31 de diciembre de 2007

La pagina en blanco

Ha pasado largo tiempo desde la última vez que me encontré con Fedora, y ya estaba echando de menos su presencia fugaz, su sonrisa afrutada y esa manera tan suya de lucir las brumas de la imaginación, como si de repente vinieran todas las palabras asomando al filo de sus pupilas brillantes, o como cargando en sus manos dos enormes bolsas repletas de sueños.

-No esperaba encontrarte por aquí, Goti. Me causa un enorme placer saber que sigues en la brecha, que el desaliento de la creación no ha podido contigo.

Por un momento no supe si hablaba del profundo abismo que se abría ante nosotros –la cima de una montaña nevada- o de ese terror que nace ante la página en blanco en el instante previo a la escritura. Sin duda mi rostro un tanto febril ofrecía pistas suficientes para que Fedora supiera que ambas cosas significaban el mismo vértigo implacable.

-Piensa que la creación tiene también sus demonios –continuó-, sus seres tenebrosos, cierta magia negra que puede asediar tu voluntad y arrastrar tu ánimo hasta allá abajo – Fedora señaló el fondo del precipicio, en donde se agitaron extrañas sombras, movidas por quién sabe qué fuerzas enigmáticas.

Soplaba viento del norte y el cielo comenzaba a desaparecer detrás de los picos alpinos, arrugándose con un color de ceniza lavada. Exhalé un breve aliento de humo y traté de refugiarme un poco más dentro de mi abrigo de felpas. El cuerpo inasible de Fedora no cedió al trémulo desasosiego de la tarde, al frío incontenible de las montañas, y por un momento me pareció que su mano era la depositaria de todos los colores del horizonte. Confirmé mis sospechas al descubrir que, con un suave movimiento de su pincel, Fedora comenzó a perfilar pequeños trazos sobre la nieve; los picos más lejanos adquirieron tonos primaverales, poco a poco dibujó sobre las blancas cumbres ondulaciones verdosas, el marrón silvestre de su brocha transformó la tierra húmeda, y de un plumazo liberó a los abetos de su carga de hielo.

El paisaje nevado fue derritiéndose frente a mí hasta que dejé de sentir el frío que atenazaba mis músculos y tuve que desabotonarme el abrigo. Fedora dejó entrever una sonrisa de ironía y yo me dejé llevar por un instante de felicidad creadora.

-¿Lo ves, Goti? No hay nada que no pueda cambiar si le echas un poquito de imaginación.

-Pero tú has regresado a la primavera, Fedora. O ¿te has adelantado hasta ella? Dime, ¿qué es esto? –pregunté, arrebatándole el pincel-, ¿una máquina del tiempo? ¿una varita mágica?

Armado con el pincel, extendí mi mano hasta el borde dorado del sol, pero mi intención de volverlo de plata, de convertir el cielo –ahora azul y nebuloso- en el manto estrellado de una noche de estío, naufragó y quedé extrañado y atento a la mirada de Fedora, en la que se adivinaban visibles muestras de ternura.

-Me habrás oído decirte esto antes: ¡No cambiarás nunca, Goti! Me parece a mí que esta manera de estar tú y yo juntos, este vernos tan de vez en vez, no te sirve de nada. Aprende: ¿acaso no sabes que esto no existe?

Fedora tomó de nuevo el pincel, levantó un brazo y al paso de las hebras por el paisaje, el cielo fue llenándose de ladrillos, la tierra reverdecida a nuestros pies cobró el aspecto de un parquet laminado y las montañas y abetos se juntaron en una sola cosa adquiriendo finalmente una nueva textura mobiliaria: estanterías repletas de libros, el marco de una pequeña ventana y, brillando sobre el escritorio, perfilándose en la pantalla de azul oceánico, fueron apareciendo los caracteres de este texto que ahora lees, amable internauta, tal vez con una sonrisa en los labios.

Me descubrí en mi habitación en sombras con un cigarrillo marchitándose en el cenicero, tratando de escribir una entrada entre lírica y simpática para mi bitácora circulodetiza.blogspot.com. Esta misma entrada, escrita en esta misma habitación, bajo la influencia de su voz, de su susurro inaudible.

-¿Qué pretendes Fedora?

Mi curiosidad crecía y era inevitable que también me preguntara dónde habían ido a parar las cumbres nevadas, dónde los abetos, y qué había ocurrido con la primavera si todo se había tornado, mágicamente, en estas cuatro paredes apenas iluminadas por el sol de una tarde de invierno.

-No pretendo nada –dijo-. No hay nada peor para la literatura que la pretensión. Un texto pretencioso no puede tener otro final que la papelera. Ningún lector querrá jamás que tú le digas, Víctor Goti, cuál es tu verdad, tu realidad. ¿No has aprendido todavía la diferencia entre decir y mostrar? Usa tu imaginación, mira a tu alrededor y dime qué estás viendo.

Levanté la vista para descubrir que junto a mí ya no había nada. Ni rastro de las cumbres blanquecinas, ni de los árboles, ni del abrazo cálido de esa extraña primavera. Miré a uno y otro lado: ni rastro de Fedora.

La noche había caído ya tras los cristales. Un silencio sordo gobernaba el barrio. Yo encendí el flexo. Su luz inundó la estancia. Y, casi sin notarlo, mientras trataba de recuperar el orden de las cosas y volvía al cansancio perpetuo de la existencia, a la pesadez del cuerpo, me sorprendió el último zarpazo de la luz arañándome los párpados; y en ellos, tras el velo de los ojos, recuperé tal vez por última vez la tarde helada, el precipicio bajo las cimas blancas, mi cuerpo encogido de fríos, y de nuevo tu rostro, Fedora, bañado por la niebla, por brumas inasibles. Todo para mí, para ti lector, para nosotros, y después llegó -¿cómo evitarlo?-, el retorno a la página en blanco.

26 de diciembre de 2007

Comprender a los relojes

Homenaje al Gran Cronopio

¿Qué ocurre si a un reloj le arrancas la saetas, lo desnudas groseramente de su preciso engranaje y lo abandonas a una suerte de esfera blanca, sin brazos que señalen el jeroglífico orden numérico que lo adorna? ¿Qué reloj quisiera ser un reloj que no ofrece la hora y los minutos con una precisión de tics y un gorgojeo de tacs? Uno tendría en las manos un reloj sin alma, una caja vacía y tonta con ecos de silencio.

Al tiempo se abrazan los relojes con enfermiza obsesión de matemático para demostrar que llevan razón siempre; cada minuto que pasa proclaman su cordura y su acierto universal. Todos juntos responden al mismo fluir del segundero. Un reloj en marcha son todos los relojes, que se acompañan los unos a los otros dándose la razón y no quitándosela. Cada segundo la mitad de los relojes aplaude con un tic y responde con un tac la otra mitad, sonando los primeros con un tic y los otros con un tac, para de nuevo regresar al tic y al tac los relojes todos, en armonía de saludos de ida y vuelta por torres de iglesia, oficinas de correos y grandes almacenes. En esto son muy tercos los relojes. Les va en ello la existencia.

Los hay que de vez en cuando atrasan. Entonces tenemos un reloj perdido, remolón, un reloj que persigue a los demás en su carrera extraviada por laberintos de barro. Se le pegan los pies al suelo y poco a poco se deja vencer por la rabia y queda varado en una escollera de tiempo enloquecido y entonces ya no es un reloj. Es otra cosa: una pieza de anticuario, un huérfano de dueño metido dentro de una vitrina en una casa de empeños. Un reloj no es.

En el mecánico fluir de las saetas encontramos un orden cósmico, un universo de aciertos milimétricos al que recurren los maestros para poner fin a las clases de aritmética o los jóvenes para concertar su momento de felicidad íntima en parques llenos de enamorados que miran impacientes sus relojes.

Es importante un reloj con saetas. No está de más repetirlo. Sin ellas el tiempo sería un señor con brazos de hielo en un desierto de fuegos: un hombre boquiabierto en medio del Gobi observando sus dedos abrasados de sol y sus manos goteando sobre la arena como un sendero de hormigas que buscan la entrada de su hormiguero. Estaría perdiendo el tiempo este señor de brazos de escarcha.

Todos los relojes tienen sus manías, sus cosas, sus amores. Dentro de un reloj conviven los más hondos sentimientos. A veces demuestran cierto tartamudeo en su girar metódico, una vacilación que apenas es atraso de reloj sino un suspiro tímido como un rubor de mejillas; y advierte uno entonces un relampagueo de luz que viene de la acera de enfrente, el reflejo del sol al paso de otro reloj que guiña un ojo a tu reloj y lo entristece. Lo pone melancólico. Tan sentimental que duele. A ese otro reloj que juega a enamorar a tu reloj lo viste una correa menuda, brillante como un pañuelo de seda. Su dueña sigue el camino ajena al diálogo presumido de su reloj de pulsera.

Tu reloj languidece de ternura. Las saetas le vencen, la esfera se ciega y la hebilla se parte en dos pedazos de metal; el reloj se te suicida detrás de la mancha de luz del empedrado. Y sabe uno que ha llegado el momento de obedecer a su reloj y es de obligación cruzar a la acera de enfrente con la excusa del reloj estropeado para preguntar la hora, caminar juntos a un café y la mano sobre la mano, y tu reloj con su reloj, y entonces de nuevo el tictac de enamorados.

Y esto es comprender a los relojes.

15 de diciembre de 2007

LA CINTA DE MOEBIUS, Manuel Talens

Manual de Teología electrónica para internautas
Alcalá Grupo Editorial


Manuel Talens es ese pensador ilustrado –tan difícil de encontrar en nuestros días- que se entrega a una causa justa, como Sócrates, como Descartes o Chardin, sin esperar a cambio otra cosa que la verdad: renuncia a una existencia tranquila para sumergirse en una batalla en nombre de la razón perdida. Nuestro tiempo está habitado por extrañas sombras, y Talens pone todo en manos de la razón, con la esperanza de que le sea devuelta esa verdad. La búsqueda de la naturaleza de la verdad es la justificación de “La cinta de Moebius” (2007).

Alejado de las proezas narrativas de sus anteriores novelas, “La parábola de Carmen la Reina” (1992) e “Hijas de Eva” (1997), en las que resolvía universos propios con altas dosis de lirismo y un estilo circular con un marcado uso del tiempo y su rueda imparable, comienza su nueva obra con un lenguaje nada afectado, limpio, a ratos frío como el estilete de un cirujano (no en vano Talens practicó la medicina durante veinte años) y renuncia al barroquismo en beneficio de un discurso conciso, transparente, lleno de ideas revolucionarias y de imaginación. ¡Imaginación al poder!- dijeron los del 68.

Manuel Talens, el escritor filósofo, el pensador de nuestro tiempo, tiene el don de transmitirnos con su pluma el deplorable estado de la nación terrenal, usando para ello la base científica unida a la teología ficción: religión y ciencia. Se sirve de la alegoría bíblica para contemplar el mundo en que vivimos.

“...todo arte constituye un intento de recuperar la inocencia perdida y la escritura es una forma sublime de arte para reconstituir el éxtasis del paraíso [...] la grandeza del acto de escribir consiste precisamente en el fracaso indudable de la tarea”.


Como hizo Voltaire con su Cándido, Talens emplea el personaje del arcángel Gabriel para recorrer los oscuros pasadizos del poder como un Dante que desciende a los Infiernos -la tierra- para dar cuenta en el Paraíso –el Reino de los Cielos-, de que hay algo que no marcha. El arcángel, aterrado por la visión que ha recogido en los informes de sus emisarios en la tierra, y por ello sumido en una profunda desazón, solucionará el desastre del mundo –ahora replicado en una base de datos binaria en el mundo digital-, eliminándolo. Borrándolo. No hay otra salida que recomenzar desde el principio, crear de nuevo el génesis.

“La cinta de Moebius” es también un juego, un invento matemático, una destreza de la ciencia que representa y ficciona el infinito y su multiplicidad. La cinta, propiamente dicha, es inacabable, como el libro, cuyo principio que se pliega en su mitad y regresa al origen, al génesis, y contiene en la superficie narrativa, en el discurso, un doble plano: el de la Historia de los hombres y el de la Historia de Dios.

Talens, transfigurado en Dios único y creador omnisciente, nos revela en el libro que todo es posible y todo está permitido; rompe con dogmas decimonónicos, con la elaboración tediosa de personajes y voces, con la rutina de la trama, y lo hace arrancando con un personaje principal, el arcángel Gabriel –en esto es conservador, ya que será este personaje el que lleva todo el peso de la historia- que nos guiará desde los orígenes del mundo conocido, desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento, recorriendo también la Historia de la Literatura con una alegre visión del Reino de los Cielos. Allí, en el cielo, habitan Homero, Ovidio, Virgilio, Dante, Rabelais, Shakespeare, Garcilaso de la Vega, Miguel de Cervantes, Gutenberg, Platón, Safo, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Tito Livio, miembros todos del Club de Escritores Seráficos, en pugna intelectual y rebelde contra el papado y sus tretas en nombre de Dios.

Apenas encontramos en la obra personajes inventados, pues todos pertenecen al orden de la Historia (el arcángel Gabriel, Lucas el apóstol, los escritores y los papas), con la excepción de dos, en los que se apoya para el desarrollo de la trama:

- hacker John Carmichael Barlow, alter ego de John Perry Barlow (1947 -), poeta y ensayista estadounidense, graduado en religión comparada y promotor del Ciberespacio Independiente firmado en Davos en 1996 (fecha y lugar que resuenan con vehemencia en los anales de la contrarrevolución globalizadora del liberalismo actual);

- la doctora Verónica Isenring (recordemos que fue la Verónica bíblica quien tendió un velo a Jesucristo para enjugarle el rostro);

Estos dos personajes junto con Ernesto Cardenal (poeta y activista, que fue amonestado por Juan Pablo II en 1983 frente a las cámaras de TV que en ese momento transmitían a todo el mundo por propagar doctrinas apóstatas), permitirán a Talens cruzar su historia celestial con el conocido mundo terrestre y el novísimo mundo cibernético.

Además del argumento en pos de la salvación de un Dios convaleciente y anciano (perfectamente diagnosticado con mecanismos científicos y físicos), en la obra nos cruzamos con constantes referencias al mundo de las artes, con pensamientos y confesiones que son sin ninguna duda la propia declaración de intenciones del autor “el arte por el arte no le convencía demasiado” (p. 29); “Y fue así, por pura conveniencia ética y estética, como Gabriel abrazó el activismo” (p. 30); además de esgrimir por todo el libro conceptos como la intertextualidad, el plagio, la revisión histórica con base marxista, la semiótica y el metalenguaje.

No solo aparecen por sus páginas ese elenco de escritores que forman el Club de Escritores Seráficos, sino que también se asoma Bach –referencia obligada por la circularidad de su obra-, el propio matemático Moebius, y el guiño a sus obras anteriores (el médico Lucas Evangelista ¿no es el Lucas Toledano de “La parábola de Carmen la Reina”?, la propia Carmen la Reina, p. 167, las “Hijas de Eva”, la rueda del tiempo y, por supuesto, la venganza que se va construyendo a lo largo de todo el libro contra el sistema, contra el capitalismo neoliberal que busca el dominio del mundo con su máscara falsaria). Hasta nos encontramos con algo así como un autorretrato del propio Talens en la página 51.

No es de extrañar que Dios malviva en un estado de coma permanente. Talens reformula el “Dios ha muerto” de Nietzsche dentro de un nuevo contexto, el del s. XXI, en donde los muertos vivirán eternamente conectados a goteros y respiradores.

Escribe Talens en la página 31: “Una cosa es el discurso y otra muy distinta la realidad”, lo cual me hace pensar si no estaremos entonces atados de pies y manos... ¿Para qué combatir? Acaso la única respuesta válida la encontremos también en otro escritor que ambos –Talens y yo mismo-, admiramos:

TUZENBACH:
Vamos a ver. Después que hayamos muerto nosotros, las gentes volarán en globos, cambiarán el estilo de las chaquetas, descubrirán quizá un sexto sentido y harán que se desarrolle... Pero la vida seguirá igual que antes: una vida trabajosa, llena de misterio y de felicidad. Y al cabo de mil años, la gente seguirá diciendo entre suspiros: “¡Ay, qué duro es vivir!”. Y, sin embargo, temerá a la muerte y no querrá morir, exactamente igual que ahora.

VERSHININ (Pensativo):
¿Qué diría yo? A Mí me parece que todo lo de este mundo tiene que cambiar poco a poco y que ya está cambiando ante nuestros propios ojos. Dentro de doscientos, o trescientos, o hasta de mil años –el número no importa- aparecerá una vida nueva y feliz. Nosotros no participaremos de ella, por supuesto, pero vivimos ahora para ella, sí, y sufrimos con el fin de crearla. Ése es el único objetivo de nuestra existencia y, si quiere usted, ésa será nuestra única felicidad.

Las tres hermanas
A. Chéjov


“El referente no ha cambiado, pero sí el contexto” (pág. 72). Tal vez sea esta afirmación el quid de toda la novela. Con el cambio de contexto (la actualidad cibernético-científica y el revisionismo histórico), la Biblia adquiere matices que debemos analizar, y Talens desarrolla a lo largo de todo el libro una aguda puntualización de los referentes del Génesis: si Dios hubiera creado la tierra imponiendo a los hombres el mandamiento de compartirla y gozarla por igual, no estaríamos habitando un mundo plagado de guerras y desolación.

No debemos olvidar que Talens es también traductor, es miembro y creador del grupo de traductores Tlaxcala, y claro defensor de esta tarea del escritor en la sombra. Como tal, brinda un clarísimo homenaje a sus compañeros de pluma en la página 77: Karen Shashok, Fernando Navarro, Luis Manuel Pestana, Fausto Giudice y el dibujante Kalvellido.

En el segundo capítulo, “El diagnóstico de Dios”, Talens emplea una serie de informes médicos (con lenguaje y estructura absolutamente científicos), con los que concluye los siguientes diagnósticos: Dios padece Alzheimer y es hermafrodita con autonomía reproductora, San José no fue más que el padre putativo de Jesucristo sin relación de consanguinidad, y el sexo de los ángeles es aplumado (ya que en el corpúsculo de Barr se encuentra una pluma microscópica).

Con estos informes médicos, la novela comienza a transformarse en otra cosa. Comienza a perder su narratividad, su expresión “artística” o literaria, y muta en un juego intelectual en el que los informes científicos y los correos electrónicos (revisión de la novela epistolar), acercarán la narración hacia el siguiente estadio, a una cota más de la vocación humanista de Talens, al capítulo siguiente: “Solución cibernética de la omnisciencia imposible”.

Pero, ¿dónde se encuentra el pliegue de la cinta? ¿Dónde comienza a perderse exactamente la narración para transformarse en ensayo, en profusión de ideas? Como en la propia cinta de Moebius, el punto de cambio, el giro o la inflexión, es imposible de determinar. El discurso narrativo está gravitando sobre la historia y poco a poco se puebla de informes, de correos electrónicos, la narración aparece y desaparece, y queda completamente mutada pocas páginas después del comienzo del capítulo “Solución cibernética...”, para aparecer de nuevo, como introducción a los “Informes sobre el estado de la nación terrenal”, el capítulo cuarto.

Tras la muerte de John Carmichael Barlow, su alma queda encargada de mantener el Servidor Divino, www.yosoyelquesoy.com. Más tarde, en noviembre de 1992, el arcángel Gabriel se encuentra con su propia biografía (que comienza en una fecha todavía por llegar, 2009) colgada de ese mismo servidor. El capítulo “Solución cibernética de la omnisciencia imposible” se estructura como un cruce epistolar y cibernético del análisis del propio texto que estamos leyendo, es decir, de la propia novela que tenemos entre las manos. Este punto de inflexión es otro meandro de la historia, otro de sus muchos pliegues narrativos, una curva en el universo de Talens.

El análisis de la propia obra, dentro de la misma obra, es una clara referencia a la pérdida de inocencia de los lectores. Es natural que así sea. Hoy en día, abrumados por la vastedad de las bibliotecas, por las mil lecturas de clásicos y modernos, con manuales de historia de la literatura leídos y subrayados por doquier, no somos lectores inocentes. Hemos perdido la capacidad de ser sorprendidos con tretas narrativas. Estamos más que acostumbrados al manejo del lenguaje, de los verbos y del tiempo (esa absurda naturaleza etérea que nos condena con su avance persistente). Talens no solo conoce bien al lector actual, sino que con este recurso semiótico, formula una nueva hipótesis de su propia narración: la historia que estamos viviendo, nuestro hoy gobernado por los medios de información, la prensa, la televisión, y el neoliberalismo, debe ser revisado desde otras perspectivas. El capítulo no es simplemente un juego narrativo, no es un ardid más de novelista, pretende evidenciar que la lectura de la Historia debe contenerse a sí misma y analizarse igual que se analiza la Historia.

Dice el personaje Barlow: “los textos reflexionan sobre su propia escritura y son capaces de hablar no sólo consigo mismos, sino con otros textos”; y esto es en la obra de Talens un firme propósito que se desgrana desde la primera línea. Todo el libro está plagado de hiperenlaces o enlaces o llamadas a otros textos (en Internet, en las bibliotecas, en el mundo), hasta el punto de enlazar su propia obra consigo misma. Es la “Biblioteca de Babel” de Borges. Todos los textos están condicionados por las obras que los anteceden, y por el contexto histórico al que pertenecen. Pero aún hay más: el texto permanecerá con el tiempo, y será leído por las futuras generaciones como una solución a los problemas de nuestro hoy, sin saber cómo vendrá el mañana. Nuestros descendientes habitarán un contexto distinto, y el texto de Talens –todos los textos- serán revisados dentro de ese nuevo contexto histórico, aportando valor a nuestro hoy y a nuestro mañana, de igual forma que el Lazarillo, el Quijote, o el Tristam Shandy, son leídos hoy de manera muy distinta a como se leían en sus épocas.

Por esto Borges escribió su “Pierre Menard, autor del Quijote”; la tesis que planteaba el escritor bonaerense era esa: el mismo texto, palabra por palabra, tiene un significante diferente en 1605 o en 1939. Pierre Menard dedicó su vida entera a escribir el Quijote de Cervantes exactamente igual, palabra por palabra, a como Cervantes lo escribió. Al hacerlo, Menard obtiene una obra completamente distinta. Como expone el propio Borges: Cervantes empleaba un estilo corriente en su época, mientras que Menard es afectado y arcaizante.

Sin embargo, no creo yo que para justificar la omnisciencia absoluta del relato sea necesario que veamos como autor de “La cinta de Moebius” al propio Dios convaleciente –como apunta Talens, la obra está escrita por Dios-. Usar el narrador omnisciente en una época (hoy) en que está denostado el hacerlo, tiene más de desconfianza en las reglas, del todo vale si sirve a nuestros propósitos; y esto ya otorga validez al recurso de omnisciencia.

Tras el rizo semiótico del capítulo tres, nos adentramos en los “Informes sobre el estado de la nación terrenal” donde, por medio de seis relatos periodísticos de breve extensión (entre dos y cinco páginas cada uno), Talens señala los principales problemas humanos del s. XXI, a saber:

1. La Iglesia católica, y sus intereses por renovar el poder que ha ido perdiendo con los años, a cualquier precio.
2. El continente africano, y las políticas opresoras de los poderes tácticos del mundo, con la única finalidad de ir devastando este inmenso territorio para procurarse nuevas materias primas para la evolución del primer mundo.
3. El conflicto israelo-palestino, una guerra de hombres en beneficio, de nuevo, del imperialismo estadounidense, y en nombre de la religión.
4. La globalización neoliberal, el nuevo orden mundial, organizado por las potencias multinacionales y políticas a lo largo de las naciones del primer mundo para gobernarlo con un pie sobre el tercer mundo.
5. Los medios de comunicación, y su silencio. Dependen de grupos económicos que controlan la información. Controlando la información, se controla el pensamiento, las preocupaciones y por lo tanto se erige ese Pensamiento Único que solo nos esclaviza.
6. La energía terrenal, su escasez, y el tiempo de vida de la tierra tal y como la conocemos.

Con la lectura de estos seis informes no nos queda otra que temblar. La perspectiva es apabullante y caótica, sin que parezca posible que las cosas puedan cambiar. Habitamos un mundo que es gobernado por el capitalismo y las ideologías neoliberales, mantenido por ciertos grupos de poder político y auspiciado por los medios de comunicación de masas. El hombre se ha convertido en un ser cómodo, que vive sus días ciego a los verdaderos problemas de la humanidad y que le basta estar confortablemente vestido, nutrido y atiborrado de productos inútiles que mañana querrá cambiar por otros nuevos, mientras, con una lata de cerveza en una mano, cambia con el mando que sostiene en la otra los canales de su televisor de plasma. Eso somos.

No es de extrañar que el arcángel Gabriel acabe pulsando con el botón derecho del ratón sobre la función “Eliminar” para que todo acabe y regrese, de nuevo, el negro abismo lleno de tinieblas.

Talens, sin embargo, no conforme con el final absurdo de la historia del hombre, trata de subvertir el orden pronosticando un milagro. Con el fin del mundo, tras el Big Crunch, como un pulsar que se apaga y vuelve después a encenderse, el mundo recomenzará y Dios, más sabio, reconvertida su inteligencia y omnisciente sabiduría, modificará las primeras palabras del génesis, de la creación del mundo: “Y los bendijo Dios; y les dijo: Creced y multiplicaos, y poblad la tierra, y respetadla y compartidla entre todos vosotros; ay de quien pretenda ser su único propietario, el rayo de mi cólera caerá sobre su cabeza”. Y con esto, Talens, el verdadero Dios creador de “La cinta de Moebius” ha logrado lo que antes nadie había osado hacer: unir fe e historia, religión y mundo, introduciendo las premisas del materialismo histórico en la creación del universo a manos de Dios.

Mientras llega o no llega su pronóstico, yo propongo que los demás recemos una oración reconvertida al lenguaje cibernético de nuestros días:


Servidor Divino que habitas en Internet
Santificado sea tu dominio .com
Venga a nosotros tu web
Ejecútense tus subrutinas tanto en tus páginas como en nuestros blogs
Danos hoy la password de acceso de cada día
Perdona nuestros errores de sistema, así como nosotros perdonamos los de Windows
No nos dejes caer en la hibernación
Y líbranos de la papelera de reciclaje

FATAL_ERROR_The_System_is_going_to_reboot


Obras del autor:
-La parábola de Carmen la Reina (1992) (Novela)
-Venganzas (1995) (Relatos)
-Hijas de Eva (1997) (Novela)
-Rueda del tiempo (2001, Premio Andalucía de la Crítica 2002) (Relatos)
-La sonrisa de Saskia y otras historias mínimas (2003) (Relatos)
-La cinta de Moebius (2007) (Novela)

5 de diciembre de 2007

Puntas de flecha sobre el cielo azul

Para Marcos y Noemí

Llegamos de atardecida, con el sol poniéndose tras los cerros del humedal. Aparcamos el coche junto a la caseta. Un letrero anunciaba: CENTRO DE INTERPRETACIÓN. LAGUNA DE GALLOCANTA. Al salir nos abrigamos del viento, que arrastraba un frío crujiente y denso. Caminamos hasta el muro de piedra de la caseta y el guarda nos recibió con una sonrisa mientras se enfundaba un par de guantes, y un gorro de lana verde hasta las orejas.

-Llegáis en buena hora –nos dijo.

También nos recomendó que permaneciéramos pegados al muro, guardando silencio, ya que cualquier ruido podía desviarlas de su ruta. La carretera atravesaba la llanura y de vez en cuando veíamos las luces de un automóvil, que pronto se perdía en el fondo de la vega, camino de Calamocha. Alguien encendió un cigarrillo. Los demás permanecimos impacientes, con los ojos clavados al fondo del campo, entre las pequeñas elevaciones del terreno, desde donde debían aparecer de un momento a otro.

Se dejaron ver en fila india, como una punta de flecha recortada sobre el naranja de la tarde. Al principio contamos diez o quince aves enormes que graznaban dejando detrás de su vuelo un lenguaje jeroglífico. Pasaron sobre nosotros, sobre la caseta en sombras, sobre la mirada complacida de unos jóvenes que sabían que el vuelo enérgico de aquellas grullas, en su regreso al frío lago de Gallocanta, estaba impregnado de felicidad, obra de un milagroso orden natural. A las primeras les siguieron otras, varias decenas de pájaros resolviendo un ritual que se repetía cada tarde. Estos pájaros habían emigrado hasta aquí para vivir su invierno en un lugar más cálido que la estepa helada de Escandinavia. Más cálido significa dos grados sobre cero en la vastedad del páramo que rodea a la laguna salada más grande de España.

No podíamos creerlo. Miles de grullas llenaban el cielo, volando a pocos metros de la tierra, de nuestro mirar anhelante, en bandos cada vez más numerosos. Traían consigo una algarabía de piídos y graznidos que podían ser el grito de la fervorosa libertad, indicios de una felicidad agazapada en sus pequeños corazones, una suerte de alegría que fueron capaces de contagiarnos. Nosotros, con los pies ya helados a pesar de calzar doble calcetín y botas de montaña, nos miramos por encima de las bufandas, buscándonos apenas los ojos, y nos sentimos inundados de esa fiebre que parecía congelarse sobre Gallocanta.

Ya en la laguna, las grullas duermen en el agua, a salvo de los zorros. Duermen de pie y forman un extenso manto de afilados picos que husmean con nerviosismo entre su propio plumaje. Allí descansan toda la noche hasta que las primeras luces del sol las devuelven de nuevo a los campos, a la búsqueda de su alimento diario.

Durante todo el trayecto de regreso al albergue, no cesamos de repetirnos las descripciones de ese cielo que habíamos compartido, de las miles de grullas que lo cubrían, de la inmensa negrura que imposibilitaba cualquier fotografía. Nos lo llevamos dentro, en el corazón, en la memoria. Fue bello e increíble. Solamente la literatura nos puede brindar a veces una sensación de plenitud semejante a esta poesía de las grullas volando en V sobre un cielo colmado de nubes.

En el albergue, con una taza de café humeante entre las manos y con los pies apuntando al crepitar de la leña en llamas, nos observamos en silencio, a través del frío que ya cesaba. Uno de nosotros leía noticias horribles en un periódico. Alguien encendió el televisor. Y mientras el calor nos recuperaba y nos devolvía al mundo, a las cosas, nos pareció que en nuestra imaginación todavía aleteaban miles de grullas en desbandada.

19 de noviembre de 2007

Teoría de la divinidad literaria


En cualquier formalización consistente de las matemáticas que sea lo bastante fuerte para definir el concepto de números naturales, se puede construir una afirmación que ni se puede demostrar ni se puede refutar dentro de ese sistema
Teorema de la incompletitud
Kurt Gödel


AXIOMA
Tratándose de literatura no se pueden verter más que opiniones –y por ello subjetivas-, extraídas principalmente del bagaje de lecturas que cada uno aporta, sin olvidar que vivimos en un mundo mediatizado, de constante trasiego de opiniones acerca de lo que deben o no deben ser las cosas. El pensamiento correcto está polarizado por una verdad única –y por lo tanto falsa-, y por eso mismo el artículo de Vicente Verdú (Babelia 17-nov-2007), que al principio nos gana con su rotunda crítica de la novela actual, no muestra más que otro armazón para ese bicho salvaje que debería ser la literatura.

TEOREMA
Como bicho, como indomable artefacto de expresión humana, la literatura debería estar siempre viva, siempre palpitando como rabo de lagartija, y no simplemente parecer viva.
Si la literatura es cambiante, y nueva, y libre, todas las imitaciones son no-literatura.

POSTULADO 1
Que la novela se alimenta de herencias rentables (la novela decimonónica, el argumento en vilo, la velocidad de acción, la falsa ficción, etc.) es un hecho.
[Digresión: sobre todas las demás cosas, la que más me exaspera es precisamente la tentativa argumental y la falta de disciplina estética.]
De nada nos sirve hoy emular a los antiguos (Dickens, sí, y Balzac, y ahora mojándome, los Pérez Reverte, J.M. de Prada, L. Silva, Noah Gordon, I. Allende, y todos esos eternos repetidores de fórmulas anquilosadas, que pretenden con sus obras renovar, cuando no hacen sino plagiar); no, hay que destruirlos. Partir de ellos para renovarse.

POSTULADO 2
Si la literatura debe ser algo más, y en esto el artículo atina con santa justicia, ¿cómo hacerlo?
Determinar las tablas que rigen las leyes de la nueva novela no está en la mano de Vicente Verdú, sino en la del escritor que se parte el alma desde la honestidad, y no desde el plagio. Todos sabemos que para empezar a escribir hay que plagiar, ejercitarse como hacían –hacen- los pintores noveles con ciertas aspiraciones, pero justo cuando uno se siente con fuerzas de volar solo, está obligado a saltar sin red, pero también sin miedo.

POSTULADO 3
Me hago una pregunta y solito me la respondo: este artículo publicado en Babelia, ¿era necesario? Sinceramente creo que sí.
Es un artículo vital, aunque solo sea para meter el dedo en la llaga sangrante que la novela arrastra desde principios y mediados del s. XX.
¿Muerte de la novela? Nunca he creído en eso, pero sí en su reinvención, en su acomodo a los nuevos tiempos (internet, blogs, exceso de información, economías de escala, burocracias transnacionales, imperialismos encubiertos –léase, otra vez, multinacionales-, globalización).
Lo que en Blasco Ibáñez era la huerta y el paisano que trata de abrirse camino en la ciudad, hoy es un hombre cegado por la felicidad consumista –lo somos todos-, un tipo feliz que tira del carro porque le han cambiado la hortaliza por el televisor de plasma, la hipoteca a treinta años o el coche nuevo cada cinco. Pero además de eso –tal vez precisamente por eso-, han cambiado otras cosas: el intelectual, el progre, el tipo que no se conforma con nada (y quizá por ello pierde su pedazo de felicidad) ya no es un inocente, o al menos debería tratar de no ser un inocente. Cuando nos abren las puertas de la cultura, del trasiego de información, del libro de las mil y una opiniones que es internet, perdemos la inocencia. Me refiero a que hoy en día sabemos más de lo que nuestros abuelos sabían a nuestra edad, y aún lo que nuestros padres saben hoy, y ese conocimiento también nos impone una nueva responsabilidad que ellos no tenían: ser críticos hasta el hartazgo, buscar la novedad formal, el estilo libre, la conciencia del yo único que vive en cada uno de nosotros (y no necesariamente a través de la voz en primera persona, regla 9 de Verdú, que me resulta infame porque si la literatura es experimentación, si es búsqueda, si con ella pretendemos un conocimiento universal a partir de lo particular –o viceversa-, y sabiendo que la primera persona es también –regla 8- puro fingimiento, ¿qué importa la voz narrativa?).
No solo es necesario renovar fórmulas, sino dinamitarlas, ser iconoclastas, partir de los antiguos para montar un discurso incoherente, sordo, necio, y por ello inteligente ¿Beckett? Renovar el lenguaje y el pensamiento... Ya, ya sé, son cotas tan altas que parecen inalcanzables, pero opino que vale la pena intentarlo. ¿De qué sirve una gloria falsaria, mezquina, el aplauso de un público aborregado que no entiende ni desea entender qué es la literatura?

DEMOSTRACIÓN
Para mojarme aún más, para que no se me vea el plumero del que arroja la piedra y esconde la mano, mientras leía el artículo de marras he tratado de buscar alguna novela que se acoplara a la clarividente visión de Verdú, una obra que, sin estar escrita en el s. XXI, comulgue con esos diez babélicos mandamientos.
Mi intención: destripar el decálogo; hacerlo inservible como decálogo. No así como precepto creativo. Es decir: este decálogo no debe ser una imposición sino un punto de partida desde el que podamos reconstruir la literatura -a sabiendas de que ya se ha dicho y escrito casi todo lo que había que decir y escribir-.
Todos coincidiremos en que estas diez reglas son adecuadas para definir la nueva literatura, pero también deberíamos saber que por sí mismas, estas diez reglas no son nada y que, además, ya existen obras que las siguen al dictado... Pero, bueno, ¿de qué obra estoy hablando?. Porque todos sabemos que hay un buen puñado de novelas renovadoras a lo largo del XX, y que muchas de ellas se ajustan con corrección a algunos de los puntos –no todos- de ese decálogo. Sin embargo, de entre todas ellas -y solo por poner un ejemplo-, yo he sentido que había una especial, magna, grandilocuente y que se aproximaba con insultante desdén a los preceptos de Verdú: En busca del tiempo perdido (1908 y 1922), de Proust.

Veamos los mandamientos del Santo Padre:

1. Intransferible; resistencia a ser trasladada a otros medios que no sea el escrito: En busca del tiempo perdido.
2. Eludir la intriga, la trama. La obra debe procurar una "intensa degustación del texto": En busca del tiempo perdido.
3. Sin estructura prefabricada... no debe aspirar a la apoteosis final: En busca del tiempo perdido.
4. Historias fragmentadas, anotaciones e intervalos mentales (con la salvedad del discurso corto, que no cumple, y es casi la única grieta de mi argumentación): En busca del tiempo perdido.
5. El desarrollo no debe obedecer a un hilo argumental, no debe jugar con el hilo, enredarlo para al final ser otro y sorprender al lector: En busca del tiempo perdido.
6. "Su belleza reside en la forma, en la seducción estética y no en el uso instrumental y perruno del lenguaje": En busca del tiempo perdido.
7. La peripecia interior es el juego especial de la escritura y su máxima legitimación: En busca del tiempo perdido.
8. ¿Ficción? ¿para qué fingir? El autor debe plasmar la directa, precisa y temeraria escritura del yo: En busca del tiempo perdido.
9. La voz, en consecuencia, será la de la primera persona del singular: En busca del tiempo perdido.
10. Humor e ironía; sin ironía no hay contemporaneidad, sin ella no existe visión de la iridiscencia del mundo y su variable composición... ¿En busca del tiempo perdido? Tal vez esto sea otra grieta, pero ¿no hay ironía en la voz del joven que languidece amargamente cada vez que su madre se demora en el beso que antecede a su sueño?

COROLARIO
La literatura seguirá viva en tanto en cuanto existan escritores dispuestos a sufrir el silencio del rebaño. Tal vez la honestidad del escritor sea la medida de su grandeza.
Con independencia de que el resultado narrativo tenga o no éxito en el lumpen intelectual en que vivimos, toda obra transgresora que nazca de la libertad y de la sinceridad de su autor recibirá mi aplauso.
Si a esto añadimos que dicha obra dice nada, estructura nada, y erige altos muros de nada derribando todos los preceptos y decálogos que a ninguno nos dé por escribir nunca, no sólo recibirá esos laureles, sino que su autor –seguramente expatriado de su propia tierra, excomulgado de todas las religiones habidas y por haber, y tal vez miserablemente humillado por los poderes tácticos de la prensa, la televisión y otros medios des-informativos-, habrá construido el pedestal que con justicia merece.

CONFESIÓN
Ya veremos si dentro de algunos años, si la voluntad, y la constancia, y los azares lo permiten, sigo pensando igual o me desdigo de mis creencias, renuncio a mi Dios, a la poderosa literatura que cada día me subyuga, la de verdad, la que no se rige por imperativos mercenarios, y acabo por hacerme un mercachifle más, enredado entre las vaporosas brumas de la insolvencia intelectual... Esperemos que no. Mientras llega o no llega ese día, yo seguiré despachándome a gusto, desbaratando el orden, mediando entre la mentira y la falsa verdad.

10 de noviembre de 2007

The man who sold the world

El contrato acaba de firmarse en lo alto de un rascacielos. Abajo Times Square se ahoga entre neones. El humo barre las avenidas. Los aviones persisten, obligados a trazar sus recorridos, en un cielo inundado de maletines pasajeros. Los viajantes comercian. Todos ganan, nadie pierde. Y alguien sonríe.

Abogados. Camisas almidonadas. Dientes. Sonríe el hombre que firma los documentos. Ellos los meten en un sobre de cartón lacrado, dentro de un maletín, en una caja de seguridad, detrás de una puerta de acero. Está a buen recaudo.

A esta hora el Nasdaq dicta sus signos. No hay terror en el vaivén de las cifras. Emisoras, canales, locutores. Las señales llegan antes que los hombres. Tokio, Manila, Singapur, Berlín. La CNN informa de las últimas noticias. No hay terror en el vaivén de las cifras. Nadie tiene miedo. El miedo no existe, es cosa del pasado.

El día ha terminado. Las calles mantienen su ritmo, los cómicos representan sus comedias, los televisores graznan concursos. El amor se resuelve en pequeñas habitaciones, las cafeterías se llenan de intelectuales. Dijeron que era posible hablar con Dios. Ya nadie puede creerlo. En la radio la música languidece, el pop causa estragos pero ya no se habla de los Beatles. Los Beatles y el Amazonas son la misma cosa. Referencias. Entradas en la Enciclopedia. Historia. Está en los libros. Registrado. El mundo comienza a olvidar. No hay de qué preocuparse.

El hombre que sonríe se siente satisfecho. Ya nada puede pasarnos.

27 de octubre de 2007

Cuando se inventa una historia

Cuando se inventa una historia, tiene uno dos opciones. Puede escoger cualquiera de los dos caminos que se bifurcan frente a él, y así adentrarse en uno de los dos jardines, el de pasillos estrechos y tortuosos, o el jardín que se resuelve con un enorme espacio de verdores remotos, cuyos horizontes apenas si se aciertan a distinguir, allá a lo lejos. No es mejor el primero, pero tampoco el segundo. En los dos tiene uno que arriesgarse. Darlo todo para conseguir la recompensa, el éxito de un buen relato, que la historia cobre vida propia y poder verle la piel, la carne y los huesos, y mirarle directamente a los ojos. Tal vez que nos sonría, la criatura.

El primer jardín, el enrevesado, lo conocemos bien. Es un sendero definido y claro. En su transitar no hay pérdida. Se remonta a nuestra propia existencia, al corazón que late debajo del pecho que está inventando la historia. Porque la historia de ese relato, la lleva uno dentro, y las paredes las tiene muy cerca. Sólo tiene que pasar la mano por ellas para descubrir lo áspero de la superficie, las grietas inconfundibles, la altura de las tapias. De ese jardín que llevamos dentro -a través de cuyos muros no podemos ver, por más que lo deseemos-, ya lo conocemos todo. Hemos recorrido gran parte del pasadizo, tal vez un tercio, o la mitad, o estemos llegando al final del camino, eso siempre es una incógnita, pero lo seguro es que el artesano, es decir, uno mismo, deberá ir dándole la forma necesaria a esa historia que circula camuflada con la suya, para que quepa en su molde, entre las paredes inamovibles de la vida, de su vida, que ya discurre o ha discurrido cavando sus propios riachuelos, dejando sus huellas indelebles. A veces, recorriendo los pasadizos de ese laberinto, nos encontramos con muros inabordables, con tapias que queremos sortear, vencer, escalar con el propósito de buscar un atajo, con ganas por llegar al otro lado. Pero es imposible, porque en la vida no hay atajos que valgan, y no puede uno ir adelantándose a los acontecimientos, por mucho que la historia lo requiera.

El otro ramal del camino nos conduce al segundo jardín, al amplio, al enorme campo de hierba que se extiende ante nuestra mirada. En este el laberinto no hay muros de piedra, ni defensas que coarten nuestra historia. Todo puede acontecer y cualquier dirección parece buena para comenzar a andar. Pero no nos confiemos. Este jardín también entraña un laberinto muy semejante al otro; y ocurre que toda la vastedad del campo nos ciega, nos puede, y vamos dando bandazos a uno y otro lado, sin saber qué rumbo tomar, ni si el rumbo escogido nos llevará a algún sitio, ni gozamos de otra ilusión que no sea la de sentirnos libres durante todo el trayecto, para saber que al final de la historia, todo se ha echado a perder, como un día echado a perros, un día para nada, una historia para alimentar papeleras.

Nos queda el gozo de ser felices mientras andamos el camino. Eso se ha dicho siempre y siempre se dirá. En un jardín y en el otro, anda uno como un ciego, con los ojos muy abiertos, pero sin poder mirar. El primero es más fácil de seguir, pero más limitado; en el segundo corre uno el riesgo de perderse. Siempre habrá que echar mano del sabio, del filósofo, el de Tormes, por ejemplo, que pescaba lo que podía en senderos polvorientos, guiaba a un ciego gruñón que solo le daba palos, y aún era feliz y dichoso y también algo pícaro, sí, pero cada día, en sus caminos de piedras, aprendía algo nuevo.

14 de octubre de 2007

Castillos de naipes

Para levantar un castillo de naipes no basta manejarse bien con la baraja. Es indispensable elaborar una técnica precisa. Conviene no vacilar ni un solo instante. Andarse con mucho tiento. Un paso en falso acarrearía el desplome de toda la arquitectura, y eso es algo que nadie desea. Pretendemos evitar desmoronamientos.

Para comenzar es suficiente descartarse hasta obtener un par de palos completos, sin importar signos y colores: as, dos, tres, cuatro... J, Q y K, lo mismo da que sean de tréboles que de rombos, negras o rojas. Lo verdaderamente importante es el hacer menesteroso del arquitecto.

Se toman las cartas de dos en dos cuidando de asentar, sobre la superficie del tablero donde se levantará el monumento, aquellas con más puntuación en la baraja; emplear las cartas de mayor peso –sietes, ochos, nueves-, para ir formando la base, ese batallón de legionarios en cuyos hombros descansará la cúspide.

Los dedos índice y pulgar son necesarios para encararlas de manera que se apoyen una contra otra en el filo superior, el más estrecho. Con ello obtenemos el primer triángulo del andamiaje, la primera pieza del castillo. Repetir el proceso con otras dos cartas. Es más difícil de lo que parece. Nunca se sirva de pegamentos ni otras mezclas para reforzarlas. Es trampa vil emplear argamasas para unir los bordes; su uso desmerece la osadía del invento y la pena impuesta es la descalificación inmediata y cierta rechifla en consiguientes intentos. Cuando la maña nos permita montar dos triángulos de dos naipes cada uno, deberemos cubrir las cuatro cartas con una quinta que hará las veces de puente, de empalizada. Sobre ella se levantará el imperio de los naipes.

La altura total del castillo dependerá de su base; se ha demostrado que existe cierta regla de proporcionalidad entre la longitud lineal de la base y la distancia que separa la última pareja de naipes de la superficie del tablero. A mayor envergadura, mayor altura, y en esto no se equivoca nadie. Por tanto, es menester repetir el proceso con cinco cartas más, y con tantas otras como sea necesario hasta dotar a la fortaleza del suficiente sustento.

La segunda fila de cartas encima de la primera es una copia exacta de la base, pero en su construcción se exige una destreza mayor, más pulso y la contención propia de un cirujano. Es tarea ingrata el desmonte de la estructura por una torpeza mayúscula de los dedos, por un tropezar tontamente con las cartas que forman la pirámide. Si hemos conseguido la segunda fila, habrá sido a costa de situar cada triángulo sobre la trémula empalizada antes levantada. La segunda fila confiere a la estructura algo de acueducto, algo de vía acuática por donde circulan aguas invisibles.

Con comedida pasión sabremos que la cosa anda bien si todo permanece estable. Los anclajes bien sujetos, los naipes en su sitio. Todo guardando cierto orden artificioso y de una quietud sin par, que tiene más de robusta congregación de tréboles y picas que de hormigón y ladrillo. Nunca han existido edificaciones más bellas que los castillos de naipes, y eso lo saben hasta los mejores arquitectos de oriente y occidente.

No hay que dejar nada al azar. En el colocar las últimas filas de cartas se emplea una intención mesurada, movimientos milimétricos, artes de relojero y esto se ve cuando en la cúspide deslizamos los dos últimos naipes que pueden ser reyes, como ases, como dos treses gozosos que son el broche final de la hazaña que nos mueve. Este par de naipes malabares tienen algo de gloria y mucho de embeleso, pues significan el no va más del sino de los naipes; la razón por la que existen en el azaroso mundo de las cartas. Habremos terminado la proeza cuando, al observar el artificio, contemplemos en la magnífica arquitectura la razón de ser de todos los castillos.

Con la obra terminada uno se sabe vencedor de agitaciones y tembleques, portador de firmezas, de alguna manera conciliador del arte de las manos, del triunfo del hombre sobre la natural pereza de las cartas a mantenerse en pie, a ser algo personas. Y ese dominio del caos tiene sabor a grandísimo general, a endemoniado poder de militares. Por eso todo buen arquitecto de castillos de naipes sabe que al final, con la obra terminada frente a sus ojos, deberá arrancar del tablero que la sostiene, esa primera carta con la que comenzó su labor, y provocar con ello el desmoronamiento de la torre, mover el fiel de la balanza de nuevo en busca del desorden, no sea que las tropas de cartas, ahora sabedoras de su fuerza y templanza, se amotinen con vistas a conquistar el mundo con sus hordas de rojas y de negras, con la sangre y el plomo de los más bravos batallones. Esto es siempre así, y por eso, mal que nos pese, debemos acabar con los castillos de naipes.

7 de octubre de 2007

Dentro de su propio mundo

Los habéis visto: caminan solitarios por las calles; preguntan con timidez en los recitales poéticos; viven en las profundidades de su mundo, que parece ser un mundo donde la literatura prevalece sobre todo lo demás. Podría decirse que estos hombres son islas en las que habitan las historias, las pequeñas aventuras, los milagros. Estos hombres, cuando hablan, se van a romper en mil pedazos, son seres quebradizos, vacilantes, el traje les viene grande y las calles les son demasiado anchas porque para ellos todo lo que existe permanece allá adentro, en su abismo insondable. El tesoro que esconden lo revelan cuando todos duermen. Se levantan al anochecer, con el silencio, y despliegan ese mundo en el que viven al otro lado del mundo que nosotros habitamos. Porque vivir y habitar son cosa distinta y eso ellos lo saben muy bien.

Escriben mucho. En pequeños papeles. En cuadernos deshilachados. En hojas de cuarta que guardan en los bolsillos para ocasiones propicias, para apuntar esa frase que lleva un rato rondándoles, esa palabra escondida entre dos ideas vagas, entre dos conceptos que no sirven para nada. Ellos la recuperan, la redondean en su letra menuda, y la cobijan siempre entre las solapas de la chaqueta y el corazón, como un pequeño pajarillo extraviado. Lo mismo que repiten esa historia que leyeron -el poema, un haiku, cualquier cosa-, y lo arrastran en volandas por las calles, igual que si hablasen solos, como locos de atar que van atando palabras.

Pero todo lo que escriben se lo guardan para ellos, y las palabras que estos solitarios rondan, las historias que hablan caminando a solas por las calles, las repiten, infatigables, para no olvidarlas nunca.

29 de septiembre de 2007

Juegos de niños

Entre los juegos que jugábamos de niños estaba aquel de los huesecillos de plástico blanco que había que tomar con unas pinzas con mucho cuidado de que el paciente no se quejara, el pobre. El metal rozaba la panza del enfermo y una nariz roja centelleaba, brillante, como la alarma de un incendio o la sirena de una ambulancia. El tiento con las pinzas lo mascábamos en la punta de la lengua, con los ojos fruncidos y la risa a punto de volverse loca. Operar con tanto gozo y disfrute no lo llevan bien los cirujanos, que hoy precisan de anestesias y somníferos con que embozar al paciente entre las sábanas del sueño para que no se le ilumine la nariz respingona, o los ojos, con la luz encendida de la risa.

Entre los juegos, teníamos aquel otro de los hipopótamos tragones, que abrían una bocaza tremenda para zampar mil bolas con que llenar el buche azul del hambre, o el verde de las esperanzas o el amarillo de la comedia o el rosa de las flores. En el frenesí de la pitanza se colaba en la habitación de juegos una algarabía de choques que graznaban con su artillería ametrallando la hora de la siesta del abuelo. Y esto era cosa sagrada, ya se sabe, por lo que la abuela, adelantada a su despertar de perros, entraba de puntillas con las alpargatas en una mano y la bandeja de nocillas en la otra. Aquello se transformaba entonces en la merienda a media tarde, y en el descarrío de tres niños con los labios embadurnados de chocolates y con la risa floja de soliviantar al abuelo y desvelar a la abuela de su tricotar puntillas y chalecos de angorina.

Como juego silencioso y permitido a esa hora de la siesta, estaba el lametazo del Super8 sobre la pantalla de cartón blanco del Cinexin. Corrían unos tras otros el pato Donald, el Mickey y el Pluto de nuestra infancia, tropezando en muros de piedra o saltando setos recién cortados, pero a nosotros lo que más nos gustaba era verlos al ralentí, con la manivela de la máquina girando en un galimatías de imágenes imposibles, de carreras al contrarreloj de la vida, de espaldas a los senderos amarillentos del celuloide, y sentirlos al traspiés de la lógica, lanzando exabruptos en un vértigo de zancadas hacia atrás, mientras las piedras del camino volvían a su sitio y los pájaros desandaban en el aire sus vuelos acrobáticos y sus mudos aleteos. En la habitación a oscuras palpitaba el multicolor vaivén de la película, los 90 segundos de animada diversión y, a la singular vuelta atrás del tiempo le poníamos voces de ventrílocuo: a los diálogos insonoros, a las blasfemias inocentes por las caídas a tierra, a los estrépitos contra las tapias y a los manotazos de broma velados por el traqueteo de la cinta en su marcha al galope de la mecánica bobina.

Entre los juegos que jugábamos de niños, amén de los Argamboys, los Clicks y el Geyperman, y antes de que por el Telefunken corretearan la sorpresiva Heidi y el plañidero Marco, o las aventuras de Dartacan o Willy Fog, discurrió por nuestra infancia la primera muestra de lo que en el principio de nuestra madurez colectiva, ahora, en nuestra llegada a la treintena, justo cuando nuestro aterrizaje en la sociedad de consumo ha sonado a descalabro, ha venido a llamarse la hipoteca a 40 años, el revés democrático a la lucha de clases, la herencia de los hijos del 68. Jugamos al Monopoli sin saber que íbamos a seguir embargados en la casilla de la bancarrota durante todo el tiempo que nuestros dirigentes quieran. Nuestros dirigentes, no los gobernantes, sino los banqueros, los constructores, los arribistas y los mequetrefes del librecambio, los hermanos ricos de los que lucharon con las insignias por la paz luciendo cintas de flores en el pelo y enarbolando las banderas de la psicodelia. Esos.

Con el Monopoli aprendimos que la banca siempre gana, que el dinero corre a espuertas y a la velocidad de giro de las hormigoneras y que más vale un piso en Fuencarral que ciento volando. Había que ir con el tiento de no caer en casilla ocupada por edificaciones, a riesgo de ser vapuleado por los terribles alquileres del obligado hospedaje. Y así.

Y en esa hora siniestra en la que abandonamos los juegos de la infancia e ingresábamos en otros juegos de reglas enrevesadas a base de talonarios, pagarés y letras mensuales, uno se pregunta dónde han quedado las imágenes de sus Plutos al ralentí, el pobre destripado del quirófano y los simpáticos hipopótamos que no hacían sino matar el hambre a base de tragar bolas de plástico como anises o peladillas.

Ahora llaman memes a nuestro ADN cultural, un eufemismo para hablar de la economía de mercado que se engrasa en nuestras células a base de la mimesis y de los latigazos de los medios comerciales –anuncios, sí, anuncios-, en los que nada pinta la herencia biológica, el pelo ensortijado de una madre o la bravura enérgica de un padre. En otras gramáticas no hemos desperdiciado más tintas que en las del consumo. Ni siquiera los cuadernillos Rubio podían advertirnos de nuestro destino.

Alguien ha comprado hoy a nuestro Goofy (se dice contratado; ah, perdón). El perrito de las orejas gachas se ha enrolado en el transatlántico de una multinacional de renombre con mucho futuro, y le hace la corte a Minnie mientras Mickey todavía se pasea por los encerados de los teatrillos, luciendo cornamenta de apaleado al tiempo que gasta sus horas de asueto vendiendo hamburguesas dobles con patatas en la Plaza Roja de Moscú.

Hoy que el abuelo ha muerto y la abuela vive su alzheimer en un centro de día, quiero pensar que en el cine insonoro de nuestra memoria todavía parpadea un leve atisbo de luz de celuloide, que corre hacia atrás, aunque a destiempo, mientras nos zarandeamos sorteando los setos recién alzados en los parqués internacionales, y que todavía vale la pena tener presente que habitamos entre personajes que no merecen nuestros sueños, ni nuestros juegos de niños. Lo merecen, eso sí, el recuerdo de tiempos remotos, la lucha y la rebeldía, el eterno descontento con el establishment y algunas páginas de Verne. O de Poe.

20 de septiembre de 2007

El ingenio

El ingenio es una joven engalanada de collares que se pasea dueña de una coquetería insultante. El ingenio es mezquino y sirve para burlar inteligencias. La ironía es más sutil que el ingenio y cuando se citan en la terraza de un café la ironía siempre sale perdiendo algo, mientras que el ingenio se lleva los aplausos.

El ingenio es el alimento de los ingenuos, que no tienen empacho en laurear fuegos artificiales igual que admiran el divertimento de una comedia ligera.

El ingenio es artillería pesada, en cambio la ironía es la sutileza de ese veneno que mata tras largo tiempo, horas después de ingerirlo. La ironía nos invita a la transformación de la idea; el ingenio es la idea terminada, el artificio, por eso gusta a los hedonistas y a los insensatos, por su complacencia inmediata.

Tiene la ironía algo de humanismo filosófico, que es lo que perdió el ingenio la noche de su puesta de largo en los salones burgueses de provincias.

Hay que ser ingeniosos, dicen, pero no calibramos el alcance de las ocurrencias, el peligro de llevar el ingenio hasta las últimas consecuencias: puede morir uno de ingenio como hay quien muere de risa, y esa, aseguran, es la chispa de la vida.

La ironía es igual de letal que el ingenio pero, en la lenta muerte por ironía, parece que uno es más lúcido, más consecuente. Sus pasos comedidos nos permiten acercarnos mansamente hasta nuestro lecho y allí aguardar a la muerte. Ante la idea del final, la ironía nos permite exclamar con amargura: ¡si hubiera sabido que el final era esto, no me habría cogido en cama!

10 de septiembre de 2007

Autorretrato

ME GUSTA

las ardillas, fumar, las ciudades donde nunca he estado, Wong Kar Wai, las minas de los lápices, los caracoles, las bicicletas, las paradojas matemáticas, los titiriteros caminando sobre alzas, el viento, la página 257 de “Las mil y una noches” prologada por Borges en edición de Cambridge de 1958, el aire sabio de los libreros, Rash Al Gul, las tardes con mi abuela, la música en la calle, Leonor Watling, andar descalzo, la Alejandría de Durrell, las piezas de Exin Castillos, las calles estrechas, Robinson Crusoe, el desayuno con tostadas, la luz de los domingos, las cosas que no sirven para nada (excepto los políticos), los astrolabios, Charlie Parker, Yukio Mishima, los actores de teatro, los que viven en su mundo, las bombillas de azul intenso, las contradicciones, la siesta en el sofá, la sombra de las ramas de los árboles, las cámaras digitales, Rebeca subiendo al autobús, Julio Medem, las lámparas de aceite, los desvanes polvorientos, los trenes por la noche, las escaleras (si son de caracol, mejor), Egon Schiele, el desorden en las papelerías, compartir el silencio, “Las cosas que llevaban”, los viejos sentados en los parques, hacer listas de los libros que quiero leer, hacer listas de los discos que quiero escuchar, tener un montón de cartas en el buzón, los tics de Quim Monzó, el viejo plano de Valencia del Padre Tosca, los yogures de sabores, ignorar la mecánica del universo, la melancolía de Juan Ramón Jiménez, el hombre de hojalata del Mago de Oz, nadar en piscinas desiertas, los grillos al atardecer, Brad Mehldau, Keith Jarret, Michel Petrucciani, el murmullo de las bibliotecas, la Coca-Cola, la estepa rusa a través de las ventanillas del Transiberiano, las notas discordantes, el lacón con grelos, los faros de los espigones, Pumuki.


NO ME GUSTA

los palacios, las adivinanzas, las sumas y las restas, los relojes, los teléfonos que suenan, los teléfonos que no suenan, Walt Disney, la etiqueta “realismo sucio”, decir que no, los manuales de instrucciones, las líneas rectas, las líneas curvas, los maniquís de los escaparates, los que van de listos, los listos, los que van de tontos, los tontos, las catedrales, las señoras gritonas, las guías de viajes, las ventanas pequeñas, Ken Follet, las láminas enmarcadas de Van Gogh, las velas, los cortaúñas, el vecino simpático, la generación Beat (Kerouac, Burroughs), los lemas por la paz o por la guerra o por el amor o por el odio, el oro de los mecheros, las cerraduras de las verjas, los muros de piedra, los términos consuetudinarios, el mayo del 68, Iron Maiden, los que saben de vinos, los catálogos de libros que no se contienen a sí mismos, silbar (apunte: incapacidad motriz de labios y de lengua para hilvanar dos soplidos afinados), las pirámides de Egipto, los que no saben callar, las obras completas de Shakespeare en papel biblia, las naves espaciales y sus verdes tripulantes, lo retro, los gayumbos por encima del pantalón (las bragas es otra cosa), las cómodas ventrudas con tiradores dorados, los párrafos en cursiva y en francés, la remolacha, no leer a Proust, “La conjura de los necios”, los amaneceres (ocurren demasiado temprano), los políglotas, la mañana siguiente, el Café Gijón, los signos de exclamación, los Kinépolis, las tonadilleras que aman a toreros y viceversa, la fonética, los atajos, el tarot telefónico a las tres de la mañana, la literatura rusa (excepto Chéjov, Tolstoi, Gógol, Dostoievski, Turguenev, Bábel, Gorki, Nabokov, etcétera, etcétera), las palabras etcétera, viceversa y mocho.

29 de agosto de 2007

Correspondencia Fedora - Goti (1)

Feliz Fedora,

¡El mundo es grande y yo soy tan pequeño!

He abierto puertas, en este estío de calor huidizo, que nunca llegarán a cerrarse; como llagas; como frutas maduras henchidas por el sol.

Salí al camino del verano cargado de libros como quien lleva al hombro un macuto de ilusiones. Una cifra inabarcable de títulos conjuraba un despropósito imposible, una utopía de lecturas que se iban amontonando bajo el peso de páginas de lavas y de luces.

Sobre los juegos malabares de un tablero pintado a tiza entre los adoquines, sobre esa rayuela de vértigos y calles, de sombras y de jazz, se crispó la voz enrevesada de un ruso llamado Vladimir que alardeaba de ardores y de árboles en pic-nics atravesados por pedazos de sol, en hierbas reverdecidas bajo el peso de dos dulces cuerpos sedientos de sí mismos, del olor de la piel húmeda regresando al gemido de la boca en ruinas, de aquella Terra que ya no habitaré con la misma ingenuidad de un sexo impúber o con la redondez inocente, blanca, aureolada de dos ocres blanduras nacaradas todavía tímidas: tus ocres blancuras, Ada, querida Ada, oh dulce Ada de secretas recompensas.

Este era el camino hasta despertar una mañana de un sueño intranquilo, convertido en un légamo pestilente y odioso, oh tú, aire frío exhalado en el amanecer de un día gris; tú que vaciaste el cuerpo de mi adorable insecto encerrado entre los muros de la sinrazón; nada le dejaste, apenas quedó un halo de santa humanidad entre las patas inmóviles y erectas - informes por cansancios y desvelos -, apenas quedó nada sino una mancha ensombreciéndolo todo y ese escozor último bajo la lengua, el áspero desahucio del odio que quedará prendido en la memoria para siempre.

Suerte que llegó el diablo, Fedora, con su voz atronadora, cantante, y sus ojos de venas rosadas y tibias, y detrás de su pelo rubio fracasaba una historia de amor, lo prometo, y todo se volvía gris como un suelo de palomas, y llovía, y hacía un frío de casa sin muebles y de ecos vacíos. Estuve allí, cobijado bajo una manta de felpas, buscando en el cuerpo de Mónica Friser un retorno al olvido, al no ser nada sino un hombre herido hundido en los desvelos del amor, en su pozo sin fondo, encorvado sobre la sed inefable de la pérdida, de tu pérdida, Mónica Friser. Si. Tú también estabas. Lo sabes. Nos juramos amor, pero el amor es agua y el agua se pierde entre los dedos del hombre.

Lo demás fueron cuentos. Cuentos para no dormir. Cuentos para el sinvivir. Algunos portaban cosas, o armas, por campos minados de miedos y de mosquitos, por selvas repletas de sudores y de agonías y del terror infernal de saberse enamorado sin esperanza alguna, sin la correspondencia que se le exige al primer amor, al virginal y menospreciado amor de fotografía y pluma, que eran cosas que también llevaban. Eran cuentos donde hay viejos caminando por lejanías inhóspitas surcadas de trenes y de vías muertas, acompañados de niños que dejan de serlo frente a pieles tiznadas de azabaches, niños que no habían visto antes la piel de los negros del Sur, pero que viajaban a la ciudad por segunda vez; cuentos claros como un domingo de paseos al sol deshilachado de Yalta, abrigando de amores a señoras con perrito; cuentos de collares falsos, cuentos hechos de palabras y de carne.

El mundo es grande, Fedora, y en él se pierden esperanzas como se pierden las llaves de un acertijo. Luego ya nunca se recobran con la misma calidez. El mundo es grande para que podamos llorar las pérdidas, Fedora, y que las lágrimas nos duren un suspiro, un parpadeo, un no decir. O sea nada. Las pérdidas, ya se sabe, siempre dejan algo para que se las recuerde. Y eso lo dejó bien claro el poeta, aquel del café a media tarde y de columna diaria que hablaba de Juan Ramón y de Ruano; el poeta de provincias que hablaba de las calles de Madrid y de sus tribus y de la grandeza del lenguaje y del estilo. Por eso hoy, Fedora, abro con esperanza su legado en busca de aquellos hombres que le hicieron grande, en busca de su Quevedo y su Valle-Inclán, de sus gentes del 98 y de su Nietzche. No sea que en estas páginas, agazapado entre los rincones de su prosa brava, en los entresijos de su prosa de metales que resuenan, su prosa de carne y de huesos y de hombre desnudo entregado al único altar al que consagró su vida, detrás de la pasta de sus gafas y de la violenta ternura de su párrafo, me encuentre a un dandy soñador, con botines, con foulard, con melena al viento, que insista en desvelarme una verdad demasiado triste para ser, completamente, mortal y rosa.

Búscame, Fedora, entre los libros. Ese es mi mundo inabarcable.

Se despide de ti,

Víctor Goti.

8 de agosto de 2007

El cuento de nunca acabar

Papeles sueltos. Un puñado de cuartillas mal cosidas, un cuaderno de caligrafía de hormiga, dos desvelos y un swing de Jelly Roll Morton, y todo dentro de esa magia parlante que en pocas líneas dibuja un mundo microscópico, el santo y seña de un club de solitarios, el amor trazado a vuelapluma en las orillas de un puerto de Yalta, una habitación en sombras y una luz en la ventana...

- ¿De qué hablamos hoy, Fedora? ¿Papeles sueltos, cuartillas? ¿Qué has desayunado si puede saberse?
- Amigo Goti, estamos hablando de una señora con perrito o de un caserón polvoriento al borde de un precipicio; de un viaje en el transiberiano observando el parpadeo de la estepa rusa sobre los cristales de un vagón para turistas…
- No comprendo ¿Chéjov? ¿James? ¿Tolstoi?
- Ya te vas enterando, Goti. Hablamos de cuentos.
- ¿Cuentos? ¿Quieres decir relatos? Historias para niños. Hansel y Gretel, es eso ¿no?
- Es mucho más, querido amigo. Te lo mostraré: toma el marco de un cuadro…

Fedora abre su zurrón de cuero y extrae un marco dorado con bordes churriguerescos. Se lo alcanza a Víctor Goti y prosigue:

- Prescinde del lienzo, Goti; pasa el puño de un lado a otro. Así, así, muy bien. Asegúrate de que el marco contiene sólo un pequeño hueco, la superficie invisible de un agujero, una nada rodeada de cuatro tablillas claveteadas.

Goti hunde el puño a través del marco y observa atentamente su mano al otro lado del hueco: se sorprende al descubrir una mano ancha, aumentada, con los nudillos como maromas de barco.

- Ahora, piensa que estás en la calle, en un bar, por ejemplo, en el fondo del mar, entre pececillos color de rosa… o donde a ti te parezca el mejor lugar para alzar el marco y disponerlo frente a los perfiles de una historia. ¿Lo ves? ¿Qué estas viendo, Goti?
- Es un violinista flotando en una piscina, ¡se está hundiendo Fedora! hace gluglú; espera, no, ahora veo un collar de perlas; una carta escondida; un caserón en llamas... ¿Qué es esto, Fedora? ¿Qué conjuro hechiza este marco?
- Ahí tienes un cuento, o dos, o tres, o leves trazos que ensayan un amor de provincias, o un absurdo miedo que congela la sangre, o la risa condensada en un pliego de hojas. Son cuentos.
- ¿Risa? ¿Amor? ¿¿Miedo?? - los ojos de Goti se afilan como los de un gato, horrorizado.
- No aprenderás nunca, Goti. ¿Es que no lo has averiguado aún? Un cuento es un iceberg que emerge del fondo del océano mostrando apenas un pedazo de hielo. Los cuentos tienen vida propia, hay quien ha llegado a escuchar los vacilantes latidos de su corazón de tinta; por sus venas corre una emoción de niños jugando; los susurros de dos enamorados abrazados en un parque.
- ¿Quieres decir que los cuentos tienen vida propia? No me hagas reír, ¿hablan acaso los cuentos?
- Ya lo creo, Goti. “Si me necesitas, llámame”, dicen los cuentos. Sólo tienes que pasear la vista por las montañas coronadas de nieve de los cuentos para saber que allí dentro, en el fondo oscuro de sus aguas, allá donde no llega la luz, se esconde un secreto que quiere ser desvelado.

Pero el secreto de los cuentos no emerge a la superficie, no se lee ni se puede ver con ayuda de catalejos de pirata. No hay ningún astrolabio que nos oriente en la ruta hacia su tesoro escondido. El secreto de un cuento es aire dentro de una burbuja: la llena, la redondea para que en sus lomos chisporroteen puntos de luz azulados, la eleva sobre el suelo tan alto que es un globo, un algodón mecido en olas de aire, un pájaro que vuela libre y sin fronteras. Y todo eso es un cuento.

- Ya veo, Fedora, ya veo. Tú siempre tan... ya sabes, tan...
- Un pequeño cuento no es el hermano pequeño de la novela, no lo olvides – prosigue Fedora, sin hacer mucho caso a las vacilaciones de Goti -. No lo es, hay que decirlo bien alto. Que todo el mundo lo sepa. Un cuento no necesita apoyarse en los torrentes narrativos de un escritor río, no precisa de pesados engranajes que lo sustenten ni muletas que lo alcen. Un cuento es una bala en la recámara de un revólver dispuesta a partir por la mitad dos corazones. Un disparo certero a los sentimientos, una poética de lo breve encadenada a un universo único. En ese cosmos de páginas menudas uno encuentra buenos amigos, los conoce durante un rato que pueden ser dos minutos o una vida y los lleva para siempre en la memoria. Como los viejos amigos. Es la literatura portátil, las palabras que no hace falta decir para sentirlas, la mirada honda de dos enamorados.

Cuando la historia termina con un punto y final o con un silencio y todavía perdura el calor de unos labios que se alejan de tus labios, el olor a lejanías que habitan dentro de uno, cuando abres esa caja de sueños que es un cuento, sabes que nunca, por más que el tiempo y la vida nos ponga zancadillas, podrás dejar de enredarte entre sus magias, abrir sus puertas de sombras, perderte en sus laberintos.

- Un cuento es todos los cuentos – asegura Fedora -. Leer un cuento es leerlos todos y es no leer ninguno; pero de eso, Goti, ya te hablaré otro día.

31 de julio de 2007

Historia de amor

...después de la tercera cita, la cuarta, y la quinta y luego el clásico juego de en tu casa o en la mía y una desesperada forma de decir te quiero entre las sábanas deshechas, o a la luz de las velas de nueve semanas y media de entregas sin orden, a deshora, incontables entregas de un amor en ciernes, y el placer del cigarrillo a medias y de las canciones al oído, y el sabor de tus labios o el olor de tu piel como una medalla prendida en los ojales de mi memoria, y luego todo ese tormento de no verte, acodado en las rutinas de mis días de oficina, deambulando por una ciudad desierta en la que sólo existe un olor que es el de la memoria para siempre, tu olor, y el verdiazul de tus ojos encañonando mi vida, a dos manos, agitándola durante días de espera, contando las horas que separan el gris apagado y terrible de los lunes del viernes siguiente, como dos planetas distantes años luz, contando las horas como estrellas infinitas de un firmamento que sólo se cuaja los sábados por la noche y algunas madrugadas del domingo, y leer también el errático desorden de un periódico del que compartimos las páginas como quien se pasa poemas escritos a escondidas en un amor infantil, reinventando el romanticismo, el amor sólo para nosotros como un caso clínico y extraño que únicamente ocurre una vez en la vida, llenando las noches de primaveras exultantes, de floridas amenazas que saben a gloria, de celos nacidos en el parloteo con extraños, de reencuentros siempre dulces, del postrero derribo de los cuerpos, del canje de una piel por otra piel, de un suspiro por otro, de la extenuación obscena de la carne, adivinando siempre mis deseos, adelantándote a mi placer, del vivir compartiendo vida, apartamento, teléfono, facturas, amigos, obstinados ambos en aumentar la dicha de sabernos el uno para el otro, el otro del uno...

25 de julio de 2007

El lagarto de Andrea

Andrea trabaja de bibliotecaria y vive con un lagarto.
No es un lagarto cualquiera. Atendería al nombre de Rocco si no estuviera muerto. Es un lagarto lagarto, con sus escamas verdes y su cola partida por la mitad, pero permanece incorrupto con el paso de los años. Andrea me refiere la historia de Rocco tomándose su tiempo. Es una anciana seca como el esqueleto de un álamo; cuando habla las palabras parecen caramelos de limón que se van deshaciendo en su boca de bibliotecaria anciana.

- Lo encontré en el patio interior – dice -; lo vi en el suelo, detrás de las jardineras de geranios. Estaba tan quieto, el pobre.

Se pasa las palabras de un lado a otro de las mejillas. Estirándolas como chicle. Andrea sigue relatándome su historia:

- Debía llevar allí..., ni se sabe. Un montón de rato. Yo volvía del lavabo y salí a tomar el aire. En la biblioteca, el aire está enrarecido ¿sabe? De vez en cuando conviene respirar un poco de aire fresco. Entonces salgo al patio de luces.

Andrea mira hacia el patio y los ojos le retroceden al pasado. En su lento desandar el camino, se tropieza con viejas amistades y gentes a quienes quería y ya no puede querer si no es en sueños, porque entristece sus ojos con una lagrimilla. Luego se recompone y le pido que prosiga:

- Así que se encontró usted al lagarto en el patio...

- Si. Detrás de los geranios. El pobrecillo debió caer allí desde el tejado. O tal vez murió mientras escalaba la fachada de balcones de forja. No lo sé. Nadie podría asegurarlo. Lo cierto es que estaba tieso y relucía un verdín estupendo con el sol del otoño.

Pidió que se lo trajeran, el lagarto. Un joven estudiante de derecho que pasaba allí sus tardes memorizando gruesos tomos de leyes, lo cogió entre sus dedos con mucho cuidado de no romperlo en dos pedazos y se lo tendió a la bibliotecaria Andrea.

- Aquí tiene. Lleve usted cuidado, no se le vaya a romper en dos pedazos – le dijo el estudiante.

- Rocco. Le llamaré Rocco – dijo Andrea, y luego terminó de contarme su historia.

Andrea conserva todavía el lagarto. Lo guarda en su casa momificado. No ha perdido ni una sola escama, ni un ojo, y la cola todavía le vence en un semicírculo trenzado. Andrea lo exhibe sobre una caja de abanicos. Le regalaron esa antigua caja de cristal y caoba y ella guarda allí dentro sus abanicos. Plegados unos junto a los otros y alineados en columnas. Sobre el muestrario de abanicos, Rocco duerme su sueño eterno de lagarto incorrupto. Cuando llegan visitas inoportunas, Andrea les ofrece un té de jazmín y les enseña su colección de abanicos. Salen horrorizados

- ¿Cómo puedes tener eso ahí, Andrea? ¿Ese bicho asqueroso?

- No es un bicho – contesta Andrea -. Se llama Rocco y es un lagarto.

Cuando las visitas corren calle abajo, Andrea las observa desde el balcón de su casa. Tiene el lagarto en una mano mientras con la otra lo acaricia con mucho cuidado para que no se parta.

Hay veces que le dice Rocco, Rocco, Rocco, masticando su nombre como almendras garrapiñadas, aunque el lagarto todavía no ha contestado a la bibliotecaria Andrea.

Ilustración © Escher

11 de julio de 2007

Notas de un viaje asiático

Uno viaja hasta donde le lleva su bolsillo o su intrepidez. Cuando el bolsillo lo permite, es la audacia marcopoliana de cada uno la que impone fronteras al atlas. Mis fronteras – ahora lo sé -, están mucho más allá de las Antípodas. Sobrevolando en un enorme Boeing medio mundo, Turquía, Irán, Afganistán, India, Birmania, piensa uno que ya no se puede llegar más lejos. Pero se puede. Mi destino ha sido el intenso color verde de las planicies camboyanas, sus arrozales encharcados por el río Mekong, la escasa sombra de sus frutales, sus nativos regalando sonrisas a cualquiera que hable con ellos.

- How do you do?, dicen con una sonrisa encendida en sus ojos profundamente negros.
- Where do you come from?, preguntan los niños de las aldeas.
- I come from Spain.
- Umm, Spain, capital Madrid-Barcelona, contestan en un alarde de políglota genialidad asiática.

Camboya no son solo los templos de Angkor, ni las gangas del Central Market en Phnom Penh City, ni siquiera la botella de cerveza Tiger por un dolar. Camboya es una cicatriz a punto de cerrarse en el sudeste asiático, un pueblo joven al que masacraron cuando el comunismo significaba una trinchera, una elección donde no cabían las medias tintas. Desde 1975 hasta 1979, el genocida Pol Pot acabó con la inteligencia de Camboya: asesinó a profesores, médicos, monjes, políticos. A cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia y pudiera oponerse a él o a su régimen comunista. Si llevabas gafas, eras hombre muerto. Si llevabas gafas, estabas demasiado interesado en ver más allá de tus narices. Tenías los días contados.

Visitar Camboya es ver a los hombres y mujeres levantando un país de los escombros minados que dejó el sanguinario Pol Pot y su infraestructura de asesinos. Visitar Camboya, hablar con sus gentes, es ver que la llaga todavía escuece y no pueden describirte el horror sin que sus ojos se humedezcan de trémula impotencia.

Pho-Ly es una mujer con las manos como las raíces de un bonsai - de pequeñas, de nervudas-, nacida en Phnom Penh City y que ejerce de guía turístico a través del Mekong. Pho-Ly llora cuando me relata su historia. Tenía siete años cuando la sacaron a rastras de su casa en la capital, junto a sus padres, y les obligaron a trasladarse al campo. “Pol Pot quería una sociedad feudal llena de campesinos, así que nos desalojaron a todos.” Perdió a sus padres en el río de gentes que abandonaron la ciudad, entonces sintió que estaba sola. Sola entre la multitud. Sola entre aquellos que atendían su propia desgracia, la tragedia del destierro que imponía el régimen de los jemeres rojos. Nadie más que ella podía ayudarla. Entonces, por azar, reencontró a sus padres. Pho-Ly tuvo mucha suerte: sólo fue asesinado un miembro de su familia. Pho-Ly quiere que se sepa qué sucedió en esa tierra donde el verde estirado de los arrozales se mezcla del azul turbio de las arenas del Mekong.

A pesar de todo sonríen. Los niños saludan con las dos manos mostrando una hilera de dientes blanquísimos que parecen decir hello, hello, hello, mientras pasas junto a ellos en las barcas para turistas del lago Tonle Sap, o en autobús, por la National Road 5, de camino a la capital.

Pho-Ly, guía turístico, mujer, todo nervio bajo la piel, me unge con Siang Pure Oil cuando sufro una fiebre selvática de 24 horas. “This won't take your fever off, but you will feel better”, me dice. Me masajea las cervicales, las sienes y el pecho y me obliga a respirar hondo este aceite de menthol y peppermint. Siang Pure Oil es un frasco de 3 c.c. de aceite balsámico parecido al Tiger Balm. Un ungüento analgésico que me libra de los sudores de la fiebre y me hace pasar un día sosegado a pesar de la alta temperatura de mi cuerpo. Pho-Ly, me digo ahora, la sanadora. Aquella que cura a los demás a pesar de llevar dentro las heridas de un pueblo roto.

Cuando uno llega a la frontera de Camboya con Vietnam, a través del río, observa que el paisaje ha cambiado. Siguen los poblados flotantes como arrecifes en los márgenes del Mekong, pero algo los distingue de los camboyanos: las antenas de televisión. Entonces me doy cuenta de que en los viajes uno ve lo que tiene delante - toma fotografías, observa el paisaje, habla con las gentes-, pero no puede ver lo que no hay y ni siquiera somos capaces de echar en falta. Todo es tan exultante, tan exótico, que nos parece un paraíso pintado para nosotros. Nada de eso. La frontera con Vietnam no es una línea punteada en un mapa, no es un registro de aduanas, ni un visado en el pasaporte. La frontera marca una diferencia entre dos países que son la misma tierra y el mismo río.

En la frontera me doy cuenta; en Camboya no vi ni un solo banco (guardarán el dinero en un calcetín, aunque no usen calcetines, me digo; más bien no tienen dinero que guardar, viven al día, me corrijo más tarde); tampoco encontré anuncios publicitarios en las carreteras, ¿para qué?, ni tendidos eléctricos, ni telefónicos. No había canales de distribución de agua. No ví tiendas (sólo mercados de frutas, verduras, arroz, carnes, embriones de pato, grillos tostados, alimentos de primera necesidad). En Vietnam veo: metalurgias, fabricación de vinagres, venta de maquinaria agrícola y tractores (en Camboya había vacas huesudas tirando de arados), gasolineras (en Camboya había bidones de gasolina en las esquinas de las ciudades), farmacias, talleres mecánicos. Entonces pienso que Camboya es un niño de doce años que sonrie abiertamente a los extranjeros, que comienza a hablar inglés y presume de cortesía nativa, mientras Vietnam hace años que pasó la pubertad, la edad del pavo, se ha marchado de casa de sus padres y ya establece negocios por su cuenta (comunismo capitalista o capitalismo comunista, vaya usted a saber).

Camboya es la sonrisa permanente y amable de un pueblo que renace de sus miserias; de los políticos corruptos y asesinos, de la violencia y la sinrazón de los burócratas. Vietnam, su hermano mayor, envilecido por las mil putas occidentales que lo vapulearon (franceses, rusos, americanos, chinos), ha sabido reponerse y crecer sin perder esa sonrisa, pero esos labios que se obstinan en saludar a los turistas en Saigon, no dicen How do you do? Where are you from?, dicen - más bien -: Come here, buy it to me, it is cheap. Los negocios son los negocios y la misma sonrisa asiática puede ser pura o convenenciera.

Vaya usted a Camboya, busque allí a las Pho-Ly sanadoras, hable con los niños, gástese un dólar por un paquetito de postales que no vale más de 50 centavos y tenga los ojos bien abiertos; busque lo que no ve, lo que no tiene delante de sus narices, aquello que no puede fotografiar. A lo mejor entonces descubre dónde están las fronteras de su atlas.