29 de septiembre de 2007

Juegos de niños

Entre los juegos que jugábamos de niños estaba aquel de los huesecillos de plástico blanco que había que tomar con unas pinzas con mucho cuidado de que el paciente no se quejara, el pobre. El metal rozaba la panza del enfermo y una nariz roja centelleaba, brillante, como la alarma de un incendio o la sirena de una ambulancia. El tiento con las pinzas lo mascábamos en la punta de la lengua, con los ojos fruncidos y la risa a punto de volverse loca. Operar con tanto gozo y disfrute no lo llevan bien los cirujanos, que hoy precisan de anestesias y somníferos con que embozar al paciente entre las sábanas del sueño para que no se le ilumine la nariz respingona, o los ojos, con la luz encendida de la risa.

Entre los juegos, teníamos aquel otro de los hipopótamos tragones, que abrían una bocaza tremenda para zampar mil bolas con que llenar el buche azul del hambre, o el verde de las esperanzas o el amarillo de la comedia o el rosa de las flores. En el frenesí de la pitanza se colaba en la habitación de juegos una algarabía de choques que graznaban con su artillería ametrallando la hora de la siesta del abuelo. Y esto era cosa sagrada, ya se sabe, por lo que la abuela, adelantada a su despertar de perros, entraba de puntillas con las alpargatas en una mano y la bandeja de nocillas en la otra. Aquello se transformaba entonces en la merienda a media tarde, y en el descarrío de tres niños con los labios embadurnados de chocolates y con la risa floja de soliviantar al abuelo y desvelar a la abuela de su tricotar puntillas y chalecos de angorina.

Como juego silencioso y permitido a esa hora de la siesta, estaba el lametazo del Super8 sobre la pantalla de cartón blanco del Cinexin. Corrían unos tras otros el pato Donald, el Mickey y el Pluto de nuestra infancia, tropezando en muros de piedra o saltando setos recién cortados, pero a nosotros lo que más nos gustaba era verlos al ralentí, con la manivela de la máquina girando en un galimatías de imágenes imposibles, de carreras al contrarreloj de la vida, de espaldas a los senderos amarillentos del celuloide, y sentirlos al traspiés de la lógica, lanzando exabruptos en un vértigo de zancadas hacia atrás, mientras las piedras del camino volvían a su sitio y los pájaros desandaban en el aire sus vuelos acrobáticos y sus mudos aleteos. En la habitación a oscuras palpitaba el multicolor vaivén de la película, los 90 segundos de animada diversión y, a la singular vuelta atrás del tiempo le poníamos voces de ventrílocuo: a los diálogos insonoros, a las blasfemias inocentes por las caídas a tierra, a los estrépitos contra las tapias y a los manotazos de broma velados por el traqueteo de la cinta en su marcha al galope de la mecánica bobina.

Entre los juegos que jugábamos de niños, amén de los Argamboys, los Clicks y el Geyperman, y antes de que por el Telefunken corretearan la sorpresiva Heidi y el plañidero Marco, o las aventuras de Dartacan o Willy Fog, discurrió por nuestra infancia la primera muestra de lo que en el principio de nuestra madurez colectiva, ahora, en nuestra llegada a la treintena, justo cuando nuestro aterrizaje en la sociedad de consumo ha sonado a descalabro, ha venido a llamarse la hipoteca a 40 años, el revés democrático a la lucha de clases, la herencia de los hijos del 68. Jugamos al Monopoli sin saber que íbamos a seguir embargados en la casilla de la bancarrota durante todo el tiempo que nuestros dirigentes quieran. Nuestros dirigentes, no los gobernantes, sino los banqueros, los constructores, los arribistas y los mequetrefes del librecambio, los hermanos ricos de los que lucharon con las insignias por la paz luciendo cintas de flores en el pelo y enarbolando las banderas de la psicodelia. Esos.

Con el Monopoli aprendimos que la banca siempre gana, que el dinero corre a espuertas y a la velocidad de giro de las hormigoneras y que más vale un piso en Fuencarral que ciento volando. Había que ir con el tiento de no caer en casilla ocupada por edificaciones, a riesgo de ser vapuleado por los terribles alquileres del obligado hospedaje. Y así.

Y en esa hora siniestra en la que abandonamos los juegos de la infancia e ingresábamos en otros juegos de reglas enrevesadas a base de talonarios, pagarés y letras mensuales, uno se pregunta dónde han quedado las imágenes de sus Plutos al ralentí, el pobre destripado del quirófano y los simpáticos hipopótamos que no hacían sino matar el hambre a base de tragar bolas de plástico como anises o peladillas.

Ahora llaman memes a nuestro ADN cultural, un eufemismo para hablar de la economía de mercado que se engrasa en nuestras células a base de la mimesis y de los latigazos de los medios comerciales –anuncios, sí, anuncios-, en los que nada pinta la herencia biológica, el pelo ensortijado de una madre o la bravura enérgica de un padre. En otras gramáticas no hemos desperdiciado más tintas que en las del consumo. Ni siquiera los cuadernillos Rubio podían advertirnos de nuestro destino.

Alguien ha comprado hoy a nuestro Goofy (se dice contratado; ah, perdón). El perrito de las orejas gachas se ha enrolado en el transatlántico de una multinacional de renombre con mucho futuro, y le hace la corte a Minnie mientras Mickey todavía se pasea por los encerados de los teatrillos, luciendo cornamenta de apaleado al tiempo que gasta sus horas de asueto vendiendo hamburguesas dobles con patatas en la Plaza Roja de Moscú.

Hoy que el abuelo ha muerto y la abuela vive su alzheimer en un centro de día, quiero pensar que en el cine insonoro de nuestra memoria todavía parpadea un leve atisbo de luz de celuloide, que corre hacia atrás, aunque a destiempo, mientras nos zarandeamos sorteando los setos recién alzados en los parqués internacionales, y que todavía vale la pena tener presente que habitamos entre personajes que no merecen nuestros sueños, ni nuestros juegos de niños. Lo merecen, eso sí, el recuerdo de tiempos remotos, la lucha y la rebeldía, el eterno descontento con el establishment y algunas páginas de Verne. O de Poe.

20 de septiembre de 2007

El ingenio

El ingenio es una joven engalanada de collares que se pasea dueña de una coquetería insultante. El ingenio es mezquino y sirve para burlar inteligencias. La ironía es más sutil que el ingenio y cuando se citan en la terraza de un café la ironía siempre sale perdiendo algo, mientras que el ingenio se lleva los aplausos.

El ingenio es el alimento de los ingenuos, que no tienen empacho en laurear fuegos artificiales igual que admiran el divertimento de una comedia ligera.

El ingenio es artillería pesada, en cambio la ironía es la sutileza de ese veneno que mata tras largo tiempo, horas después de ingerirlo. La ironía nos invita a la transformación de la idea; el ingenio es la idea terminada, el artificio, por eso gusta a los hedonistas y a los insensatos, por su complacencia inmediata.

Tiene la ironía algo de humanismo filosófico, que es lo que perdió el ingenio la noche de su puesta de largo en los salones burgueses de provincias.

Hay que ser ingeniosos, dicen, pero no calibramos el alcance de las ocurrencias, el peligro de llevar el ingenio hasta las últimas consecuencias: puede morir uno de ingenio como hay quien muere de risa, y esa, aseguran, es la chispa de la vida.

La ironía es igual de letal que el ingenio pero, en la lenta muerte por ironía, parece que uno es más lúcido, más consecuente. Sus pasos comedidos nos permiten acercarnos mansamente hasta nuestro lecho y allí aguardar a la muerte. Ante la idea del final, la ironía nos permite exclamar con amargura: ¡si hubiera sabido que el final era esto, no me habría cogido en cama!

10 de septiembre de 2007

Autorretrato

ME GUSTA

las ardillas, fumar, las ciudades donde nunca he estado, Wong Kar Wai, las minas de los lápices, los caracoles, las bicicletas, las paradojas matemáticas, los titiriteros caminando sobre alzas, el viento, la página 257 de “Las mil y una noches” prologada por Borges en edición de Cambridge de 1958, el aire sabio de los libreros, Rash Al Gul, las tardes con mi abuela, la música en la calle, Leonor Watling, andar descalzo, la Alejandría de Durrell, las piezas de Exin Castillos, las calles estrechas, Robinson Crusoe, el desayuno con tostadas, la luz de los domingos, las cosas que no sirven para nada (excepto los políticos), los astrolabios, Charlie Parker, Yukio Mishima, los actores de teatro, los que viven en su mundo, las bombillas de azul intenso, las contradicciones, la siesta en el sofá, la sombra de las ramas de los árboles, las cámaras digitales, Rebeca subiendo al autobús, Julio Medem, las lámparas de aceite, los desvanes polvorientos, los trenes por la noche, las escaleras (si son de caracol, mejor), Egon Schiele, el desorden en las papelerías, compartir el silencio, “Las cosas que llevaban”, los viejos sentados en los parques, hacer listas de los libros que quiero leer, hacer listas de los discos que quiero escuchar, tener un montón de cartas en el buzón, los tics de Quim Monzó, el viejo plano de Valencia del Padre Tosca, los yogures de sabores, ignorar la mecánica del universo, la melancolía de Juan Ramón Jiménez, el hombre de hojalata del Mago de Oz, nadar en piscinas desiertas, los grillos al atardecer, Brad Mehldau, Keith Jarret, Michel Petrucciani, el murmullo de las bibliotecas, la Coca-Cola, la estepa rusa a través de las ventanillas del Transiberiano, las notas discordantes, el lacón con grelos, los faros de los espigones, Pumuki.


NO ME GUSTA

los palacios, las adivinanzas, las sumas y las restas, los relojes, los teléfonos que suenan, los teléfonos que no suenan, Walt Disney, la etiqueta “realismo sucio”, decir que no, los manuales de instrucciones, las líneas rectas, las líneas curvas, los maniquís de los escaparates, los que van de listos, los listos, los que van de tontos, los tontos, las catedrales, las señoras gritonas, las guías de viajes, las ventanas pequeñas, Ken Follet, las láminas enmarcadas de Van Gogh, las velas, los cortaúñas, el vecino simpático, la generación Beat (Kerouac, Burroughs), los lemas por la paz o por la guerra o por el amor o por el odio, el oro de los mecheros, las cerraduras de las verjas, los muros de piedra, los términos consuetudinarios, el mayo del 68, Iron Maiden, los que saben de vinos, los catálogos de libros que no se contienen a sí mismos, silbar (apunte: incapacidad motriz de labios y de lengua para hilvanar dos soplidos afinados), las pirámides de Egipto, los que no saben callar, las obras completas de Shakespeare en papel biblia, las naves espaciales y sus verdes tripulantes, lo retro, los gayumbos por encima del pantalón (las bragas es otra cosa), las cómodas ventrudas con tiradores dorados, los párrafos en cursiva y en francés, la remolacha, no leer a Proust, “La conjura de los necios”, los amaneceres (ocurren demasiado temprano), los políglotas, la mañana siguiente, el Café Gijón, los signos de exclamación, los Kinépolis, las tonadilleras que aman a toreros y viceversa, la fonética, los atajos, el tarot telefónico a las tres de la mañana, la literatura rusa (excepto Chéjov, Tolstoi, Gógol, Dostoievski, Turguenev, Bábel, Gorki, Nabokov, etcétera, etcétera), las palabras etcétera, viceversa y mocho.