20 de julio de 2008

Mano de santo

El prolongado éxtasis que el padre Mateo colmó sobre el cáliz le vino mientras se santiguaba con la mano pura. El verbo se hacía carne, hiel de hombre sobre la sangre de Cristo. Después del eco de silencios que sucedieron a los gong del campanario, se conjugaron en milagroso sincronismo varios acontecimientos:

1. eran las doce en punto,
2. el incienso se respiraba como un aroma de santidad por toda la sacristía,
3. el padre Mateo se incorporó fustigado por la virgen de Fátima, cuyos ojos llameaban a la luz de dos cirios del tamaño de dos vergas de equino, traídos directamente del Vaticano,
4. el diablo, alias Lucifer, alias Satanás, alias Belcebú, también conocido como ángel caído, penetró, a través del portón de la entrada, con un abrigo de piel de cordero bajo el que escondía un cuerpo de fulgores de almizcle, obsceno, ese que siempre le permitía desflorar el tesoro de cuantas castas mujeres le vinieran en gana,
5. quiso Dios, por una vez, estar presente en cuerpo y alma en el evento y así fue conducido por San Cristóbal en blanca y alada limousine del cielo a la tierra, donde aparcó en zona de minusválidos y, mientras el santo patrón discutía con el guardia, se acomodó Dios junto a la pila bautismal, humedeciéndose los dedos de bendita frescura,
y, 6. la única devota presente, una vieja amante de Dios sobre todas las cosas y del prójimo como de sí misma, tosió dos veces y se echó a la garganta una Juanola que andaba enredada por su bolso, entre el devocionario y el Hola.

El padre Mateo, ajeno a la congregación de su parroquia, se dijo, hágase tu voluntad, mientras salía a dar misa con una sonrisa lunática en los labios. Camino del altar, rememoraba el seminario Marista y los lustros de análisis de exequias y huesos de santos compostelanos que le dejaron la clara convicción de que el verbo se hacía carne a través de los hombres. De manera que tal día como aquel, quiso predicar con el ejemplo ofreciendo su propio brebaje a los feligreses en cáliz de oro.

- Perdona nuestras ofensas... – dijo el párroco, aunque estaba convencido de que el cáliz donde había depositado los signos de su improbable descendencia, no podía ofender al Altísimo, sino elevarlo a él mismo a las alturas celestiales por compartir, con sus feligreses, la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo, amén.

Llegó la hora de la comunión. El diablo se deslizó en vagas sombras por el empedrado, Dios maniobró con elegante omnipresencia hasta el presbiterio, y la anciana se precipitó sobre el padre Mateo que descendía las escaleras con el cáliz entre las manos y observaba la gotita flotando, blanco teñido de frenesís sanguinolentos, blanco inmaculado envileciendo la sangre, blanco puro y espermático, blanco de ángeles luminosos en el pozo rojo de las zozobras de Cristo.

Así se sucedieron los prolegómenos del ite missa est:

1. la vieja tomó el cáliz de salvación que le ofrecía el padre Mateo y bebió hasta la última gota,
2. Dios desplegó un par de ojos atónitos que parecieron rodar por las inscripciones latinas de las sepulturas,
3. el diablo, para completar el sacrilegio, se metió entre las faldas de la vieja jugueteando con todos los puntos cardinales del éxtasis sexual,
y, 4. el padre Mateo observó cómo la anciana relamía el borde dorado del cáliz y las incrustaciones de jade con un entusiasmo que él adivinó enseguida espiritual y divino, y que la llevaría directamente al reino de Dios Padre Todopoderoso y eterno, sin que éste, el Todopoderoso, allí presente en cuerpo y alma, pudiera hacer nada por evitar semejante blasfemia.

El Dios Padre todopoderoso y eterno no podía creer lo que sus ojos eternos veían: la vieja panza arriba, falda en alto, convocando a mil demonios sedientos de carne rechumida que la apretujaban, la volteaban, la ponían a cuatro patas, mientras ella se dejaban hacer, bendito seas señor, Dios del universo, decía. El padre Mateo, creyéndola poseída por los ángeles, se desabotonó la sotana y comenzó un tira y afloja con objeto de producir más líquido sagrado con que rociar la escena.

- No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal – se decía el loco Mateo..., digo el padre Mateo.

Después de aquello Dios no quiso saber nada más de los hombres, el diablo elaboró una divertida ruta que contenía conventos de clausura, claustros monacales y residencias de estudiantes. El padre Mateo, viendo que la escena no parecía repetirse, puso todo de su parte por reproducir cada domingo aquel milagroso éxtasis. La vieja, amante del prójimo como de sí misma, no faltó ni un sólo día a misa de doce.

10 de julio de 2008

Jazz: el absurdo sensible

Cada vez que acudo a un concierto de jazz puedo verme a mis diecisiete años llegando apresuradamente del colegio con la única obsesión de echarme sobre la cama -con las deportivas todavía puestas y un par de auriculares que llegaban a cubrirme por completo las orejas-, para pasar el resto de la tarde escuchando a esos extraños seres que eran capaces de destrozar la música hasta llegar a convertirla en la informe masa de silbidos y gemidos de una trompeta, los llantos ahogados de un saxo tenor, los ceremoniosos riffs del batería, o los aterciopelados estallidos de cólera del bajo y todo al ritmo frenético de las teclas de un piano que era capaz de meter en un tiempo lo que nadie hasta entonces soñaba con poder expresar en música. Una vez dentro, una vez metido hasta las cejas en el vergel de sonidos que irrumpía en mi habitación entonces ya sin ningún sentido para mí, vacía, inexacta, torpe, porque solo existía la música, una vez allí, todo, absolutamente todo, podía suceder.

Mi primer disco, lo recuerdo bien, me lo prestó un profesor del colegio alegando que no iba a gustar nada, que no lo comprendería y que haría bien si en lugar de ese me traía un trabajo de Michael Bolton o de Jean-Michel Jarre -o de uno de estos que ahora no recuerdo, o no me apetece recordar-. El disco se trataba de Gemini, de un Miles Davis de 1969 que no era el joven músico que abandonó la Juilliard School para dedicarse a buscar una expresión propia que sólo él era capaz de encontrar detrás de su épica trompeta, sino un Miles mucho más innovador, adecuado a otros tiempos, alejado ya del bebop de los cincuenta pero igual de vertiginoso y demoledor. Aunque todo esto yo entonces lo desconocía y solo podía entregarme a unos sonidos que –era cierto- no comprendía del todo, pero que me maravillaban. Con ellos era posible que me fundiera en esa masa resbaladiza en que se convertía la música y moldearme con ella, volver a ser, reinventarme, que es la principal atribución que puede tener y de hecho tiene la buena música de jazz.

El jazz hay que escucharlo hipnotizado, hay que entregarse por completo a sus reglas aparentemente caóticas, no, no, aún mejor: a sus reglas en verdad caóticas, hay que dejarse arrastrar hasta sentirse perseguido por el absurdo sensible, por esa manera tan natural con que el músico dice todo lo que quiere decir sin que lo comprendamos del todo, pero sintiendo ese momento único en que es capaz de contagiarnos con su vibrato, con su frenesí, con todo lo inmortal que tiene el jazz para resplandecer por si solo en una habitación –la mía- tomada ya por las sombras de una tarde después de las clases. No había nada más que jazz. Parecía que el brillo dorado de los metales iluminaba tenuemente las esquinas, el oro de los instrumentos se recortaba ya sobre el imaginado escenario que iba perfilándose en mi habitación, el desorden con que me cautivaban los instrumentos desafiaba las leyes de la lógica, pero todo terminaba convenciéndome de que más allá de la ciencia y de las matemáticas que yo acababa de atender pacientemente esa misma tarde, podía esconderse un mundo mucho más subyugador y poderoso, la inclemente razón de la música, esa forma de sentir que se impone a las razones.

El jazz comenzó a ser la magia insultante del bebop de Charlie Parker –Bird-, el estallido del saxo tenor de John Coltrane, la flamante trompeta de Dizzy Gillespie -más tarde descubriría yo sus imponentes mejillas-, el piano del señor Thelonious Monk, un negro, como todos los demás, que en las portadas de los discos aparecía cubierto con un birrete y luciendo perilla de cabra, y por encima de todos ellos, o a la misma altura del mismísimo Bird, el colosal Miles Davis, ese hombre detestado y admirado a partes iguales, que no toleraba la imperfección, ni el descuido, ni la falta de talento musical y que era capaz de entregarse con la misma pasión al jazz, a su improvisación, a su técnica, a sus nuevos lenguajes, como se entregaba también a las drogas que lo dejaban postrado durante semanas en su apartamento de Manhattan.

Esto era el jazz. Esto es el jazz que yo escuchaba con dieciséis años en discos compactos que sacaba de la biblioteca –cada semana, dos o tres o cuatro, todos los que me permitían en la ventanilla de préstamo-, y en el que me recostaba como si me estuviera hundiendo en un blando colchón de plumas. El jazz eran estos tipos capaces de recomponer la música a partir de los deshechos heredados del siglo anterior, capaces también de reinventarse a sí mismos cuando el bebop y el cool de los cincuenta no podía dar ya más de sí, y sabedores de que el jazz, el verdadero jazz, tiene el tiempo de vida de un compás, nace en los labios de un hombre, en los dedos que rasgan las cuerdas de un bajo, en el pie que cimbrea la tela gastada de una batería, y muere dos segundos después, allá abajo, en el patio de butacas, ante una masa expectante que sólo somos capaces de perdernos en los aullidos sinfónicos de cuatro o cinco tipos enloquecidos por aquello que sólo ellos saben hacer: tocar jazz hasta la muerte. Hasta que la cocaína, o el caballo, o un Testarrosa a doscientos diez por hora en una carretera de California los estampara a todos contra la valla de la monótona repetición de lo cotidiano. Así morían los músicos de jazz.

Luego vinieron muchos otros: Petrucciani, Charles Mingus, Ornette Coleman, Wynton Marsalis, Dexter Gordon, Herbie Hancock, y mucho más tarde –hoy- Haffner, o el Esbjörn Svensson Trio –conocidos como E.S.T.-; incluso antes de éstos sufrí una interesante recaída en una de mis fiebres por el jazz mientras escuchaba a algunos clásicos como Louis Armstrong o Duke Ellington, a quienes entendía como predecesores brillantes e inteligentes, pero que no llegaban a hacerme sentir toda esa magia subyugadora que se había iniciado con Miles Davis.

El jazz hay que escucharlo siempre como si fuera la primera vez, como si de verdad fuéramos vírgenes e inocentes, para que la maravillosa sinrazón de sus sentidos sea tan plena como era entonces, a mis quince años -¿o eran dieciséis?-, y lo escuchaba con las deportivas puestas tirado sobre la cama. El jazz, como algunos buenos libros o películas, es capaz de hacernos sentir como sentíamos cuando vivíamos sin prejuicios, ignorantes de gastadas fórmulas, de maniqueísmos y tretas comerciales; cuando todavía éramos capaces de asombrarnos por la cadencia sinuosa de un saxo mientras es perseguido por el rasgueo escalonado de las cuerdas del contrabajo. Esa capacidad de asombro todavía vive en mí cada vez que me siento en el patio de butacas, la luz comienza a apagarse y sobre el escenario aparecen esos hombres que son capaces, siquiera por última vez, de inventar la música esta noche.