22 de junio de 2009

Gestos – Una fotografía de Marcelo Royán

Me han contado que el autor de este retrato tropezó con su dueño en el parque del Retiro de Madrid, a la salida del metro. El personaje era un italiano bohemio, algo cómico en sus maneras, aspecto de vividor empedernido y estudiada pose de trasnochador de bodeguilla. Al descubrir la réflex colgada del hombro del fotógrafo y la mirada curiosa de quien anda siempre buscando el instante para congelarlo tras el ojo de la cámara, el italiano no dudó en pedir ser retratado. Fiel a su alma exhibicionista, se fue dejando llevar por el dislate de las muecas, la contorsión de los labios, el asalto de la expresión sofocada, el desplante de una lengua enrojecida que no hacía sino empañar sus gestos cada vez que el fotógrafo le apuntaba con la cámara. Éste, algo aburrido, a punto estuvo de abandonar la sesión. Pero decidió esperar.

El italiano seguía practicando todo un teatro de lo grotesco entre las hayas del Retiro; se sumaba a las risas de los paseantes, hacía el pino imitando a las ardillas; contemplaba, impávido, una luna inexistente sentado junto a un quiosco. El fotógrafo, con pulso de cazador, enfocaba y desenfocaba un zoom arriesgado buscando el instante propicio. Click. Click. Paciencia, se decía, ya llegará el momento.

El italiano se tumbaba sobre la hierba. Abría los brazos y las piernas, miraba y dejaba de mirar el ojo de la cámara. Con tanto ahínco cosechaba la sinrazón del gesto que el fotógrafo se preguntaba si, en verdad, detrás de aquel rostro había un hombre o solo una marioneta. Pero seguía disparando: click, click. Una mueca saltarina. Click. Un parpadeo. Click. Un fruncir los labios y la frente y las mejillas y las manos sobre la cabeza y otra vez el baile de las máscaras.
Todas las señales daban por concluida la sesión: cada vez eran menos los paseantes, menos las palomas que los merodeaban, más escasa la luz que daba color a aquella tarde que comenzaba a declinar. El italiano sonreía, mostrando una decena de dientes. El fotógrafo, en cambio, esperaba su momento. Click.

Terminó el alboroto. Tal vez cansado de lo variopinto de sus gestos, el títere dio por concluida su representación. El demonio que llevaba dentro dejó de agitar los brazos, las piernas. Dejó de meter barriga y relajó los hombros. El italiano, con el rostro sereno y la mirada recobrada de quien despierta de una pesadilla, regresó de su opereta de salón. Entonces llegó el click definitivo. El click de la magia. La perfecta sintonía de un dedo que acciona un pulsador mecánico y la mirada de un hombre que por fin admite su tristeza, su singularidad, su frescura. Acaso también su grandeza. En la pupila de la cámara se concentró la honda expresión de aquel hombre que hasta ese momento no hacía sino interpretar personajes asediados por las luces de las candilejas.

Y el rostro fue. Y el fotógrafo lo encontró bello. El click consiguió derribar el adobe de los muros cimentados sobre el barro. El click celebró la melancolía de una piel atezada por el Sol. Surgió el resplandor de los matices, los gestos de pura tranquilidad y entrega, los labios cuarteados de morder el mundo, la huraña ternura del viajero, el brillo en los ojos de quien descubre que más allá de las fronteras se está siempre solo.

“Yo soy así”, dice el hombre.
“Esto es un hombre”, dice la fotografía de Marcelo Royán.

Este es el hombre del gesto recobrado.

Fotografía "Gestos" © Marcelo Royán
http://www.flickr.com/photos/marcelorg/3405422334

27 de mayo de 2009

Caminar por el aire

Alguien me contó un día que el escritor se parece mucho a esos personajes de los dibujos animados que llegan a un precipicio y continúan andando sobre el vacío, felices, ignorantes, sin darse cuenta de que caminan por el aire a muchos metros del suelo. No sienten vértigo ni espanto, los guía una fuerza mayúscula que los empuja y los ciega. Sin embargo llega un momento de este paseo feliz en el que el personaje descubre bajo sus pies el abismo insondable y la remotísima tierra donde probablemente augura que verá su cuerpo aplastado.

Ese es el instante de lucidez el escritor. Una bombilla se enciende sobre su cabeza: hasta entonces el escritor escribía por el placer de escribir, la inspiración y el aliento lo llevaban donde no lo llevaban las ideas o la razón; pero después de haber estado andando un largo trecho, se descubre a sí mismo en el aire y vacila cada uno de los pasos que quiere dar para seguir adelante. Se ha llegado entonces al momento mágico de la creación, para el que existe un secreto que sólo susurran, después de muchas copas y risas, los escritores más veteranos.

El secreto es este (mi amigo escritor me lo confesó todo, un poco ebrio): para mantenerse suspendido en el aire sin caer al abismo es necesario cogerse del pelo y tirar hacia arriba. Sólo de esta forma, con esta obstinación de Hércules enloquecido, se puede sobrevivir a la escritura. Hay que seguir caminando por el vacío, mantenerse en el aire. No hay camino, porque es invisible. Estás gravitando y el borde del precipicio queda ya demasiado lejos como para volver atrás. Tampoco puedes permitir que tu cuerpo se haga añicos contra el suelo.

En este asunto hay una felicidad y una miseria. La felicidad es volver la vista atrás y contar la baldosas que flotan en el aire por donde hemos pasado: esas baldosas las has inventado tú, pues antes no estaban, sólo había un gran vacío y abajo el precipicio. La miseria y sinrazón del asunto es el camino que queda por delante: incierto, huidizo. Tanteas con la punta del pie si allí delante hay otra baldosa como las que has ido dejando atrás y no lo sabes hasta que no saltas sobre ella. Pero tienes que creer en ella. Tienes que soñarla con fuerza. Y sujetarte por el pelo. Y tirar hacia arriba. Y dejarte llevar por la ilusión de que allí sí hay, en verdad, otro peldaño.

Yo confío en que todavía quedan peldaños por delante, pero también tengo miedo de que no sean estables, o suficientemente sólidos como para aguantar mi peso y que llegado el momento de poner el pie en ellos no puedan sostenerme y me venza entonces el delirio de la caída.

Creo que no. Quiero pensar que no. Aún soy un dibujo animado y puedo tirar de mi pelo para andar por el vacío sin miedo, con convicción.

Incluso con los ojos cerrados.

22 de abril de 2009

Mundo escrito y mundo no escrito

Tengo dentro lo escrito y lo no escrito. Las palabras que ya he caligrafiado sobre el papel y también las palabras que aún no he escrito. Yo amo esas palabras que no he escrito. Amo las palabras que aún no he escrito.

Este deseo se retuerce. En lo más hondo gime un dolor agudo por reconocer el rostro de lo no escrito y por volver a ver el rostro de lo escrito. Hay dos rostros: uno existe, el otro no.

Lo no escrito existe si cierro los ojos para mirarlo. Respira. Es orgánico. Cerrar los ojos es atarse con las dos manos la venda que dirige la mirada adentro, donde lo no escrito vive. La palabra no es más que una huella apenas visible de eso que dentro se agita. De eso que dentro aún respira. Una huella que respira. Las palabras son los trazos emborronados que quieren significar un algo, el paisaje de un algo, el mapa que define los contornos de ese algo y delimita su forma y le da abrigo y entonces es. Porque está escrito y las palabras son como la sangre corriendo por las venas de lo escrito.

Lo que ya está escrito en el papel entabla una conversación con lo no escrito, con lo que nunca he escrito. Lo escrito le habla a lo no escrito como la voz que habla a un silencio que luego será voz. Emitirá su réplica. Lo no escrito es una voz. También es una voz, como lo escrito. Una voz que no se calla. Lo no escrito es una voz que no se quiere callar. Y en este debate en el que uno habla y el otro asiente en silencio no es menos elocuente aquello que nunca se ha dicho que lo que sí se ha dicho. La voz de lo no escrito me persigue, me despierta por las noches o no me deja dormir. Incansable en su batalla por brotar en nuevas ramas que serán, después, lo que se escribe.

Lo escrito brilla con su propia luz e ilumina lo no escrito, que es una luz apagada. Son dos mundos en constante movimiento. La dialéctica perturbadora entre el ser y el no ser. Entre lo escrito y lo que no está escrito.

Entonces vengo aquí, a este cuaderno que sostiene el peso débil de mi caligrafía y se deja penetrar por ella sin emitir una queja, y lo no escrito comienza a ser lo que ya está escrito. Lo no escrito deja de existir y sólo existe lo escrito. Esto. Lo que ahora estoy escribiendo y luego vendrás tú para leerlo. Leerás lo escrito. Pero no podrás leer lo no escrito.

Lo que no te he contado es que lo no escrito sigue latiendo dentro después de haberlo escrito. Porque lo no escrito permanece dentro. Lo no escrito queda dentro. No ha salido. Se refugia en lo hondo. Sólo ha brotado lo escrito. Esto que estás leyendo no es, ni será nunca, lo que yo no he escrito. Será otra cosa. Lo no escrito no será.

Hay dos mundos: el mundo escrito y el mundo no escrito. Yo persigo el mundo no escrito y sólo obtengo el mundo escrito. Me esfuerzo por conseguir que un día salga a la luz lo no escrito, pero lo no escrito se resiste. Lo no escrito sólo puedo leerlo si cierro los ojos y miro adentro. Si me tapo los oídos y escucho adentro. Si consigo que las palabras desaparezcan y con todos los sentidos alerta, me sumo en el placer que provoca lo no escrito. En ese vértigo de lo no escrito. Aún no lo he conseguido. Lo no escrito resbala como agua entre los dedos. Lo no escrito no es. Entablo esta batalla que he perdido de antemano. ¿Por qué?

Ahora sé que jamás podré escribir lo no escrito. Entonces cierro los ojos para mirar lo que no he escrito. Para que fluya. Para que sea. Y, aunque no pueda compartirlo, me doy cuenta de que hay un lector para lo que aún no escrito: ese lector soy yo.

24 de marzo de 2009

Desencuentros

Laura: Una vez caminaba por la calle enfrascado en no recuerdo qué pensamientos urgentes o graves o ambas cosas a la vez, cuando escuché apenas que alguien me llamaba por mi nombre. Como no me detuve me cortó el paso y me vi en la obligación de alzar la mirada hasta tropezar con el rostro de un joven a quien no conocía o, mejor dicho, no lograba ubicar en ningún contexto donde pudiera determinar quién era, cómo se llamaba, en qué situación nos habían presentado o qué circunstancias habíamos vivido los dos juntos o en compañía de otros. Él repitió mi nombre. Se alegraba de verme. Disfracé mi vergüenza por no reconocerlo con una sonrisa cortés e interpreté aquel encuentro como mejor supe hacerlo. Dije: “¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?”, y muchas cosas así. Frases perfectas para salir del atolladero que además consiguieron engañarlo a él, que creyó mis palabras y continuó demostrando simpatía sin ocultar esa alegría primera que lo urgió a detenerme en mitad de la calle. Como después de un rato era imposible preguntarle su nombre llegó el momento en que no supe añadir nada más a la conversación y bastó este silencio interpuesto entre nosotros para despedirnos uno del otro repitiendo de nuevo lo encantados que estábamos los dos de habernos visto después de tanto tiempo. Cada cual siguió su camino pero yo me marché reemplazando aquellos pensamientos que me envolvían antes de tropezar con él por otros que trataban de abrir las puertas de la memoria, buscando tras ellas una respuesta para ese rostro todavía joven, si bien poblado de una barba de tres días y aquellos ojos oscuros y profundos, apremiantes.

¿Habríamos compartido clase en el colegio? ¿En la universidad? ¿En algún trabajo posterior? ¿Habría sido mi amigo uno de los veranos en la playa? ¿En la villa familiar? (Imposible: lo recordaría.) ¿En qué fiesta de botellas medio vacías y vasos de plástico habríamos coincidido? ¿En casa de quién? Pensé que pronto olvidaría el asunto, pero los días pasaban sin que la luz del recuerdo consiguiera alumbrar ese rostro repetido tan nítidamente ahora como borroso e inútil figuraba en mi memoria.

No he vuelto a encontrarme con él y, si se diera el caso, no dudaría en preguntarle el nombre después de admitir la triste realidad, mi absoluto desconocimiento de su persona. Sigo sin saber quién es, sin embargo este suceso ha causado un gran trastorno en mi vida, pues cuando ahora camino por la calle evito que mis pensamientos se apoderen de mí hasta el punto que voy buscando a mi alrededor, no a él, sino a cualquiera que en un momento dado pueda llegar a reconocerme. Me cruzo con las miradas de los demás transeúntes y me atormentan. Si alguien esboza una sonrisa acudo a ella presentándome, diciendo mi nombre en voz alta, a veces fraguando una nueva amistad si el encuentro ha sido solo una equivocación propiciada por un gesto de respuesta a mi saludo. Hay quien me ha tachado de loco. Algunas mujeres me han llamado acosador al creer erróneamente que trataba de conquistarlas con mi asedio callejero. La frágil memoria de los viejos que tampoco me conocen los obliga a admitirme con un abrazo cariñoso y envían recuerdos para toda la familia.

Temo que un pequeño despiste, una vacilación sospechosa, pueda reproducir una situación como aquella. No resistiría volver a cargar con ese peso agotador de llevar sobre los hombros otro desencuentro semejante. Los rostros se superponen pero, aunque no lo creas, a tí esta tarde sí te he reconocido. No pienses mal de mí, pues ¿cómo podría olvidarte, Virgina?

22 de febrero de 2009

Una pequeña biblioteca

Me pide un amigo que le confeccione un listado de cuatro o cinco libros imprescindibles que hayan condicionado mi existencia, mi vida lectora y también la otra. Imposible. Por más que me esfuerzo, nada. No es tarea fácil desestimar de entre todas, solamente unas cinco obras que han sobrevivido a sus autores y aún hoy mantienen esa calidad y supremacía sobre las demás. Por eso pensé en una lista triple. Una lista dividida en tres partes, cada una de las cuales va elevando el nivel de dificultad lectora progresivamente, pero no tanto por la complicación de su trama -más bien al contrario- o de su enunciación narrativa, o su estilo, sino por la cantidad de “lecturas” que pueden hacerse de cada uno de estos libros. Por ejemplo, los libros de la tercera parte son, a la vez, muchos libros.

Esta es la lista:

Primera parte:

-A sangre fría - Truman Capote
-Ensayo sobre la ceguera – José Saramago
-La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios - Eduardo Mendoza
-El país de octubre, Crónicas marcianas, Fahrenheit 451 - Ray Bradbury
-Solaris - Stanislav Lem
-Pasaje a la India - Forster
-Trilogía de Nueva York, Leviatán, El palacio de la luna – Paul Auster
-Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí – Javier Marías

Segunda parte:

-El túnel – Ernesto Sábato
-Cuentos completos – Julio Cortázar
-Cien años de soledad - Gabriel García Márquez
-El proceso, La metamorfosis y todos sus relatos – Franz Kafka
-La muerte en Venecia – Thomas Mann
-Entre visillos - Carmen Martín Gaite
-Jacob Von Gunten - Robert Walser
-Madame Bovary – Gustave Flaubert
-El pabellón de oro - Yukio Mishima
-Todas las novelas de Colette
-Cuentos – Antón Chéjov
-Anna Karenina – Leon Tolstoi

Tercera parte:

-Velocidad de los jardines – Eloy Tizón
-Rayuela - Cortázar
-El cuarteto de Alejandría - Lawrence Durrell
-Primera nieve en el monte Fuji, País de nieve – Yasunari Kawabata
-Pedro Páramo - Juan Rulfo
-La señora Dalloway, Las olas - Virginia Woolf
-Lolita, Ada o el ardor - Vladimir Nabokov
-La geometría del amor - John Cheever
-El astillero – Juan Carlos Onetti
-El sonido y la furia – William Faulkner
-En busca del tiempo perdido – Proust

Es indudable que después de leída la lista afloran muchas otras obras magníficas que no han sido incluidas... la razón es obvia: un listado “completo” sería interminable, y necesario, por tanto, un espacio infinito como la biblioteca de Babel del relato de Borges.

15 de enero de 2009

Carson McCullers (1917-1967)


He recibido tu fotografía. Ríes. Los párpados apenas entreabiertos. Tu rostro límpido bullendo hacia mis ojos. Disimulas tu cuerpo enfermizo y frágil bajo una blusa radiante; el cuello abotonado como un lacre que pretende esconder horribles tempestades, naufragios, alcoholismo. Pero tú ríes. Una carcajada flota en Central Park para nosotros y esta risa tuya escapa de entre los dientes para llegar a herirnos como una bala de plata. Porque hay algo salvaje en tu risa: tiene algo de arma recién disparada, como también algo de aliento agónico, de preludio antes de la muerte, de enfermedad enquistada en el fondo de la risa.

Quisiste ser recordada así: riendo a carcajadas sobre una roca desnuda una tarde de primavera; feliz como nunca fuiste, alegre como un pájaro que trina sobre una rama sin saber por qué trina, ni falta que le hace. Tus ramas eran las historias que nos has dejado; tu árbol, la escritura. Y tú ríes con los brazos levantados al cielo azul de Manhattan, tu risa brotando como el agua, tus ojos mirando hacia dentro, hasta el fondo de la imaginación, laberinto intrincado donde el amor acechaba en cada recodo, en cada pasadizo, en cada vuelta a empezar el camino buscando una salida.

Rostro de niña enferma, frente despoblada, flequillo de institutriz, manos pequeñas de muñeca rota. No eras una mujer bella, pero creaste un mundo de pura belleza.

Por primera vez no miras a la cámara, no ensayas un rostro de escritora que más tarde decorará la solapa de tus libros; aquí eres tú misma, sólo tú y esa risa que galopa hasta nosotros, confundiéndonos, hiriéndonos. Tienes veinticuatro años, la mitad de tu vida, y ya has conocido el éxito. La crítica festeja con champán tu primera novela, un éxito de ventas. ¿De eso ríes? La mitad de tu vida a los veinticuatro años y comienza tu andadura hacia el ocaso, ¿podías sospecharlo? Después vendrán los otros días, el infierno de la página en blanco, la triste razón del escritor solitario, demasiadas tardes de alcohol, de cigarrillos y de lágrimas que no llegan a humedecer tu rostro porque te nacen dentro. Pero aquí, en esta fotografía, ríes. Una luz surge de alguna parte. Del cielo, de las ramas de los árboles, de los pájaros. Una luz inunda el fondo de tus ojos y los cierras con el gesto de tu risa para enjaular la belleza y guardártela dentro, para más tarde, para cuando llegue el instante de ponerte frente a la máquina y escribirnos otra historia, esta historia tuya de la risa, de las lágrimas y de la bala que mata en la mitad de una vida, disparada entonces, en Central Park una tarde de primavera, eras tan joven.

Y la risa, ahora que la risa es este instante de blusa almidonada, de suerte recién echada en la ruleta que gira a golpe del tambor de una máquina de escribir cuya cinta negra jamás deja de avanzar. Y después la muerte, eras tan joven. Tu risa, que martillea los folios y los convierte en poesía. Tu risa.

Carson, he recibido tu fotografía. Todavía ríes.

Fotografía © Louise Dahl-Wolfe, 1941