5 de mayo de 2007

El secreto de los hombres sabios

Imposible centrar la mirada, encajar la vista y enfocarla sobre el hombre sentado. A los pocos segundos, imperceptiblemente, se me van escapando las pupilas y, embelesado, leo las filas de libros apretujados en las estanterías, justo detrás de ese hombre que posa sonriente. Es una fotografía de un prestigioso escritor, o del ganador de un celebrado premio literario, uno de esos que llenan escaparates y bolsillos... No lo sé cierto, porque mi atención se centra, no en el título de su libro, ni en él mismo, sino en los anaqueles que rebosan sabiduría, viejas historias, amores frustrados... Vida.

Me ocurre siempre, lo confieso. Persigo con paciencia cada estante, tratando de adivinar colecciones: Austral, con sus colorines imperecederos, Seix-Barral - la antigua -, con ese sepia ocre y mutilado, Anagrama – gris como cemento babeliano o amarillenta como un atardecer -, los blancos lomos de Alianza LB como la luz que hiere una ventana... Y persigo los títulos, los autores, toda la historia leída por ese hombre sentado plácidamente en medio de la fotografía. Su pasado. Sus fuentes. Todas las lecturas que ha ido acumulando, como un rosario de pensamientos y emociones que ha empleado para urdir la nueva tela de la literatura, esa que ha pasado por la mezcla y el sabor más variopinto, por su propia conciencia y sentimiento para ser, para convertirse en nuevos sueños. Ese trasfondo de la fotografía, pienso, es el pasado de un hombre; tal vez el pasado de todos los escritores. El inconsciente colectivo del que los creadores beben para transformarlo con su magia, con su sello, en una nueva concepción del mundo. En otros universos.

- ¿Acaso no haces lo mismo cuando estás en casa ajena? - me pregunta Fedora, interrumpiendo mis pensamientos.

Dejo el suplemento literario sobre la mesa y me veo, ciertamente, escudriñando en las estanterías de mis anfitriones aquellos libros que se relajan ahora en un sueño plácido, después de haber desvelado a sus propietarios, después de haberles pesado entre las manos.

- En esto llevas razón, Goti – por un extraño azar, Fedora hace malabarismos con dos gruesos tomos de la Enciclopedia Británica comentados por Borges -. Los libros son como las personas – continúa -, gozan la misma vida, a veces pesan, llevan la gordura de sus páginas y la dureza de sus lomos como espolones que vapulean la propia carne al leerlos en la cama. Pueden llegar a escocer.
- Bueno, no siempre ¿no te parece? Algunos son esmirriados, de hojas quebradizas y frágiles, ya sabes, esos que merecen ser leídos con la delicadeza de un cirujano, tomando las páginas como con pinzas. Y al pasarlas, crujen como una tostada. De tan finas.

Fedora deja caer los tomos al suelo con dos golpetazos que resuenan como dos pisotones de elefante y me pregunta:

- ¿No tienen todos esos libros la culpa de hacernos como somos? Piensa que cada uno de ellos es una semilla sembrada en el extenso campo de los sueños de los hombres y que de ahí surge, poco a poco, del hondo ser, una ramita verde que reluce al sol.

¿Qué será este tallo del que habla Fedora? ¿Qué brotes arrancarán de sus yemas?

- ¿Tú crees que los libros nos forjan las virtudes? - le pregunto -. ¿Que nuestra paciencia puede haber nacido de aprender, con Juan Ramón, a contemplar la belleza? ¿Que la luz derramada de una tarde, esa tranquilidad que le leemos al poeta, esa elegancia que imita la naturaleza, se introduce dentro de nosotros dejando un leve poso de melancolía?
- No lo dudes, Goti, no lo dudes. ¿O acaso la infamia de la historia que Borges pertrechó para nosotros no da un aire de desconfianza a nuestras vidas? Después de leer al viejo de los ojos vidriosos, andamos por el mundo con más sabiduría y escepticismo, tomando las cosas como son y como podrían ser o como podrían haber sido. Todo ello al mismo tiempo. Sin creer a ciegas ni una cosa ni otra...

Creo yo que Fedora tiene razón. Que uno crece, y muy alto, observando las estanterías de los demás. Tal vez en ellas resida esta forma de ver el mundo que tienen nuestros amigos y familiares por cuyas casas vagamos; quizá podamos saber mucho más leyéndoles el trasfondo de sus fotografías que de aquello que ellos mismos puedan contarnos.

¿Estará en el fondo, detrás de la piel y de la humana sonrisa, el secreto de los hombres sabios?

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