31 de diciembre de 2007

La pagina en blanco

Ha pasado largo tiempo desde la última vez que me encontré con Fedora, y ya estaba echando de menos su presencia fugaz, su sonrisa afrutada y esa manera tan suya de lucir las brumas de la imaginación, como si de repente vinieran todas las palabras asomando al filo de sus pupilas brillantes, o como cargando en sus manos dos enormes bolsas repletas de sueños.

-No esperaba encontrarte por aquí, Goti. Me causa un enorme placer saber que sigues en la brecha, que el desaliento de la creación no ha podido contigo.

Por un momento no supe si hablaba del profundo abismo que se abría ante nosotros –la cima de una montaña nevada- o de ese terror que nace ante la página en blanco en el instante previo a la escritura. Sin duda mi rostro un tanto febril ofrecía pistas suficientes para que Fedora supiera que ambas cosas significaban el mismo vértigo implacable.

-Piensa que la creación tiene también sus demonios –continuó-, sus seres tenebrosos, cierta magia negra que puede asediar tu voluntad y arrastrar tu ánimo hasta allá abajo – Fedora señaló el fondo del precipicio, en donde se agitaron extrañas sombras, movidas por quién sabe qué fuerzas enigmáticas.

Soplaba viento del norte y el cielo comenzaba a desaparecer detrás de los picos alpinos, arrugándose con un color de ceniza lavada. Exhalé un breve aliento de humo y traté de refugiarme un poco más dentro de mi abrigo de felpas. El cuerpo inasible de Fedora no cedió al trémulo desasosiego de la tarde, al frío incontenible de las montañas, y por un momento me pareció que su mano era la depositaria de todos los colores del horizonte. Confirmé mis sospechas al descubrir que, con un suave movimiento de su pincel, Fedora comenzó a perfilar pequeños trazos sobre la nieve; los picos más lejanos adquirieron tonos primaverales, poco a poco dibujó sobre las blancas cumbres ondulaciones verdosas, el marrón silvestre de su brocha transformó la tierra húmeda, y de un plumazo liberó a los abetos de su carga de hielo.

El paisaje nevado fue derritiéndose frente a mí hasta que dejé de sentir el frío que atenazaba mis músculos y tuve que desabotonarme el abrigo. Fedora dejó entrever una sonrisa de ironía y yo me dejé llevar por un instante de felicidad creadora.

-¿Lo ves, Goti? No hay nada que no pueda cambiar si le echas un poquito de imaginación.

-Pero tú has regresado a la primavera, Fedora. O ¿te has adelantado hasta ella? Dime, ¿qué es esto? –pregunté, arrebatándole el pincel-, ¿una máquina del tiempo? ¿una varita mágica?

Armado con el pincel, extendí mi mano hasta el borde dorado del sol, pero mi intención de volverlo de plata, de convertir el cielo –ahora azul y nebuloso- en el manto estrellado de una noche de estío, naufragó y quedé extrañado y atento a la mirada de Fedora, en la que se adivinaban visibles muestras de ternura.

-Me habrás oído decirte esto antes: ¡No cambiarás nunca, Goti! Me parece a mí que esta manera de estar tú y yo juntos, este vernos tan de vez en vez, no te sirve de nada. Aprende: ¿acaso no sabes que esto no existe?

Fedora tomó de nuevo el pincel, levantó un brazo y al paso de las hebras por el paisaje, el cielo fue llenándose de ladrillos, la tierra reverdecida a nuestros pies cobró el aspecto de un parquet laminado y las montañas y abetos se juntaron en una sola cosa adquiriendo finalmente una nueva textura mobiliaria: estanterías repletas de libros, el marco de una pequeña ventana y, brillando sobre el escritorio, perfilándose en la pantalla de azul oceánico, fueron apareciendo los caracteres de este texto que ahora lees, amable internauta, tal vez con una sonrisa en los labios.

Me descubrí en mi habitación en sombras con un cigarrillo marchitándose en el cenicero, tratando de escribir una entrada entre lírica y simpática para mi bitácora circulodetiza.blogspot.com. Esta misma entrada, escrita en esta misma habitación, bajo la influencia de su voz, de su susurro inaudible.

-¿Qué pretendes Fedora?

Mi curiosidad crecía y era inevitable que también me preguntara dónde habían ido a parar las cumbres nevadas, dónde los abetos, y qué había ocurrido con la primavera si todo se había tornado, mágicamente, en estas cuatro paredes apenas iluminadas por el sol de una tarde de invierno.

-No pretendo nada –dijo-. No hay nada peor para la literatura que la pretensión. Un texto pretencioso no puede tener otro final que la papelera. Ningún lector querrá jamás que tú le digas, Víctor Goti, cuál es tu verdad, tu realidad. ¿No has aprendido todavía la diferencia entre decir y mostrar? Usa tu imaginación, mira a tu alrededor y dime qué estás viendo.

Levanté la vista para descubrir que junto a mí ya no había nada. Ni rastro de las cumbres blanquecinas, ni de los árboles, ni del abrazo cálido de esa extraña primavera. Miré a uno y otro lado: ni rastro de Fedora.

La noche había caído ya tras los cristales. Un silencio sordo gobernaba el barrio. Yo encendí el flexo. Su luz inundó la estancia. Y, casi sin notarlo, mientras trataba de recuperar el orden de las cosas y volvía al cansancio perpetuo de la existencia, a la pesadez del cuerpo, me sorprendió el último zarpazo de la luz arañándome los párpados; y en ellos, tras el velo de los ojos, recuperé tal vez por última vez la tarde helada, el precipicio bajo las cimas blancas, mi cuerpo encogido de fríos, y de nuevo tu rostro, Fedora, bañado por la niebla, por brumas inasibles. Todo para mí, para ti lector, para nosotros, y después llegó -¿cómo evitarlo?-, el retorno a la página en blanco.

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