Uno viaja hasta donde le lleva su bolsillo o su intrepidez. Cuando el bolsillo lo permite, es la audacia marcopoliana de cada uno la que impone fronteras al atlas. Mis fronteras – ahora lo sé -, están mucho más allá de las Antípodas. Sobrevolando en un enorme Boeing medio mundo, Turquía, Irán, Afganistán, India, Birmania, piensa uno que ya no se puede llegar más lejos. Pero se puede. Mi destino ha sido el intenso color verde de las planicies camboyanas, sus arrozales encharcados por el río Mekong, la escasa sombra de sus frutales, sus nativos regalando sonrisas a cualquiera que hable con ellos.
- How do you do?, dicen con una sonrisa encendida en sus ojos profundamente negros.
- Where do you come from?, preguntan los niños de las aldeas.
- I come from Spain.
- Umm, Spain, capital Madrid-Barcelona, contestan en un alarde de políglota genialidad asiática.
Camboya no son solo los templos de Angkor, ni las gangas del Central Market en Phnom Penh City, ni siquiera la botella de cerveza Tiger por un dolar. Camboya es una cicatriz a punto de cerrarse en el sudeste asiático, un pueblo joven al que masacraron cuando el comunismo significaba una trinchera, una elección donde no cabían las medias tintas. Desde 1975 hasta 1979, el genocida Pol Pot acabó con la inteligencia de Camboya: asesinó a profesores, médicos, monjes, políticos. A cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia y pudiera oponerse a él o a su régimen comunista. Si llevabas gafas, eras hombre muerto. Si llevabas gafas, estabas demasiado interesado en ver más allá de tus narices. Tenías los días contados.
Visitar Camboya es ver a los hombres y mujeres levantando un país de los escombros minados que dejó el sanguinario Pol Pot y su infraestructura de asesinos. Visitar Camboya, hablar con sus gentes, es ver que la llaga todavía escuece y no pueden describirte el horror sin que sus ojos se humedezcan de trémula impotencia.
Pho-Ly es una mujer con las manos como las raíces de un bonsai - de pequeñas, de nervudas-, nacida en Phnom Penh City y que ejerce de guía turístico a través del Mekong. Pho-Ly llora cuando me relata su historia. Tenía siete años cuando la sacaron a rastras de su casa en la capital, junto a sus padres, y les obligaron a trasladarse al campo. “Pol Pot quería una sociedad feudal llena de campesinos, así que nos desalojaron a todos.” Perdió a sus padres en el río de gentes que abandonaron la ciudad, entonces sintió que estaba sola. Sola entre la multitud. Sola entre aquellos que atendían su propia desgracia, la tragedia del destierro que imponía el régimen de los jemeres rojos. Nadie más que ella podía ayudarla. Entonces, por azar, reencontró a sus padres. Pho-Ly tuvo mucha suerte: sólo fue asesinado un miembro de su familia. Pho-Ly quiere que se sepa qué sucedió en esa tierra donde el verde estirado de los arrozales se mezcla del azul turbio de las arenas del Mekong.
A pesar de todo sonríen. Los niños saludan con las dos manos mostrando una hilera de dientes blanquísimos que parecen decir hello, hello, hello, mientras pasas junto a ellos en las barcas para turistas del lago Tonle Sap, o en autobús, por la National Road 5, de camino a la capital.
Pho-Ly, guía turístico, mujer, todo nervio bajo la piel, me unge con Siang Pure Oil cuando sufro una fiebre selvática de 24 horas. “This won't take your fever off, but you will feel better”, me dice. Me masajea las cervicales, las sienes y el pecho y me obliga a respirar hondo este aceite de menthol y peppermint. Siang Pure Oil es un frasco de 3 c.c. de aceite balsámico parecido al Tiger Balm. Un ungüento analgésico que me libra de los sudores de la fiebre y me hace pasar un día sosegado a pesar de la alta temperatura de mi cuerpo. Pho-Ly, me digo ahora, la sanadora. Aquella que cura a los demás a pesar de llevar dentro las heridas de un pueblo roto.
Cuando uno llega a la frontera de Camboya con Vietnam, a través del río, observa que el paisaje ha cambiado. Siguen los poblados flotantes como arrecifes en los márgenes del Mekong, pero algo los distingue de los camboyanos: las antenas de televisión. Entonces me doy cuenta de que en los viajes uno ve lo que tiene delante - toma fotografías, observa el paisaje, habla con las gentes-, pero no puede ver lo que no hay y ni siquiera somos capaces de echar en falta. Todo es tan exultante, tan exótico, que nos parece un paraíso pintado para nosotros. Nada de eso. La frontera con Vietnam no es una línea punteada en un mapa, no es un registro de aduanas, ni un visado en el pasaporte. La frontera marca una diferencia entre dos países que son la misma tierra y el mismo río.
En la frontera me doy cuenta; en Camboya no vi ni un solo banco (guardarán el dinero en un calcetín, aunque no usen calcetines, me digo; más bien no tienen dinero que guardar, viven al día, me corrijo más tarde); tampoco encontré anuncios publicitarios en las carreteras, ¿para qué?, ni tendidos eléctricos, ni telefónicos. No había canales de distribución de agua. No ví tiendas (sólo mercados de frutas, verduras, arroz, carnes, embriones de pato, grillos tostados, alimentos de primera necesidad). En Vietnam veo: metalurgias, fabricación de vinagres, venta de maquinaria agrícola y tractores (en Camboya había vacas huesudas tirando de arados), gasolineras (en Camboya había bidones de gasolina en las esquinas de las ciudades), farmacias, talleres mecánicos. Entonces pienso que Camboya es un niño de doce años que sonrie abiertamente a los extranjeros, que comienza a hablar inglés y presume de cortesía nativa, mientras Vietnam hace años que pasó la pubertad, la edad del pavo, se ha marchado de casa de sus padres y ya establece negocios por su cuenta (comunismo capitalista o capitalismo comunista, vaya usted a saber).
Camboya es la sonrisa permanente y amable de un pueblo que renace de sus miserias; de los políticos corruptos y asesinos, de la violencia y la sinrazón de los burócratas. Vietnam, su hermano mayor, envilecido por las mil putas occidentales que lo vapulearon (franceses, rusos, americanos, chinos), ha sabido reponerse y crecer sin perder esa sonrisa, pero esos labios que se obstinan en saludar a los turistas en Saigon, no dicen How do you do? Where are you from?, dicen - más bien -: Come here, buy it to me, it is cheap. Los negocios son los negocios y la misma sonrisa asiática puede ser pura o convenenciera.
Vaya usted a Camboya, busque allí a las Pho-Ly sanadoras, hable con los niños, gástese un dólar por un paquetito de postales que no vale más de 50 centavos y tenga los ojos bien abiertos; busque lo que no ve, lo que no tiene delante de sus narices, aquello que no puede fotografiar. A lo mejor entonces descubre dónde están las fronteras de su atlas.