30 de abril de 2008

María Iribarne

Siempre hay quien termina mal después de pasar varios meses leyendo Anna Karenina, y los hay que entregan un volumen destartalado a la bibliotecaria como sellando su última voluntad semanas antes de cometer un crimen. Días después el mismo joven abandona sobre el mostrador Madame Bovary luciendo en las pupilas el desgarrón venenoso de un frasco de cianuro. Al gesto encendido tras devolver Lolita le siguen las palabras de El amante, admirando por última vez la hermosura de un rostro devastado.

Esta noche lluviosa un chirrido en la ventana y el recuerdo del nombre de su carnet de préstamo han avivado mi curiosidad. Maldita mi suerte. Al abrir la puerta del dormitorio me he encontrado con él, su pelo empapado, un ejemplar de El túnel en el bolsillo de su chaqueta y el brillo del acero en su mano derecha.

Sólo he podido susurrar: ¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?

23 de abril de 2008

Samosas y falafel

Para vosotros:

Adolfo, Ana F., Ana L., Andrea,
Guadalupe, Guillem, Julia,
Manuel, Marc, Marga, Maxi,
Nieves, Pepe, Santi, Sergio


No es del todo falso que un hombre hechizado por la lectura termine llenando las alforjas de la memoria con ese puñado de libros que, a lo largo y ancho de su existencia, han contribuido a mejorarla o engrandecerla o acaso comprenderla. No es menos cierto que ese viaje que el lector emprende portando en el hombro el único hatillo de los libros solos puede muy bien tornarse en un laberinto confuso donde es frecuente perder el hilo de la realidad, los pies en el suelo, la línea recta que separa el bien del mal, lo razonable de lo absurdo, lo práctico de lo inane.

Ocurre entonces en la vida –sería el mes de septiembre- que uno se encuentra en una terraza de verano junto a las opiniones dispares y a veces enfrentadas de tres mujeres y tres hombres que se empeñaban en sacar conclusiones de un mundo demasiado viejo e injusto para que, con un gintonic en la mano, fuéramos capaces nadie de arreglarlo en una tarde.

Recuerdo muy bien la escena, el principio de todo, el cabo del cordel que merecía prenderse bien fuerte y no soltarlo para ir luego tirando de él, a lo largo de otros muchos días de risas y cervezas, antes de que aquellos hombres y mujeres comenzáramos a reconocernos como grupo, a crecer semanas después en el fondo solitario de una cafetería libre de humos, a tratar de ser –siquiera un poco- pensadores libres, algo filósofos todavía ignorantes del mundo y, hoy, amigos.

Acordamos una nueva fecha y llamamos a nuestra tarde, tertulia. Llovía, y en ella conseguimos desentrañar el lirismo galo de las Almas grises de Philippe Claudel, ese paisaje nuboso de la desolación del hombre en las retaguardias de una guerra. Tono, vaivén temporal, grafismo escénico, cinematográfico. No conformes con el desarme de las piezas que componían la novela, recuerdo que apuntábamos en pequeñas libretas las consignas de otras lecturas que cada uno de nosotros ofrecía como el santo y seña de un milagro: El abrecartas, Los girasoles ciegos, El sol de los Escorza... ¡Tantos libros por leer y tan poco tiempo! Porque el tiempo pasa así de rápido cuando se está entre criaturas de la misma especie con quienes basta una mirada sobre las páginas de un libro para comprender un poco mejor el mundo, o a uno mismo.

El mes siguiente manejábamos con mayor pericia la estructura de la novela dialogada de Sandor Marai, El último encuentro. El odio velado de dos amigos que después de años de ausencias deciden conversar en torno a un vacío, alrededor del hueco que dejó entre ellos el desamor, o el amor por la misma mujer, o el rencor de saberse responsables únicos de su larga enemistad. Volvieron los apuntes en letra menuda de todos esos libros pendientes de leer. El hilo de la conversación se quebraba, se introducía en el aire un cierto inconformismo político, y finalmente el amor por la literatura nos reunió por última vez antes de terminar el año para diseccionar entre todos la novela de un amigo con él presente, La cinta de Moebius, de Manuel Talens.

Fue un día lluvioso de diciembre. La cafetería de siempre, ahora ya tan nuestra, nos veía de nuevo las caras sonrientes y escuchaba de bocas llenas de espuma de cerveza, de vinos y entusiasmos, la efervescencia contagiosa tras la lectura de un libro honesto que había roto con todos los convencionalismos para demostrar que todavía es posible reinventar la narrativa. Al hacerlo, Talens había tomado la grave decisión de abandonar los presupuestos artísticos de la novela tradicional sin por ello dejar de lado la poesía y dando una vuelta de tuerca al eterno interrogante: ¿realidad o ficción? Talens plantaba cara a un mercado (¡qué palabra!) en el que las novelas ocupan las estanterías lo mismo que si fueran latas de Coca-Cola, o bolsas de patatas; algo que abrimos, devoramos y arrojamos al contenedor sin recordar ni una sola palabra de lo leído, y sin que el libro en cuestión nos cambie ni un ápice, no ya la vida, eso es demasiado, pero sí la manera de pensar, la forma de vivir mientras estamos por aquí. Un libro para soñar despiertos y vivir soñando: La cinta de Moebius. No lo olviden.

Semanas después dimos una oportunidad al género, prodigioso y seductor, del relato breve. A Velocidad de los jardines fuimos acercándonos poco a poco; con la prudencia del aventurero que se adentra en un paraje desconocido con la ilusión de encontrar en él el gozo del surrealismo unido a altas dosis de exquisitez poética. Recuerdo también que pronto se formaron dos facciones, dos grupos de apoyo, dos visiones de la literatura (tal vez del mundo): aquellos que apostaban por las últimas narraciones del libro -más conservadoras pero no por ello menos poéticas y rompedoras que las demás-, y los otros, el grupo más radical, que se debatían entre los dos o tres primeros cuentos del libro, los más osados y que precisan -creo-, una lectura más cómplice que los últimos... En Velocidad de los jardines las apuestas son a doble o nada. Blanco o negro. Velocidad o pausa. Sin términos medios.

Los meses han ido pasando como han pasado muchos otros libros por nuestra mesa de la cafetería siempre repleta de samosas y tablas de falafel, urdiendo cada vez con más brío las tramas de una amistad tejida a partir de lecturas y alcohol, de conversación y sinceridad, de abrir mucho el corazón frente a los demás, para saber un poco más de cada uno de nosotros, como también de uno mismo, de cómo podemos vivir el juego de nuestra cotidianidad siendo un poco más lúcidos, sin que por ello renunciemos a la felicidad. Las demás lecturas –Las amantes de Jelinek, el Diario de un mal año de Coetzee- y las que vengan, nos sirven de pretexto para encontrarnos los unos con los otros mientras entre todos andamos el camino de la lectura compartida, del intercambio y de la singladura siempre bella de la conversación.

Hemos sido -y seguiremos siendo- lectores, pero este texto no trata de ser una despedida, sino la descripción de un principio. Desde septiembre hasta abril han transcurrido nueve meses. Uno no recuerda ese tiempo en el que fuimos un feto dentro de una placenta, pero sí el tiempo que viene después. En ese tiempo aún por venir tal vez los cursos de nuestras lecturas fluyan por otros derroteros y, sin embargo, que llegue o no llegue ese día importa bastante poco. Lo verdaderamente increíble es descubrir que, más allá de las páginas de un libro, existe un lector que aporta su punto de vista, y esto significa que un libro no tiene lectores, sino que cada lector escribe, al leerlo, su propio libro.

En nuestra tertulia ¿os habíais parado a pensarlo?, somos un libro y muchos libros, somos kamikazes que pretenden cambiar el mundo, somos jueces pero nunca policías; añoramos la verdad mientras la verdad anda distraída no se sabe bien por dónde, somos filósofos sin dogmas y ningún manual de instrucciones nos parece suficiente para que nos gobierne. Y también, por qué no decirlo bien alto, somos un montón de buenos amigos.

Nos vemos en la próxima.