Juegos de niños
Entre los juegos que jugábamos de niños estaba aquel de los huesecillos de plástico blanco que había que tomar con unas pinzas con mucho cuidado de que el paciente no se quejara, el pobre. El metal rozaba la panza del enfermo y una nariz roja centelleaba, brillante, como la alarma de un incendio o la sirena de una ambulancia. El tiento con las pinzas lo mascábamos en la punta de la lengua, con los ojos fruncidos y la risa a punto de volverse loca. Operar con tanto gozo y disfrute no lo llevan bien los cirujanos, que hoy precisan de anestesias y somníferos con que embozar al paciente entre las sábanas del sueño para que no se le ilumine la nariz respingona, o los ojos, con la luz encendida de la risa.
Entre los juegos, teníamos aquel otro de los hipopótamos tragones, que abrían una bocaza tremenda para zampar mil bolas con que llenar el buche azul del hambre, o el verde de las esperanzas o el amarillo de la comedia o el rosa de las flores. En el frenesí de la pitanza se colaba en la habitación de juegos una algarabía de choques que graznaban con su artillería ametrallando la hora de la siesta del abuelo. Y esto era cosa sagrada, ya se sabe, por lo que la abuela, adelantada a su despertar de perros, entraba de puntillas con las alpargatas en una mano y la bandeja de nocillas en la otra. Aquello se transformaba entonces en la merienda a media tarde, y en el descarrío de tres niños con los labios embadurnados de chocolates y con la risa floja de soliviantar al abuelo y desvelar a la abuela de su tricotar puntillas y chalecos de angorina.
Como juego silencioso y permitido a esa hora de la siesta, estaba el lametazo del Super8 sobre la pantalla de cartón blanco del Cinexin. Corrían unos tras otros el pato Donald, el Mickey y el Pluto de nuestra infancia, tropezando en muros de piedra o saltando setos recién cortados, pero a nosotros lo que más nos gustaba era verlos al ralentí, con la manivela de la máquina girando en un galimatías de imágenes imposibles, de carreras al contrarreloj de la vida, de espaldas a los senderos amarillentos del celuloide, y sentirlos al traspiés de la lógica, lanzando exabruptos en un vértigo de zancadas hacia atrás, mientras las piedras del camino volvían a su sitio y los pájaros desandaban en el aire sus vuelos acrobáticos y sus mudos aleteos. En la habitación a oscuras palpitaba el multicolor vaivén de la película, los 90 segundos de animada diversión y, a la singular vuelta atrás del tiempo le poníamos voces de ventrílocuo: a los diálogos insonoros, a las blasfemias inocentes por las caídas a tierra, a los estrépitos contra las tapias y a los manotazos de broma velados por el traqueteo de la cinta en su marcha al galope de la mecánica bobina.
Entre los juegos que jugábamos de niños, amén de los Argamboys, los Clicks y el Geyperman, y antes de que por el Telefunken corretearan la sorpresiva Heidi y el plañidero Marco, o las aventuras de Dartacan o Willy Fog, discurrió por nuestra infancia la primera muestra de lo que en el principio de nuestra madurez colectiva, ahora, en nuestra llegada a la treintena, justo cuando nuestro aterrizaje en la sociedad de consumo ha sonado a descalabro, ha venido a llamarse la hipoteca a 40 años, el revés democrático a la lucha de clases, la herencia de los hijos del 68. Jugamos al Monopoli sin saber que íbamos a seguir embargados en la casilla de la bancarrota durante todo el tiempo que nuestros dirigentes quieran. Nuestros dirigentes, no los gobernantes, sino los banqueros, los constructores, los arribistas y los mequetrefes del librecambio, los hermanos ricos de los que lucharon con las insignias por la paz luciendo cintas de flores en el pelo y enarbolando las banderas de la psicodelia. Esos.
Con el Monopoli aprendimos que la banca siempre gana, que el dinero corre a espuertas y a la velocidad de giro de las hormigoneras y que más vale un piso en Fuencarral que ciento volando. Había que ir con el tiento de no caer en casilla ocupada por edificaciones, a riesgo de ser vapuleado por los terribles alquileres del obligado hospedaje. Y así.
Y en esa hora siniestra en la que abandonamos los juegos de la infancia e ingresábamos en otros juegos de reglas enrevesadas a base de talonarios, pagarés y letras mensuales, uno se pregunta dónde han quedado las imágenes de sus Plutos al ralentí, el pobre destripado del quirófano y los simpáticos hipopótamos que no hacían sino matar el hambre a base de tragar bolas de plástico como anises o peladillas.
Ahora llaman memes a nuestro ADN cultural, un eufemismo para hablar de la economía de mercado que se engrasa en nuestras células a base de la mimesis y de los latigazos de los medios comerciales –anuncios, sí, anuncios-, en los que nada pinta la herencia biológica, el pelo ensortijado de una madre o la bravura enérgica de un padre. En otras gramáticas no hemos desperdiciado más tintas que en las del consumo. Ni siquiera los cuadernillos Rubio podían advertirnos de nuestro destino.
Alguien ha comprado hoy a nuestro Goofy (se dice contratado; ah, perdón). El perrito de las orejas gachas se ha enrolado en el transatlántico de una multinacional de renombre con mucho futuro, y le hace la corte a Minnie mientras Mickey todavía se pasea por los encerados de los teatrillos, luciendo cornamenta de apaleado al tiempo que gasta sus horas de asueto vendiendo hamburguesas dobles con patatas en la Plaza Roja de Moscú.
Hoy que el abuelo ha muerto y la abuela vive su alzheimer en un centro de día, quiero pensar que en el cine insonoro de nuestra memoria todavía parpadea un leve atisbo de luz de celuloide, que corre hacia atrás, aunque a destiempo, mientras nos zarandeamos sorteando los setos recién alzados en los parqués internacionales, y que todavía vale la pena tener presente que habitamos entre personajes que no merecen nuestros sueños, ni nuestros juegos de niños. Lo merecen, eso sí, el recuerdo de tiempos remotos, la lucha y la rebeldía, el eterno descontento con el establishment y algunas páginas de Verne. O de Poe.