El lagarto de Andrea
Andrea trabaja de bibliotecaria y vive con un lagarto.
No es un lagarto cualquiera. Atendería al nombre de Rocco si no estuviera muerto. Es un lagarto lagarto, con sus escamas verdes y su cola partida por la mitad, pero permanece incorrupto con el paso de los años. Andrea me refiere la historia de Rocco tomándose su tiempo. Es una anciana seca como el esqueleto de un álamo; cuando habla las palabras parecen caramelos de limón que se van deshaciendo en su boca de bibliotecaria anciana.
- Lo encontré en el patio interior – dice -; lo vi en el suelo, detrás de las jardineras de geranios. Estaba tan quieto, el pobre.
Se pasa las palabras de un lado a otro de las mejillas. Estirándolas como chicle. Andrea sigue relatándome su historia:
- Debía llevar allí..., ni se sabe. Un montón de rato. Yo volvía del lavabo y salí a tomar el aire. En la biblioteca, el aire está enrarecido ¿sabe? De vez en cuando conviene respirar un poco de aire fresco. Entonces salgo al patio de luces.
Andrea mira hacia el patio y los ojos le retroceden al pasado. En su lento desandar el camino, se tropieza con viejas amistades y gentes a quienes quería y ya no puede querer si no es en sueños, porque entristece sus ojos con una lagrimilla. Luego se recompone y le pido que prosiga:
- Así que se encontró usted al lagarto en el patio...
- Si. Detrás de los geranios. El pobrecillo debió caer allí desde el tejado. O tal vez murió mientras escalaba la fachada de balcones de forja. No lo sé. Nadie podría asegurarlo. Lo cierto es que estaba tieso y relucía un verdín estupendo con el sol del otoño.
Pidió que se lo trajeran, el lagarto. Un joven estudiante de derecho que pasaba allí sus tardes memorizando gruesos tomos de leyes, lo cogió entre sus dedos con mucho cuidado de no romperlo en dos pedazos y se lo tendió a la bibliotecaria Andrea.
- Aquí tiene. Lleve usted cuidado, no se le vaya a romper en dos pedazos – le dijo el estudiante.
- Rocco. Le llamaré Rocco – dijo Andrea, y luego terminó de contarme su historia.
Andrea conserva todavía el lagarto. Lo guarda en su casa momificado. No ha perdido ni una sola escama, ni un ojo, y la cola todavía le vence en un semicírculo trenzado. Andrea lo exhibe sobre una caja de abanicos. Le regalaron esa antigua caja de cristal y caoba y ella guarda allí dentro sus abanicos. Plegados unos junto a los otros y alineados en columnas. Sobre el muestrario de abanicos, Rocco duerme su sueño eterno de lagarto incorrupto. Cuando llegan visitas inoportunas, Andrea les ofrece un té de jazmín y les enseña su colección de abanicos. Salen horrorizados
- ¿Cómo puedes tener eso ahí, Andrea? ¿Ese bicho asqueroso?
- No es un bicho – contesta Andrea -. Se llama Rocco y es un lagarto.
Cuando las visitas corren calle abajo, Andrea las observa desde el balcón de su casa. Tiene el lagarto en una mano mientras con la otra lo acaricia con mucho cuidado para que no se parta.
Hay veces que le dice Rocco, Rocco, Rocco, masticando su nombre como almendras garrapiñadas, aunque el lagarto todavía no ha contestado a la bibliotecaria Andrea.
Ilustración © Escher
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