Cómo conocí a Mamadou
Viernes por la mañana en un puerto levantino.
El sol lame con violencia la cristalera del departamento de Sanidad Exterior y en la luminosa sala de espera se va acumulando gente. Hay un revuelo de jóvenes que pretenden ser vacunados contra los mil males que uno podría pillar al otro lado del mundo, allá adonde yo mismo iré dentro de pocos meses... Queremos ser inmunes a todo, cruzar el planeta en un hermoso navío sin pasar penurias, ni enfermedades, ni escasez. En la consulta el temor se va acumulando en los rostros ¿qué bichitos nos meterán, muertos ya, por el brazo?
Sentado en una silla de director, voy rellenando el formulario: Nombre, apellidos, teléfono... últimas vacunas (no marco ninguna, ni siquiera sé si fui inoculado con aquellas "del recuerdo"), alergias...
La gente va entrando en la sala que se llena como un globo, da la impresión de que los codazos vuelan, unos y otras se adelantan a pesar de la existencia de una rigurosa lista de citas.
Estoy terminando el formulario apoyado sobre un triste periódico gratuito, cuando junto a mi se sienta un joven: camisa amplia a cuadros marrones, un ancho pantalón a la moda y unas deportivas relucientes. No le presto mayor atención hasta que me da unos toquecillos sobre el hombro y hace el clásico gesto de escribir en el aire. Parece que el chaval quiere rellenar su formulario pero no trae un bolígrafo. Le digo que sí, que enseguida le dejo el mío, pero cuando se lo ofrezco, me extiende su hoja con la mano derecha mientras en la izquierda me entrega también un documento de identidad que me resulta extraño, desconocido, al menos inusual. Farfulla algo que no le entiendo, pero en sus ojos negros puedo adivinar que me pide ayuda: quiere que yo lo rellene.
Su nombre es Mamadou, su residencia, según leo en el documento, está en Girona - aunque ahora estamos a varios cientos de kilómetros de allá -, nació en Guinea Republic, como él me pide que escriba, hace veinticinco años (aunque yo no le hubiera echado más de diecinueve), no comprende el significado de la palabra "alergias" (le insisto en que ese apartado debe hablarlo con la doctora), pero sabe decirme con un castellano de Valladolid su número de teléfono y su peso. Está claro que los números, sea el idioma que sea el que se hable, son universales. De ellos depende la guita, la plata, la pasta, la bolsa. La vida.
En la fecha de salida me dice que escriba 14 de abril.
- ¿Y el regreso? - le pregunto.
Hay una línea punteada para cada fecha, en una se indica la salida y en otra el regreso a España. Él niega con la cabeza y mira a un lado y a otro, pero no dice nada. Termina zanjando el asunto con un movimiento de las manos que desestiman cualquier fecha. No sabe. O quizá vuelve para quedarse y ya no piensa regresar. Yo no pregunto. Sigo rellenando sus datos con la ayuda de su documento de identidad y me pierdo pensando en Mamadou, que permanece sentado a mi lado observando el formulario que yo escribo por encima de mi hombro; trato de imaginar qué suertes habrá corrido con veinticinco tacos de nada, qué se le habría perdido por Girona... De reojo le miro las manos y la ropa. Impecable. Es un joven muy tímido pero inteligente: aunque no me mira a los ojos, ha sabido dirigirme para que le ayudara con el papeleo.
Me pregunto qué edad tendría cuando vino a España, ¿Qué dejaría en Guinea?, ¿Su tierra, su familia, su vida entera pero tan breve?, todo lo que aún le empuja a regresar. Gabo dijo una vez que uno es de donde entierra a sus muertos ¿acaso es esto lo que ha ocurrido y por eso vuelve? ¿Una muerte en la familia?
Nos llega un jaleo de voces que me hace olvidar las cumbres doradas de Guinea y regresar a esta sala de espera de consultorio... Llevamos más de dos horas esperando y la gente está alterada. Todo el mundo parece tener mucha prisa. Algunos acuden al responsable de citas para que les cuele, alegando enfurecidos que tienen otros compromisos, trabajos, reuniones inexorables. Me pregunto si no les da vergüenza. Todos tenemos trabajos, todos estamos obligados a volver a nuestros cautiverios en las oficinas, a nuestras vidas rutinarias. Todos protestan excepto Mamadou, que sigue sentado en su silla encajando la vista en cualquier rincón, sin atreverse siquiera a reclamar la hora que él tiene asignada.
Al final vamos entrando todos a la consulta y al rato salimos todos aguantándonos en el brazo izquierdo un pedazo de algodón que restaña el pinchazo. Ya no veo a Mamadou en la sala, pero no puedo evitar imaginarlo viajando a Guinea, prevenido con la vacuna de enfermedades de nombres impronunciables, cuando en la tierra de uno, sea lo que sea esto, si donde entierras a tus muertos, o donde has aprendido a descubrir que los colores del cielo pueden pintarse de cobre después de una tormenta de verano, lo único que es seguro es que acaba uno contagiado de nostalgias y morriñas, esas enfermedades para las que no hay vacuna que valga.
Fotografía © Elliott Erwitt
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