20 de septiembre de 2007

El ingenio

El ingenio es una joven engalanada de collares que se pasea dueña de una coquetería insultante. El ingenio es mezquino y sirve para burlar inteligencias. La ironía es más sutil que el ingenio y cuando se citan en la terraza de un café la ironía siempre sale perdiendo algo, mientras que el ingenio se lleva los aplausos.

El ingenio es el alimento de los ingenuos, que no tienen empacho en laurear fuegos artificiales igual que admiran el divertimento de una comedia ligera.

El ingenio es artillería pesada, en cambio la ironía es la sutileza de ese veneno que mata tras largo tiempo, horas después de ingerirlo. La ironía nos invita a la transformación de la idea; el ingenio es la idea terminada, el artificio, por eso gusta a los hedonistas y a los insensatos, por su complacencia inmediata.

Tiene la ironía algo de humanismo filosófico, que es lo que perdió el ingenio la noche de su puesta de largo en los salones burgueses de provincias.

Hay que ser ingeniosos, dicen, pero no calibramos el alcance de las ocurrencias, el peligro de llevar el ingenio hasta las últimas consecuencias: puede morir uno de ingenio como hay quien muere de risa, y esa, aseguran, es la chispa de la vida.

La ironía es igual de letal que el ingenio pero, en la lenta muerte por ironía, parece que uno es más lúcido, más consecuente. Sus pasos comedidos nos permiten acercarnos mansamente hasta nuestro lecho y allí aguardar a la muerte. Ante la idea del final, la ironía nos permite exclamar con amargura: ¡si hubiera sabido que el final era esto, no me habría cogido en cama!

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