31 de diciembre de 2008

Humo, aire, nada

No es difícil venir a este rincón en el que apenas cabe una silla y una mesa y parece estar siempre delimitado por una línea de puntos dentro de la cual todo puede suceder, y sucede. No es tan difícil decir adiós a la luz de la tarde o al barrio lleno de vida o a la duermevela de sofá y manta para permanecer durante horas inmerso en la urdimbre que las palabras procuran a los sueños, la tela en que se acunan las historias, los personajes, los detalles. Pero, al contrario de lo que parece, tampoco es del todo placentera la tarea de andar descubriéndose el corazón para mostrarlo despojado de su coraza y verlo después reposar sobre la tela de araña que lo sustenta, tan desnudo, tan solitario, a veces tan dolorido. Porque escribir duele, y no hay peor dolor que el soportado en silencio, pues se escribe en silencio. La única voz que va aflorando con su suave música es la de los recuerdos o la imaginación, y por eso escribir es regresar al silencio de las palabras, al silencio marchito y fúnebre de los recuerdos.

El año languidece y es el momento de hacer balance de los días que hemos ido dejando atrás. Llega el final de un año y uno piensa que es necesario resumir en unas líneas qué ha sido de la vida –de la escritura- durante todos estos meses un poco arrítmicos que se han ido no se sabe cómo, entre lecturas y voces y noticiarios y tranvías y mañanas de tedio en la oficina y noches en que me resisto a ser uno más, uno cualquiera, y por eso me encierro en este cuarto en donde todo es posible si lo escribo.

Hago el balance siendo Víctor Goti y siendo también Fedora, escuchando a ambas voces por igual, con todos los sentidos alerta frente a la vulgar razón y a la osada imaginación. Goti y Fedora. Fedora y Goti.

Y por eso enumero aquí, una vez más en el centro de este círculo de tiza, algunos títulos de los relatos que Fedora me ha ido susurrando al oído y que yo –siendo el Goti razonador y crítico- he tratado siempre de componer con la paciencia del escriba. Ese Goti que he sido y sigo siendo se afanaba en trazar las geometrías de todos esos mundos soñados antes de estar escritos en una hoja de papel, de esos universos envueltos en brumas que ahora empiezan a ser, o tal vez ya sean, el primer borrador de un libro de relatos: “Sillas vacías”, “El sótano”, “Maga”, “Zzzz” o la “Sinfonía de Eugène Taggilo”, etc.

Trataré de acabar el año como me gusta acabar los cuentos: con un final abierto que precisa de la imaginación del lector para completarlo, para redondear el círculo y echar así el cierre a la historia que cabe en un puñado de folios. Por eso ahora, mientras escribo, abro el cuaderno en donde mes a mes voy haciendo capítulo de lecturas y me doy cuenta de las deudas. Percibo en esas voces muchos pálpitos que también resuenan en mi escritura: resonancias, la respiración de esos otros mundos que alumbran mi propio mundo. En justicia debo honrarlos aquí con debida y cronológica enumeración: Vladimir Nabokov, Eloy Tizón, John Cheever, Carlos Castán, Rilke, Simone de Beauvoir, Juan Benet, Lewis Carroll, Bulgàkov, Edgar Allan Poe, Andrés Neuman, Manuel Talens, Mohamed Chukri, Ramón Gómez de la Serna, Robert Walser, Italo Calvino, Natalia Ginzburg, Marc Granell, Julio Verne, Antón Chéjov, Thomas Mann, William Faulkner, José Moran, Kafka, Kawabata, Juan Ramón Jiménez, Roland Barthes, Carmen Martín Gaite, Cristina Peri Rossi, Guadalupe Royán, Fernando Pessoa, Julio Cortázar, Truman Capote... y muchos otros sin cuya escritura, ¿qué podría decirse de mi propia escritura? Quizá este final no sea tan abierto como el de un cuento, porque la respuesta a esta cuestión a lo mejor sí la sé: humo, aire, nada.

13 de diciembre de 2008

My blueberry nights - Wong Kar-wai

Como un pintor que extiende sobre el lienzo los colores de un crepúsculo, de un abismo, o del leve roce de labios entre un hombre y una mujer que se aman sin todavía saberlo, así dibuja Wong Kar-wai uno a uno los rincones de su filmografía. En cada plano de su última película se recoge ese mismo fulgor impagable de neones y automóviles y rostros abrumados y trenes que atraviesan fugaces las calles de una noche oscura, todos los óleos de una luminosa paleta de sentidos.

Las tres historias que se van desplegando sobre el tapiz de My blueberry nights (2007) narran desde el detalle, desde lo ínfimo, desde la sugerencia: un pedazo de tarta con helado de vainilla se devora igual que se arrasan dos cuerpos entre las sábanas invisibles de una cafetería neoyorquina; la noche que nos juramos beber por última vez en la vida esa copa de vodka que nos gana una batalla puede anticipar, sin más, nuestra última noche; y ¿qué significa realmente ganar una partida a las cartas si todo lo demás se pierde?

Estas historias que se enlazan una tras otra, consolidan los temas del director honkonés: el amor, sus raíces, sus bifurcaciones. Ese árbol que no deja de crecer. La pérdida siempre amarga del amor es pintada aquí con el azul espeso y hondo de los abismos; el fin de una amistad con el oro de luz de los desiertos, y el amor naciente con el rojo luminoso de los neones, con el dulce chocolate de un bizcocho preñado por la crema. Revive su tema, el amor, sacándolo de su bolsa plastificada, de estas absurdas comedias románticas norteamericanas, limpiándolo de polvo y caspa para garantizarnos que la pasión y el deseo todavía siguen siendo imperecederos, permanentes y por siempre revisables, otra vez abordables. Sin rubor, con poesía.

No hay brillo que se apague en My blueberry nights. Esta explosión del verde, del rojo, del amarillo, del azul, que a grandes trazos va pintando toda la película, se extiende también con la misma intensa deflagración a los pequeños detalles: llaves que abren o no abren puertas, ventanas siempre cerradas, cristales a través de los que vemos sin ver apenas, ópticas de la cámara distorsionadas justo cuando el horror se mezcla con la rutina. Un mundo de incomunicación y azar que conserva todos los matices de esa otra obra maestra -y al mismo tiempo imperfecta, veloz, claustrofóbica, bella- que es Chunking Express (1994).

Fiel a sí mismo, fiel a su cine, a sus historias, explorador del color, ha mantenido intacto el barroquismo formal que ya trazó con rigor en los fogonazos verdeazulados de los amantes de Happy Toghether (1997); en los sombríos ocres de In the mood for love (2000); y hasta en su pieza The hand, rodada para la película Eros (2004).

Todavía hay un hueco en el cine para aquellas miradas diferentes y virtuosas que arrojan su propia luz sobre el mundo, su paleta de colores.

Wong Kar-wai piensa sus películas a lápiz, con una endeble mina de grafito, apenas las perfila, pero cuando se arrellana en el sillón de director, cuando el equipo de técnicos enmudece y la claqueta chasquea para dar paso a la voz de los actores, se convierte en uno de esos maestros que, como Tiziano, Picasso, Stendhal, diseñaban un nuevo mundo a la medida del hombre. Un mundo de profundo color y rabiosa armonía.