29 de agosto de 2007

Correspondencia Fedora - Goti (1)

Feliz Fedora,

¡El mundo es grande y yo soy tan pequeño!

He abierto puertas, en este estío de calor huidizo, que nunca llegarán a cerrarse; como llagas; como frutas maduras henchidas por el sol.

Salí al camino del verano cargado de libros como quien lleva al hombro un macuto de ilusiones. Una cifra inabarcable de títulos conjuraba un despropósito imposible, una utopía de lecturas que se iban amontonando bajo el peso de páginas de lavas y de luces.

Sobre los juegos malabares de un tablero pintado a tiza entre los adoquines, sobre esa rayuela de vértigos y calles, de sombras y de jazz, se crispó la voz enrevesada de un ruso llamado Vladimir que alardeaba de ardores y de árboles en pic-nics atravesados por pedazos de sol, en hierbas reverdecidas bajo el peso de dos dulces cuerpos sedientos de sí mismos, del olor de la piel húmeda regresando al gemido de la boca en ruinas, de aquella Terra que ya no habitaré con la misma ingenuidad de un sexo impúber o con la redondez inocente, blanca, aureolada de dos ocres blanduras nacaradas todavía tímidas: tus ocres blancuras, Ada, querida Ada, oh dulce Ada de secretas recompensas.

Este era el camino hasta despertar una mañana de un sueño intranquilo, convertido en un légamo pestilente y odioso, oh tú, aire frío exhalado en el amanecer de un día gris; tú que vaciaste el cuerpo de mi adorable insecto encerrado entre los muros de la sinrazón; nada le dejaste, apenas quedó un halo de santa humanidad entre las patas inmóviles y erectas - informes por cansancios y desvelos -, apenas quedó nada sino una mancha ensombreciéndolo todo y ese escozor último bajo la lengua, el áspero desahucio del odio que quedará prendido en la memoria para siempre.

Suerte que llegó el diablo, Fedora, con su voz atronadora, cantante, y sus ojos de venas rosadas y tibias, y detrás de su pelo rubio fracasaba una historia de amor, lo prometo, y todo se volvía gris como un suelo de palomas, y llovía, y hacía un frío de casa sin muebles y de ecos vacíos. Estuve allí, cobijado bajo una manta de felpas, buscando en el cuerpo de Mónica Friser un retorno al olvido, al no ser nada sino un hombre herido hundido en los desvelos del amor, en su pozo sin fondo, encorvado sobre la sed inefable de la pérdida, de tu pérdida, Mónica Friser. Si. Tú también estabas. Lo sabes. Nos juramos amor, pero el amor es agua y el agua se pierde entre los dedos del hombre.

Lo demás fueron cuentos. Cuentos para no dormir. Cuentos para el sinvivir. Algunos portaban cosas, o armas, por campos minados de miedos y de mosquitos, por selvas repletas de sudores y de agonías y del terror infernal de saberse enamorado sin esperanza alguna, sin la correspondencia que se le exige al primer amor, al virginal y menospreciado amor de fotografía y pluma, que eran cosas que también llevaban. Eran cuentos donde hay viejos caminando por lejanías inhóspitas surcadas de trenes y de vías muertas, acompañados de niños que dejan de serlo frente a pieles tiznadas de azabaches, niños que no habían visto antes la piel de los negros del Sur, pero que viajaban a la ciudad por segunda vez; cuentos claros como un domingo de paseos al sol deshilachado de Yalta, abrigando de amores a señoras con perrito; cuentos de collares falsos, cuentos hechos de palabras y de carne.

El mundo es grande, Fedora, y en él se pierden esperanzas como se pierden las llaves de un acertijo. Luego ya nunca se recobran con la misma calidez. El mundo es grande para que podamos llorar las pérdidas, Fedora, y que las lágrimas nos duren un suspiro, un parpadeo, un no decir. O sea nada. Las pérdidas, ya se sabe, siempre dejan algo para que se las recuerde. Y eso lo dejó bien claro el poeta, aquel del café a media tarde y de columna diaria que hablaba de Juan Ramón y de Ruano; el poeta de provincias que hablaba de las calles de Madrid y de sus tribus y de la grandeza del lenguaje y del estilo. Por eso hoy, Fedora, abro con esperanza su legado en busca de aquellos hombres que le hicieron grande, en busca de su Quevedo y su Valle-Inclán, de sus gentes del 98 y de su Nietzche. No sea que en estas páginas, agazapado entre los rincones de su prosa brava, en los entresijos de su prosa de metales que resuenan, su prosa de carne y de huesos y de hombre desnudo entregado al único altar al que consagró su vida, detrás de la pasta de sus gafas y de la violenta ternura de su párrafo, me encuentre a un dandy soñador, con botines, con foulard, con melena al viento, que insista en desvelarme una verdad demasiado triste para ser, completamente, mortal y rosa.

Búscame, Fedora, entre los libros. Ese es mi mundo inabarcable.

Se despide de ti,

Víctor Goti.

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