Si buscamos una ciudad sin nombre
...o una isla perdida en el océano, o un hotel en una calle que no existe, tal vez detrás de cada puerta cerrada, encontraremos la literatura.
Ese revuelo de cenizas esparcidas, el crujir del martillo sobre el yunque al rojo vivo, el oro anaranjado de Kentucky, o las sombras de una sentencia enfriando la soledad de un hombre, son sólo palabras. Nada más. ¿Qué daño pueden hacernos? ¿Acaso el calor de la noche puede agotarnos el olvido?
En esta búsqueda se desvelan los escritores, dotando con sus frágiles armas un nuevo sentido a la escritura. Agarrados a las tapas de un libro, los lectores nos estremecemos con sus encuentros, con la plenitud de la forja de la nueva belleza. Dentro de los lomos abiertos, entre las páginas de espumas de los sueños, encontraremos una nueva felicidad a la que sólo le falta un nombre, una etiqueta. Después de la batalla, el escritor levanta su bandera en un enclave único, singular, como una boya recogiendo su mensaje: el título. Y así nos lo envía, abierto a su lectura pero guardando muy dentro el tesoro de la magia.
Mucha letra se derrama en vano para delimitar los géneros, tratando de acumular puntos para las olimpiadas académicas de la clasificación. ¿Una novela es un puñado de páginas que contienen una historia? ¿Un relato trata de condensar la esencia de una vida o de un sólo pensamiento o de una tortura? ¿El teatro es un diálogo que amanece sobre las colinas del mundo con su vómito de espantos, de caricias salvajes, o de amores únicos? ¿Qué es una poesía? ¿Acaso no lo es todo? Pero ¿y los títulos? Esos emblemas que hacen aspavientos llamando nuestra atención desde las estanterías de las bibliotecas, en los expositores de las librerías, en las páginas manchadas de un suplemento literario ¿qué verdad ocultan? ¿en qué genero participan?
La realidad es que confieren una verdad única a su pregonero. Tal vez sean la condena de su obra o aventuren más historias de las que el libro alberga, o quizá no sea nada, sino un juego de palabras escondiendo un enigma.
Los hay claramente poéticos, Velocidad de los jardines (Eloy Tizón), y en ellos descubrimos un fugaz malabarismo mecánico, verdoso, lleno de bellas flores abriéndose al aire una tarde de primavera. O bélicos, encerrando un ensueño de amores esperanzados, Mañana en la batalla piensa en mí (Javier Marías). Algunos no dicen nada, pero lo sugieren todo, incluso el amor acabado, Tokyo ya no nos quiere (Ray Loriga). Los hay que miran hacia delante, al futuro, a un camino todavía por recorrer mientras cargamos sobre el hombro la búsqueda de la identidad, El año que viene en Tánger (Ramón Buenaventura).
Si eres un hombre y habitas esta tierra, no podrás escapar de su sentencia del tiempo y te estremecerás al escuchar en boca del poeta Las personas del verbo (Jaime Gil de Biedma), cuyo título anuncia una verdad, la humana, que viene siempre teñida de tantas otras cosas.
No sé qué tiene la nostalgia, la añoranza del pasado o de la infancia o aquellas calles anchas que se cruzan en nuestros recuerdos, pero son para algunos el punto de partida de un naufragio; La Habana para un infante difunto (Guillermo Cabrera Infante), guarda en su título cierta precariedad, un olor a muerte y un disparo directo al corazón de Cuba, a su Habana para siempre.
Y si buscáramos un extravío nocturno en una desconocida carretera italiana, tal vez soñaríamos con leer Si una noche de invierno un viajero (Italo Calvino). ¿No tiene este título una cadencia extensa, larga como la vida, que además promete aventuras y encierra entre sus palabras la certeza de la magia?
Este saber hacer con las palabras que nada dicen diciéndolo todo, sólo lo atesoran los más grandes. Me aventuro a asegurar que si recorremos la historia de la literatura, vemos que los encuentros más dichosos y poéticos - los frascos de cristal que encierran un secreto -, son más propios de los últimos cien años de escritura. Antes, con nuestros abuelos y aún con sus abuelos, los títulos nombraban a los héroes de la historia, Madame Bovary (Flaubert), el paisaje, Historia de dos ciudades (Dickens), la engañosa y retorcida calificación del mundo, Los Miserables (Hugo), o el recorrido fantasma de un hombre en las entretelas de sus recuerdos, En busca del tiempo perdido (Proust).
No pretende ser esto un estudio paratextual y académico de los títulos, pero debemos esperar de la escritura, de la de hoy, de la contemporánea o de la futura, nuevos aciertos, amables encuentros con las palabras, fundar así un nuevo Carnaby Street (Leopoldo Panero) al son de cierta Música para camaleones (Truman Capote) para no temer El aburrimiento, Lester (Hipólito G. Navarro).
Permitidme imponer como destino de nuestro viaje, el tranquilo y silente deslizarse sobre el vacío de la nada, tal vez el mismo y contundente Silencio del patinador (J. Manuel de Prada).
Fotografía © Brassai
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