De vueltas con el estilo
Escribe uno.
Sin pararse a pensar.
Saliendo así, las letras, de las manos solas.
Como una triste enfermedad que arrastra uno desde la infancia, dándole vueltas a las cosas y viéndolas todas empañadas de no sé qué velos de princesa, o de castillos encantados. Poco a poco se enreda el imberbe escritor con las cuartillas a lápiz y se confía en algo así como una Musa - a una edad que le pica la cara de juventudes -, pidiéndole nuevos sueños, ideas, tristezas o quebrantos del alma. Muy entregado a todas las emociones que va capturando al vuelo, o entre las líneas de tinta negra de un libro. Lo que sea.
Conforme el tiempo avanza, se le acumulan los libros en las estanterías, apilados en el suelo, debajo de la cama, todos en un enredo de autores que vienen y van, entran y salen, sobrevolando la habitación, arrastrándose por ella, atravesando siempre las puertas y ventanas de la literatura para llenarle a uno el alma de milagros. Todos geniales. Todo son grandes descubrimientos y sublimes lenguajes. Todos.
Es entonces cuando decide, después de muchísimas lecturas e inmerso en las entretelas de un tomo gigantesco de Borges, que este tipo argentino de mirada vidriosa, con cara de viejo bucanero retirado, tiene una prosa muy limpia, con muestras audaces en la somera adjetivación, apenas escocida de retruécanos, prosa matemática en temas, de históricas falsas... y le parece al jovencito - que de vez en cuando aparta un ojo de la lectura ¡sólo uno! para ponerlo en la dureza blanca de un par de piernas a la salida del instituto -, que así quiere escribir él, con matemática precisión argentina.
Más tarde - abandonados ya los tomos de Borges debajo de un montón de ropa amontonada -, se sumerge en otras lecturas que le decoran la escritura con florituras cortazianas, luego llegan algunos manierismos y retóricas gongorinas y poco a poco, va vistiéndose con los trajes que toma prestados de todos los demás. Su visita al barrio de los escritores le lleva de apartamento en apartamento, desde la pequeña buhardilla de Gómez de la Serna - llena de pequeños objetos muy kitsch y un maniquí obscenamente semidesnudo -, hasta los amplios salones de los diarios de Trapiello, por donde anda siempre uno sin tropezar con nada, admirando la belleza de sus muebles y la sobria pulcritud de su lirismo. Aunque de vez en cuando también le gusta dejarse caer por los extrarradios llenos de cortadoras de césped, de aspiradoras eléctricas, de amas de casa soñadoras, aquellos suburbios de Cheever o de Carver, esos relatos en donde un hombre ataviado únicamente con un bañador, va cruzando las piscinas de todos sus vecinos para volver nadando a casa, o donde una tarta de cumpleaños para un niño puede traer un fuerte olor a muerte entre las velas...
El joven escritor forja sus letras mudándose de un piso a otro, caminando a solas por las calles, pisoteando la luz amarillenta de las farolas y entrando, de cuando en cuando, en las habitaciones de los fantasmas que son sus escritores, adquiriendo así todos los hábitos que van conformando las huellas que resuenan en su andadura y las distintas hechuras de sus trajes... Lleva a cuestas todos esos pedazos de los otros que al final querrá ir olvidando, con cariño, asesinándolos para que apenas broten las amarguras de otros en los trazos de sus letras. Sólo quiere ser él. En un arranque de egotismo desmesurado, quiere ser nada más que él. Sin que nadie le oculte el rostro con sus brumas.
Entonces decide que tiene bien sujetos los asideros donde puede agarrarse; ya tiene una habitación propia, allí guarda escondido un enorme saco que ha ido llenando de expresiones durante todo este tiempo; todas aquellas que le parecían juegos muy suyos conseguidos después de exorcizar todo lo aprendido y conjurar nuevos retos. Cree haber creado, de nuevo, como si fuera la primera vez que ocurre, el lenguaje. Lo encuentra en las líricas profundas que remueven sus ecos, en el errático vaivén de sus palabras, por donde sus personajes vagan como pájaros sin nido donde apaciguar sus cansancios. Así, va empleándose y empleando la pura sinrazón de la palabra hasta que se encuentra en las manos el saco vacío. Introduce el brazo hasta el fondo áspero pero la tela no le devuelve más que oscuridad y desconcierto. Atrapado dentro de su propio yo, sabe - aunque tarda en resolver esa convicción -, que deberá emprender un nuevo camino. Ese por el que nadie, ni siquiera él mismo, ha caminado jamás. Tendrá que reinventarse. La vuelta a empezar. El retorno a la palabra virgen.
Fotografía © Brandt
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