14 de octubre de 2007

Castillos de naipes

Para levantar un castillo de naipes no basta manejarse bien con la baraja. Es indispensable elaborar una técnica precisa. Conviene no vacilar ni un solo instante. Andarse con mucho tiento. Un paso en falso acarrearía el desplome de toda la arquitectura, y eso es algo que nadie desea. Pretendemos evitar desmoronamientos.

Para comenzar es suficiente descartarse hasta obtener un par de palos completos, sin importar signos y colores: as, dos, tres, cuatro... J, Q y K, lo mismo da que sean de tréboles que de rombos, negras o rojas. Lo verdaderamente importante es el hacer menesteroso del arquitecto.

Se toman las cartas de dos en dos cuidando de asentar, sobre la superficie del tablero donde se levantará el monumento, aquellas con más puntuación en la baraja; emplear las cartas de mayor peso –sietes, ochos, nueves-, para ir formando la base, ese batallón de legionarios en cuyos hombros descansará la cúspide.

Los dedos índice y pulgar son necesarios para encararlas de manera que se apoyen una contra otra en el filo superior, el más estrecho. Con ello obtenemos el primer triángulo del andamiaje, la primera pieza del castillo. Repetir el proceso con otras dos cartas. Es más difícil de lo que parece. Nunca se sirva de pegamentos ni otras mezclas para reforzarlas. Es trampa vil emplear argamasas para unir los bordes; su uso desmerece la osadía del invento y la pena impuesta es la descalificación inmediata y cierta rechifla en consiguientes intentos. Cuando la maña nos permita montar dos triángulos de dos naipes cada uno, deberemos cubrir las cuatro cartas con una quinta que hará las veces de puente, de empalizada. Sobre ella se levantará el imperio de los naipes.

La altura total del castillo dependerá de su base; se ha demostrado que existe cierta regla de proporcionalidad entre la longitud lineal de la base y la distancia que separa la última pareja de naipes de la superficie del tablero. A mayor envergadura, mayor altura, y en esto no se equivoca nadie. Por tanto, es menester repetir el proceso con cinco cartas más, y con tantas otras como sea necesario hasta dotar a la fortaleza del suficiente sustento.

La segunda fila de cartas encima de la primera es una copia exacta de la base, pero en su construcción se exige una destreza mayor, más pulso y la contención propia de un cirujano. Es tarea ingrata el desmonte de la estructura por una torpeza mayúscula de los dedos, por un tropezar tontamente con las cartas que forman la pirámide. Si hemos conseguido la segunda fila, habrá sido a costa de situar cada triángulo sobre la trémula empalizada antes levantada. La segunda fila confiere a la estructura algo de acueducto, algo de vía acuática por donde circulan aguas invisibles.

Con comedida pasión sabremos que la cosa anda bien si todo permanece estable. Los anclajes bien sujetos, los naipes en su sitio. Todo guardando cierto orden artificioso y de una quietud sin par, que tiene más de robusta congregación de tréboles y picas que de hormigón y ladrillo. Nunca han existido edificaciones más bellas que los castillos de naipes, y eso lo saben hasta los mejores arquitectos de oriente y occidente.

No hay que dejar nada al azar. En el colocar las últimas filas de cartas se emplea una intención mesurada, movimientos milimétricos, artes de relojero y esto se ve cuando en la cúspide deslizamos los dos últimos naipes que pueden ser reyes, como ases, como dos treses gozosos que son el broche final de la hazaña que nos mueve. Este par de naipes malabares tienen algo de gloria y mucho de embeleso, pues significan el no va más del sino de los naipes; la razón por la que existen en el azaroso mundo de las cartas. Habremos terminado la proeza cuando, al observar el artificio, contemplemos en la magnífica arquitectura la razón de ser de todos los castillos.

Con la obra terminada uno se sabe vencedor de agitaciones y tembleques, portador de firmezas, de alguna manera conciliador del arte de las manos, del triunfo del hombre sobre la natural pereza de las cartas a mantenerse en pie, a ser algo personas. Y ese dominio del caos tiene sabor a grandísimo general, a endemoniado poder de militares. Por eso todo buen arquitecto de castillos de naipes sabe que al final, con la obra terminada frente a sus ojos, deberá arrancar del tablero que la sostiene, esa primera carta con la que comenzó su labor, y provocar con ello el desmoronamiento de la torre, mover el fiel de la balanza de nuevo en busca del desorden, no sea que las tropas de cartas, ahora sabedoras de su fuerza y templanza, se amotinen con vistas a conquistar el mundo con sus hordas de rojas y de negras, con la sangre y el plomo de los más bravos batallones. Esto es siempre así, y por eso, mal que nos pese, debemos acabar con los castillos de naipes.

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