien poblado de una barba de tres días y aquellos ojos oscuros y profundos, apremiantes.

¿Habríamos compartido clase en el colegio? ¿En la universidad? ¿En algún trabajo posterior? ¿Habría sido mi amigo uno de los veranos en la playa? ¿En la villa familiar? (Imposible: lo recordaría.) ¿En qué fiesta de botellas medio vacías y vasos de plástico habríamos coincidido? ¿En casa de quién? Pensé que pronto olvidaría el asunto, pero los días pasaban sin que la luz del recuerdo consiguiera alumbrar ese rostro repetido tan nítidamente ahora como borroso e inútil figuraba en mi memoria.

No he vuelto a encontrarme con él y, si se diera el caso, no dudaría en preguntarle el nombre después de admitir la triste realidad, mi absoluto desconocimiento de su persona. Sigo sin saber quién es, sin embargo este suceso ha causado un gran trastorno en mi vida, pues cuando ahora camino por la calle evito que mis pensamientos se apoderen de mí hasta el punto que voy buscando a mi alrededor, no a él, sino a cualquiera que en un momento dado pueda llegar a reconocerme. Me cruzo con las miradas de los demás transeúntes y me atormentan. Si alguien esboza una sonrisa acudo a ella presentándome, diciendo mi nombre en voz alta, a veces fraguando una nueva amistad si el encuentro ha sido solo una equivocación propiciada por un gesto de respuesta a mi saludo. Hay quien me ha tachado de loco. Algunas mujeres me han llamado acosador al creer erróneamente que trataba de conquistarlas con mi asedio callejero. La frágil memoria de los viejos que tampoco me conocen los obliga a admitirme con un abrazo cariñoso y envían recuerdos para toda la familia.

Temo que un pequeño despiste, una vacilación sospechosa, pueda reproducir una situación como aquella. No resistiría volver a cargar con ese peso agotador de llevar sobre los hombros otro desencuentro semejante. Los rostros se superponen pero, aunque no lo creas, a tí esta tarde sí te he reconocido. No pienses mal de mí, pues ¿cómo podría olvidarte, Virgina?