5 de diciembre de 2007

Puntas de flecha sobre el cielo azul

Para Marcos y Noemí

Llegamos de atardecida, con el sol poniéndose tras los cerros del humedal. Aparcamos el coche junto a la caseta. Un letrero anunciaba: CENTRO DE INTERPRETACIÓN. LAGUNA DE GALLOCANTA. Al salir nos abrigamos del viento, que arrastraba un frío crujiente y denso. Caminamos hasta el muro de piedra de la caseta y el guarda nos recibió con una sonrisa mientras se enfundaba un par de guantes, y un gorro de lana verde hasta las orejas.

-Llegáis en buena hora –nos dijo.

También nos recomendó que permaneciéramos pegados al muro, guardando silencio, ya que cualquier ruido podía desviarlas de su ruta. La carretera atravesaba la llanura y de vez en cuando veíamos las luces de un automóvil, que pronto se perdía en el fondo de la vega, camino de Calamocha. Alguien encendió un cigarrillo. Los demás permanecimos impacientes, con los ojos clavados al fondo del campo, entre las pequeñas elevaciones del terreno, desde donde debían aparecer de un momento a otro.

Se dejaron ver en fila india, como una punta de flecha recortada sobre el naranja de la tarde. Al principio contamos diez o quince aves enormes que graznaban dejando detrás de su vuelo un lenguaje jeroglífico. Pasaron sobre nosotros, sobre la caseta en sombras, sobre la mirada complacida de unos jóvenes que sabían que el vuelo enérgico de aquellas grullas, en su regreso al frío lago de Gallocanta, estaba impregnado de felicidad, obra de un milagroso orden natural. A las primeras les siguieron otras, varias decenas de pájaros resolviendo un ritual que se repetía cada tarde. Estos pájaros habían emigrado hasta aquí para vivir su invierno en un lugar más cálido que la estepa helada de Escandinavia. Más cálido significa dos grados sobre cero en la vastedad del páramo que rodea a la laguna salada más grande de España.

No podíamos creerlo. Miles de grullas llenaban el cielo, volando a pocos metros de la tierra, de nuestro mirar anhelante, en bandos cada vez más numerosos. Traían consigo una algarabía de piídos y graznidos que podían ser el grito de la fervorosa libertad, indicios de una felicidad agazapada en sus pequeños corazones, una suerte de alegría que fueron capaces de contagiarnos. Nosotros, con los pies ya helados a pesar de calzar doble calcetín y botas de montaña, nos miramos por encima de las bufandas, buscándonos apenas los ojos, y nos sentimos inundados de esa fiebre que parecía congelarse sobre Gallocanta.

Ya en la laguna, las grullas duermen en el agua, a salvo de los zorros. Duermen de pie y forman un extenso manto de afilados picos que husmean con nerviosismo entre su propio plumaje. Allí descansan toda la noche hasta que las primeras luces del sol las devuelven de nuevo a los campos, a la búsqueda de su alimento diario.

Durante todo el trayecto de regreso al albergue, no cesamos de repetirnos las descripciones de ese cielo que habíamos compartido, de las miles de grullas que lo cubrían, de la inmensa negrura que imposibilitaba cualquier fotografía. Nos lo llevamos dentro, en el corazón, en la memoria. Fue bello e increíble. Solamente la literatura nos puede brindar a veces una sensación de plenitud semejante a esta poesía de las grullas volando en V sobre un cielo colmado de nubes.

En el albergue, con una taza de café humeante entre las manos y con los pies apuntando al crepitar de la leña en llamas, nos observamos en silencio, a través del frío que ya cesaba. Uno de nosotros leía noticias horribles en un periódico. Alguien encendió el televisor. Y mientras el calor nos recuperaba y nos devolvía al mundo, a las cosas, nos pareció que en nuestra imaginación todavía aleteaban miles de grullas en desbandada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

En el transcurso de su viaje migratorio, un cisne se ha quedado en el Mar Menor desde hace unas semanas. ¿Qué puede haberle hecho tomar esa decisión? Supongo que el excepcional tiempo primaveral más que otoñal, que hay en esa zona este año. Pero lo cierto es que con frío o sin él, este animal ha hecho primavera en muchos corazones.