19 de febrero de 2008

Fantasías de un escritor

Corre un riesgo el escritor –y no es riesgo baladí-: creer, después de un reconocimiento literario, que todo lo que escribe está tocado por la gracia de quién sabe qué númen divino que lo inspira. Hay que llevar un cuidado extremo, no dejarse arrastrar por las alabanzas, pisar bien firme sobre el empedrado de la lucidez para evitar a toda costa que una celebración de lo inusual –el escrito feliz- enturbie con su brumoso revuelo el horizonte al que verdaderamente aspira: la obra honesta.

Está bien el festejo con los amigos, los brindis, la espuma del champán derramada sobre los laureles, pero ya. Después, vuelta al trabajo, a la constancia, a la afanosa tarea de hormiguita que poco a poco va levantando los muros de sus narraciones con esos cimientos tan precisos que son las palabras. Ellas son, al fin y a la postre, las verdaderas protagonistas de la historia. Ellas, las palabras; y no el ego flamante, ni el pensamiento, ni tampoco la bondad de la criatura que las escribe –que las crea-, porque lo que verdaderamente importa sobre todas las demás cosas, es el resultado que de ellas se desprende.

Valiente es el escritor que después de alcanzar sus metas, después de encontrar una voz y elevarla por encima de sí mismo, renuncia por completo a volver sobre sus pasos, a imitarse, a regresar a esa cómoda prenda en la que, por vieja, se siente tan a gusto y es tan fácil de llevar, y ya todo el mundo le reconoce en ella.

Valentía y honestidad, dos sustantivos que parecen trasnochados, dos fantasmas inútiles a quienes nadie hace caso. ¿Nadie?

Escritor es aquel que busca. El escritor es inconformista. Al escritor, lo ya escrito no le sirve para nada. Escritor es quien bucea en los fondos del lenguaje y encuentra en ellos la argamasa para crear un mundo distinto a ese donde tan a disgusto vive. Y si no vive a disgusto, por lo menos piensa que su alrededor es mejorable, y tal vez es sólo la ficción la que puede concederle el amparo que necesita para seguir latiendo, para sentirse vivo. No para vivir, sino para sentir que algo dentro de él resplandece con una extraña belleza.

En el mito de la inspiración han muerto muchos aspirantes. La inspiración no existe, y el trabajo solitario que es la escritura es la única demostración de que la palabra exacta, la justa, termina manifestándose después de muchas horas de insomnios y dolor.

Pero también hay alegría en el proceso creativo: mientras uno escribe sabe que está a salvo, que nada puede ocurrirle. La escritura es bálsamo, es el lenitivo de la culpa, la razón que otorga sentido al errático discurso de nuestros pensamientos, y también el secreto inasible que nos conmueve hasta no poder más, no soportarlo, y tener que descubrir sus intrigas escribiendo.

La escritura es la vida, como el habla es pensamiento.

Ningún escritor deja nunca de escribir, pero muchos escritores dejan de publicar. Son capaces de aplacar a la fiera ególatra que llevan dentro y convivir con sus escritos en la soledad de sus días, como quien convive con sus propias fantasías sin hacer daño a nadie. Por ello son sabios, y por ello merecen toda nuestra ternura y consideración. Querría uno leer de este escritor su obra callada, sus silenciosas palabras que cogen polvo en el fondo del cajón de su escritorio, detrás de una pared, al final de un oscuro pasillo, en una remota casa de provincias. Allí.

Quiero ser yo el escritor silencioso, el que escribe para sentirse vivo, el que goza de sus aciertos en compañía de amigos, y de sus derrotas en la soledad de su hogar. Quiero ser yo ese hombre de mirar perdido que camina inventando historias para todos con quienes se cruza. Quiero ser un hombre tímido y callado, al estilo de Pessoa, que escribió porque necesitaba, e inventó personajes a quienes cargó la autoría de sus obras. Él no, él estaba detrás. Agazapado. Escribiendo.