Las historias inconclusas (o apuntes en un viejo cuaderno)
A Gonzalo, por aquella pregunta
Hoy me he sentado a escribir sin haber determinado con antelación el rumbo de mis palabras, la estructura de la historia, ni siquiera la razón misma de esa historia, simplemente trataba de escribir por la gozosa sensación que procura la dulce tarea de enhebrar las frases. He ido caligrafiando en la cuadrícula de un cuaderno los rasgos de dos o tres personajes, un anciano, una niña, una tarde de sol que he creído digna de exhibirse, todos ellos un poco anodinos o un poco planos y bastante absurdos. Al final, entre tachones y líneas argumentales desestimadas, he terminado abandonando a su suerte las escasas ideas que han ido surgiendo enredadas como en un ovillo de insensatas palabras, que es mejor no escribir jamás; o que, quizá, por ya escritas tantas veces, no merece la pena sacar a relucir de nuevo. Entonces he recordado el pensamiento de un viejo amigo que un día me cuestionaba acerca de adónde quedarán todas esas historias que por innecesarias o superfluas o simplemente porque el día en que el hombre que las soñó estaba inmerso en unas horas de tedio, de fatiga o de pereza, las hizo trastabillar y caer para perderse finalmente en el olvido, o entre las líneas nunca recuperadas de un cuaderno de notas.
-¿A qué te refieres, Goti, qué quería decir tu amigo?- me ha preguntado Fedora, a quien he descubierto detrás de mí, en un mullido sillón de orejas, con un libro entre las manos-, ¿que las historias a medias, las que no concluyen nunca o apenas se inician, permanecen escondidas a la espera de salir algún día?
-Supongo que sí. Creo que se refería a un inconsciente imaginario en el que los hombres vamos guardando nuestros sueños y nuestras pesadillas. Convendría incluso rescatar algunas de esas historias. Sobre todo si queremos deshacernos de ellas. Tal vez la razón de la escritura sea esa: olvidarnos de unos personajes que nos golpean la imaginación hasta dejarnos sin aliento, y no se cansan de hacerlo hasta que nuestras manos van dibujándoles un rostro, un paisaje y un tiempo.
-Amigo Goti..., ¿es que no has aprendido nada todos estos años? ¿Acaso no sabes que las pequeñas historias inconclusas terminan perdiéndose en el olvido? Fíjate bien en tus cuadernos –Fedora se ha levantado del sillón y ha sacado de mis estanterías un montón de cuadernos de cuarta, algunos con bastante polvo, otros todavía por empezar-. Míralos. ¿Qué dice aquí? Aquí mismo, Goti. Léelo.
He cogido esa vieja libreta que ya no recordaba tener y he leído las pocas líneas que Fedora me mostraba:
-“Un viejo pintor vive sin televisor. Nunca le ha gustado y en su momento decidió que aquel invento no era tan necesario como todos le decían. Con el tiempo descubre que las conversaciones con sus amigos, con sus colegas y familiares, acaban siempre rendidas al mundano ámbito de lo efímero, de la noticia, de los avatares de un puñado de personajes de serial. Él va sintiéndose desplazado, a sabiendas de que en su interior se esconde una naturaleza diferente, una angustia por la expresión artística, por la pintura, que él piensa que puede cambiar las cosas. Sin embargo, más que cambiar, los demás le toman por un idealista, un ser naufragado que vive de una ilusión al margen de la realidad. Un ser ahogado por sus ideas que no tiene nada que hacer en el mundo.”
-¿Dónde ha quedado esa historia, Goti? ¿Terminaste por escribirla? ¿Has vuelto a sentir el pálpito de ese ser incomprendido? ¿Dónde reside ahora ese pintor que tú anotaste en tu libreta? Mira esta otra, hasta tiene un título: “El mundo donde vivo”. Dice así: “Yo vivía en un país en el que se caían los puentes. No había ninguna razón para ello, simplemente se caían. Cada día una de esas enormes construcciones de acero y hormigón se venía abajo dejando incomunicados dos pueblos o dos valles remotos. No importaba. Pronto salían no se sabe de dónde un montón de hombrecillos dispuestos a recomponerlo”.
-No recuerdo haber escrito algo así.
-Pues aquí lo tienes, de tu puño y letra.
Y era verdad. Allí estaba, entre otras muchas notas que ya no significan nada.
-No pareces tú, Fedora –le he recriminado-. Tú siempre apoyas la ilusión, la magia de la literatura, la frondosa maraña de la imaginación. Y hoy me desalientas diciéndome que esas historias han terminado olvidadas. Agonizando. Muertas.
-La literatura, querido Goti, tú lo sabes bien, se construye con eso y con mucho más. No te servirán de nada todas esas anotaciones si luego no las ordenas, les das la forma adecuada y las expresas con acierto y contundencia, evitando siempre la grandilocuencia y la pretensión –que ya sabes que pueden llegar a ser los imperdonables pecados del escritor novel.
-¿Quieres decir que la historia del anciano, la niña y la tarde de sol merecen ser contadas? ¿Qué debo dedicar mis horas de sueño a levantar un relato que permita que esos personajes adquieran vida propia?
-Quiero decir que si no los trabajas, si no te entregas por ellos, nadie en tu lugar lo hará nunca. Tal vez, mientras inventas una situación para ellos, un espacio luminoso como tú bien dices, y los dejas hablar libremente entre tus líneas, tal vez entonces descubras que ellos tienen algo que decirte a ti. Eso es la magia, Goti. Que los personajes hablen al escritor. Le cuenten sus andanzas, sus desaires y, aunque intervengan a deshora, cuando tú estés agotado por tu semana de rutinas, después de mucho escribir en una tarde de sábado, al final, muy al final de tu jornada de escritura, comienzan ellos a andar por sí solos, a querer decir mucho más de lo que tú habías llegado a apuntar en tu cuaderno. Insisto, Goti, esa es la verdadera magia de la literatura: su capacidad de sorprender al creador, al ser que les inventa.
Fedora ha vuelto a entregarse a la lectura de su libro, acomodándose plácidamente en su sillón de orejas, dándome la espalda y desapareciendo poco a poco, con una sonrisa en los labios muy próxima a la del gato Cheshire. Yo me he quedado pensativo, sabiendo que esos personajes se merecen las horas que yo esta noche le robaré al sueño, a los amigos, a la familia, al televisor. A pesar de que un día me podrán llamar iluso, inocente, fantasioso... a pesar de que por esto tan absurdo y tristemente inútil que puede parecernos la escritura, a uno lo pueden tomar por loco.
Fotografía: Fritz W Guerin
No hay comentarios:
Publicar un comentario