16 de noviembre de 2011

Festival Eñe: mi versión de los hechos

El día 11 de noviembre tomo el AVE Valencia-Madrid para acudir al Festival Eñe en calidad de finalista del Premio Cosecha Eñe 2011, en el que había participado con el cuento Unos zapatos para la lluvia.

A Madrid viajo un par de veces al año seducido por las exposiciones temporales de algunos museos, porque se representan obras de teatro que raras veces puedo ver en Valencia y para visitar dos o tres librerías de lance próximas a la Plaza del Dos de Mayo a las que acudo sin tarjetas de crédito y con la promesa de no gastar más que el par de billetes que llevo en el bolsillo. Pero sobre todo, me dejo caer por la capital porque hace más de un lustro estuve viviendo en ella durante tres años y me gusta vagar sin rumbo fijo por el barrio de las Letras, disfrutar de un café y un pastel de crema en la Mallorquina mientras hojeo los libros de segunda mano recién comprados, y también para comprobar que el kilómetro cero de Sol no lo han cambiado de sitio. Me reconforta pensar que en cierto modo su inmutabilidad certifica que las cosas siguen siendo como eran cuando yo me marché.

En esta ocasión el viaje adquiere una dimensión inédita: la celebración de la literatura hispanoamericana en el marco del Festival Eñe. Es mi momento y lo voy a exprimir hasta las últimas gotas.

Llego a Atocha a mediodía, paso por La Fábrica a recoger la invitación, aprovecho para comprar allí un par de números de Eñe que no tenía y, antes de ir al apartamento, recalo en un pequeño barecillo donde me tomo un batido de pera mientras leo el programa del Festival. Es de color verde musgo, con las letras y los bordes rosa. El texto se distribuye en tres columnas, como si fuese un periódico, y tengo que doblarlo por la mitad y luego otra vez por la mitad, porque también es tan grande como un periódico y así es como suelo doblar yo los periódicos para leerlos sin invadir toda la mesa mientras tomo mis batidos de pera.
Con un bolígrafo marco como imprescindible la lectura poética de Gamoneda, a las seis y media de la tarde; después señalo la conferencia de Trapiello, también a las seis y media; el cara a cara de Manuel Vicent y David Trueba no empieza hasta las siete, pongo una X al lado, ¿me dará tiempo? ¿podré luego asistir a la charla de Francesc Serés? No quiero perderme la pareja de baile que forman Álvaro Pombo y Blanca Berasátegui, a las nueve, y descubro que la mesa redonda de Luna Miguel, Alberto Olmos y Germán Sierra no acabará antes de las diez, justo cuando empieza el concierto del portugués Rodrigo Leão… ¡Y yo que me he dejado el don de la ubicuidad en Valencia! Pronto me doy cuenta de que satisfacer todos mis deseos es poco menos que imposible, por lo que decido que esta tarde improvisaré sobre la marcha.

El apartamento, en Matute 11, forma parte de un piso señorial que ha sido reconstruido de acuerdo a una estética a lo bourgeois bohemian: dos estancias blancas de líneas minimalistas, cocina americana, mobiliario esencial y paredes también blancas, adornadas con vinilos. El comedor-cocina luce un melón abierto por la mitad y el dormitorio lo preside Don Juan Tenorio, junto a unos versos de Tirso de Molina. Todo de lo más chic.

Como en La Bardemcilla de Santa Ana un caldo de cocido madrileño y lubina a la plancha; después, café. Todo por menos de diez euros.

Sin más preámbulos, enfilo hacia el Círculo de Bellas Artes, entre la calle de Alcalá y la Gran Vía, o sea, el Broad-Way madrileño. Mientras escribo estas líneas leo en la Wikipedia que el edificio fue diseñado por el arquitecto Antonio Palacios, que destaca por su <<ecléctica volumetría>> y que Picasso recibió aquí, en su juventud, clases de pintura. Entiendo el sentido de <<ecléctico>> y también el de <<volumetría>>, aunque no sabría decir qué significan estas dos palabras juntas. La mención del artista malagueño, en cambio, me hace pensar que el recinto posee esa solera intelectual de las vanguardias artísticas de principios del XX que ha persistido con renovada energía hasta el XXI. Me gusta que el Festival se haya celebrado en un lugar con tanto glamour literario.

Cuando llego a la recepción me dan una chapa redonda de color verde del tamaño de una moneda de dos euros en cuyo interior hay dibujado un signo blanco que no logro saber si es una coma (,) o un apóstrofo (’). En el fondo tiene poca importancia porque sea lo que sea, el signo invita a pensar en tipografías, en moldes de imprenta que, en definitiva, son la esencia de la palabra escrita, que a su vez es la esencia de la literatura, y al fin y al cabo he venido a esto ¿no? a disfrutar del espectáculo de la literatura. Más tarde descubro que hay quien lleva prendida una chapa similar, pero de color naranja o roja o azul. Mientras espero en la Sala María Zambrano de la quinta planta a que sean las seis y media para escuchar a Andrés Trapiello (primera decisión dolorosa, por renunciar a Gamoneda, y al mismo tiempo gratificante, por poder ver a un escritor que para mí sintetiza la escuela cervantina con dejes galdosianos, es decir, la quintaesencia de las letras castellanas) pienso que esto de las chapas multicolores tiene un no sé qué clasista que me disgusta. Bien mirado, esta segregación me incomoda, sobre todo porque creo que en lugar de identificarme en el mostrador de invitados de la planta baja, donde acuden los escritores, lo he hecho en el de los lectores y a estas alturas ya no puedo desdecirme –y tampoco quiero hacerlo- porque también soy lector, y porque además, siempre me encuentro más a gusto cuando me confundo con la multitud que cuando la multitud me distingue y se fija en mí, aunque sea por llevar una chapa naranja, vete a saber por qué. La culpa es mía por no preguntar.

El caso es que me acomodo con mi insignia plebeya y espero impaciente a que llegue Trapiello, y ahí está, con pinta de cargar una gripe de caballo, ataviado con chaqueta y loden hasta las rodillas que no se quita ni al sentarse.
Él mismo confiesa tener un frío de órdago, cuando en la sala la multitud alimenta una temperatura de cacerola humeante. A los pocos minutos de empezar la conferencia, el escritor leonés se olvida del frío, del malestar, del hecho sumarísimo de haber sido importunado en mitad de una tarde que merecía sofá, manta y termómetro bajo la lengua, y enseguida se crece. Sus palabras son aspirinas para calmar su fiebre. Los oídos de la audiencia se abren, atentos a su aliento pausado, a su fraseo comedido, a un discurso que parece estar escribiendo, en este mismo momento en que lo dice, sobre el aire cargado de la sala. Habla de sus diarios. De cómo escribe, durante un año entero, los pensamientos que día a día lo van asaltando mientras pasea, lee, se encuentra con gentes a quienes nosotros no conocemos; y después, cada noche, va escribiendo a mano hasta que al cabo de un año ha llenado doscientos o trescientos folios que luego deja reposar, como si fuesen vino, cuatro o cinco años, al término de los cuales, dice Trapiello, relee lo escrito y lo reduce a cuarenta o cincuenta páginas que terminan convertidas en una nueva entrega de su Salón de los pasos perdidos, la novela de una vida. Esta mengua y posterior crecimiento del manuscrito es todo un misterio para sus lectores; para él, en cambio, es un mecanismo de creación, un proceso perfectamente engrasado y que siempre da sus frutos. <<A pesar de ser un diario –asegura- no hablo de mí, sino de otros. Escribir sobre los demás es la manera de escribir sobre uno mismo>>, dice, y yo anoto esta frase lapidaria en mi Moleskine negro.

Después de esta conferencia bajo al segundo piso a tomarme una cerveza. En el bar me cruzo con Gamoneda, que charla con unos amigos. Rabio por habérmelo perdido. Curioseo los libros de los expositores, doy varias vueltas a los mostradores y vuelvo al punto de partida con mi cerveza en la mano. Si alguien me está mirando -pienso- creerá que me estoy aprendiendo los títulos. Y así es. Me los estoy aprendiendo de memoria. Siempre me ha gustado detenerme sin cortapisas frente a los escaparates, leer todos los títulos, el autor de cada libro, la editorial, el color y la ilustración de la portada. Aquí actúo igual: los abro y miro la tipografía, observo si han respetado los márgenes, leo unas cuantas frases y lo vuelvo a dejar en su sitio. Naturalmente, detesto que algunos estén precintados. En uno de los mostradores, me quedo un rato hojeando los volúmenes de fotografía editados por La Fábrica. Abro uno de Dorotea Lange. Me apasiona la fuerza blanquinegra de los retratos de la norteamericana. El maletín mexicano de Robert Capa capta mi atención unos instantes: son dos tomos; uno describe la historia de estas fotografías que se encontraron en México, el otro reproduce los negativos y también los explica. Pesa demasiado para cargar con él y me quedo con las ganas. Sé que me arrepentiré.

Aún no son las nueve cuando subo las escaleras hasta el Salón de Columnas de la cuarta planta. Está a punto de comenzar la pareja de baile Pombo/Berasátegui. La gente se agolpa a las puertas del salón. Me sorprende gratamente observar a gente sola porque denota una cosa: vienen aquí, al Festival, interesados por la literatura y poco o nada les importa que alguien les haga coro. Porque la literatura no necesita coros, ni voces que la respalden, ni compañía. Uno abre un libro y está solo y a la vez acompañado por los personajes o por la voz del autor, qué más da, lo mismo que aquí, hoy, en el Círculo de Bellas Artes, no se puede estar solo, ni siquiera viniendo solo.

Empieza el espectáculo: la multitud –y yo entre ellos- corre a buscar una butaca. Las primeras filas están llenas cuando entramos. Los huecos, en las siguientes, se esfuman rápidamente, como si estuviésemos jugando al juego de las sillas. La música ficticia deja de sonar y Pombo y Berasátegui aparecen en la escena y se sientan en el centro de un amplio círculo delimitado por las columnas que dan nombre a la sala. Pombo es un personaje, un actor, un hombre escurridizo que responde tangencialmente a las preguntas o no las responde en absoluto. Confiesa su adicción al programa Sálvame. Alardea de su cultura televisiva. Habla de los lagartos que comían ratas en la serie ochentera “V”. Carcajadas en el público. Pombo ríe con una risa estentórea, desorbitada, un poco grotesca. Un poco no, mucho, muy grotesca. La acompaña con gestos desenfadados de las manos, sus dedos señalan, como una pistola, a la audiencia.
Su filiación política a UPyD (Unión Progreso y Democracia) encuentra un hueco en las noticias televisivas, y aquí, esta noche, en el Círculo de Bellas Artes, pide nuestro voto irguiéndose como un senador romano. Alguien le dice que sólo le falta la toga para parecerlo. ¿Su nuevo proyecto literario? ¡Quita, quita!, responde a Berasátegui, mientras gira en su sillón, desafiando al público. No quiere hablar de su próxima novela, quiere hablar de política. Más carcajadas. Algún gruñido. Un no rotundo al dispendio estatal que beneficia a poetas primerizos. ¿Por qué?, me pregunto. ¿Acaso no fue él, en su momento, un escritor primerizo a quien, como él mismo explica, le fue concedida la beca Ricardo de la Cierva? ¿Lo he entendido yo mal? No lo sé. El vejete santanderino de barba dickensiana se escurre como una salamandra ante las preguntas de Berasátegui.

Son casi las diez. Segunda decisión dolorosa: la mesa redonda Luna/Olmos/Sierra, en esta misma sala, o el concierto de Rodrigo Leão. Me interesa saber qué piensan estos tres autores jóvenes sobre las relaciones entre internet y escritura, pero como soy un hombre otoñal y un tanto melancólico, esta noche me decanto por la música portuguesa, así que corro escaleras abajo al Teatro Fernando de Rojas. Hay cola y termino en el anfiteatro, muy arriba, cansado de subir y bajar escaleras y al mismo tiempo entusiasmado por el concierto. Violín, viola, chelo y acordeón acompañan el teclado del portugués. Una mujer, con la voz tan dulce y tan triste como la muerte, canta unos fados que hacen levantar al público de sus asientos. Guinda excelente para una velada de emociones intensas, de palabras, de pensamientos ajenos adentrándose por mis ojos y mis oídos; mientras la música suena y me inunda, yo trato de retener algunos de ellos, como gotas de ámbar salpicando mi cuaderno, antes de que mi memoria, mañana o esta misma noche -ahora- termine por olvidarlos.

Llego al apartamento pasada la medianoche, con un pedazo de pizza gorgonzola al taglio en una mano y un botellín de agua, en la otra. Sacio mi hambre mientras leo un cuento de la Cosecha Eñe de 2009 y me adormezco, junto a Don Juan Tenorio, con el fraseo de Agustín Fernández Mallo el día que acompañó a Sarah Palin a un mitin electoral.

Siempre me cuesta madrugar los sábados y éste no es una excepción. Lo de madrugar es un decir. Me despierto a las diez y todavía me resisto un rato a sacar los pies de la cama. Para ir haciéndome a la idea, leo otro cuento de la revista, uno de Benjamín Prado que me cautiva por su lirismo alado y porque el personaje del cuento deambula por una ciudad en cuyas calles reina, de forma intermitente, la noche y el día, el día y la noche. Al terminarlo me meto en la ducha y me quedo helado de golpe, porque no hay agua caliente y tengo que lavarme como un gato, los pies, las piernas, el pecho, poco a poco, y el pelo, que lo llevo largo, agachado y en cuclillas porque no aguanto el frío, me da dolor de cabeza. Lo peor de todo es saber que los pies se me quedarán fríos todo el día.
Después de un café con tostadas me dispongo tomar otra decisión dolorosa, la tercera: la pareja de baile formada por el escritor Manuel Longares y el crítico José María Pozuelo, o la lectura poética de Francisco Brines y Tacha Romero. Como ya he coincidido al menos en dos ocasiones con Brines, en Valencia, opto por Longares, que también es un hombre otoñal y tal vez tímido. Es tímido, sin duda: habla de sí mismo pero poco. Responde a todas las preguntas de Pozuelo, sin dejarse nada; parece que le cuesta explayarse cuando le toca hablar de su último libro, Las cuatro esquinas, que son cuatro relatos conectados entre ellos no por los personajes, sino por la Historia de España: posguerra, años sesenta, transición y actualidad. No he leído el libro pero sus reflexiones sobre la escritura literaria frente a la no literaria me convencen y me hago a mí mismo la promesa de leerlo. Le pregunto, al acabar la charla, qué es para él una obra literaria. Coincidimos: el estilo, el cuidado mayúsculo del escritor por el lenguaje que emplea en sus narraciones, en sus novelas, sin que por ello tenga que renunciar a la experimentación o a la vanguardia.

A las doce y media salen Longares y Pozuelo del Teatro Fernando de Rojas y entra Belén Gopegui, a mi juicio la Susan Sontag española. Como Sontag, Gopegui se resiste a enmascarar el paso del tiempo tiñéndose el pelo, que es de un color gris tirando a blanco; como Sontag, Gopegui tiene una mirada profunda, que da la impresión de atravesarte o, mejor dicho, de penetrarte. Porque su mirada no se queda al otro lado de las cosas, sino que penetra en ellas y las analiza, las exprime, las devora para extraer lo bueno o malo que hay en ellas. Como la de Sontag, la inteligencia de Gopegui no presenta fisuras: sus planteamientos son sorprendentes, sus propuestas arriesgadas y siempre nadan a contracorriente. Su escritura es La Escritura.

Yo esperaba este momento con ansiedad. Podría decir que he venido a Madrid para la entrega de premios, esta tarde, o para disfrutar de las charlas o de la música, anoche. Pero no sería del todo cierto. He venido a Madrid a escuchar a Gopegui, igual que hubiera venido sólo por escuchar a Sontag.

La conferencia versa sobre "Lenguaje y poder", y no es una conferencia al uso. Un personaje inventado por ella (un personaje masculino, su heterónimo, a quien llama Enrique Puertonovo) encarna en sí mismo el tema de la exposición. Todo lenguaje es manipulación y la suya conduce a la audiencia a través de una disertación, con performance incluida, en la que Puertonovo analiza los modos y maneras del decir, del narrar y del callar. Del silencio. Gracias a este personaje, no es ella la que está hablando, sino un hombre que ha escrito las novelas que ella ha escrito; que piensa las cosas que ella piensa, que habla del silencio de quienes no hablan porque no pueden hablar por estar sometidos o de los que no quieren hablar, sencillamente porque se guardan para sí mismos lo que piensan. Porque no hablar no significa no pensar. Porque no hablar es también rebelarse. Callarse es un nuevo lenguaje, con sus propias reglas, aunque nos cueste entenderlas.

A la una y veinticinco salgo apresuradamente de la conferencia, que ya ha concluido, y subo las escaleras pensando que me gustaría leer de nuevo las palabras de Gopegui. Hay tantas propuestas en su charla que me ha costado retenerlas. Reconozco que me he perdido la mitad, pero lo que he entendido, lo que he podido anotar, colmará mis ansias de Gopegui una buena temporada.


Ha llegado el momento de asistir al taller de Juan Bonilla, en una pequeña sala de la quinta planta: Cómo hacer poesía sin escribir un solo verso, dice el programa. La audiencia es reducida: cinco chicas y yo. Bonilla ataca: <<¿qué es, para vosotros, lo poético?>>. Nuestras respuestas se complementan: emoción, lenguaje, evocación, belleza, trascendencia… No: <<poesía es acción>>, dice Bonilla. Lo poético se sostiene en la mirada del lector, que interpreta la mirada del poeta. Es el acto de mirar, la acción de mirar lo cotidiano del mundo a través de un nuevo prisma. Cualquier cosa puede ser poética si se mira por el lado adecuado, hasta la lista de necrológicas de El País de esta misma mañana:

Jacinto Rupérez Vicenç, 85
Encarna Sarástegui López, 72
Manuel Martínez Cobaldo, 89
Aurora Tejedor García, 81
Bernardo Pascual, 93
José Luis Prado Rubio, 17

Este último verso, endecasílabo, encierra un misterio, una Verdad: la muerte puede sorprender a cualquiera. Está a la vuelta de la esquina, al acecho, preparada para cruzarse con nosotros, sin que le importe la edad. Esto es poesía.

Por la clase van desfilando los lejanos fantasmas de Dorothy Parker, de Quevedo, de William Carlos Williams:

Me comí las ciruelas que había en la nevera
y que probablemente tú reservabas para desayunar.
Perdóname, estaban deliciosas, tan dulces y tan frías.

Estas líneas las escribió el poeta norteamericano a su esposa en una nota que dejó en la nevera. <<¿Es esto un poema?>>, pregunta Bonilla. Nosotros dudamos. Vacilamos. Respondemos con ambigüedad, sin saber qué decir, sin decir nada o diciendo casi nada… Estas palabras son una puerta que se abre a la poesía y quieren decir: <<todo vale>>. Todo puede servir al poeta para componer poemas. ¿Todo? Bonilla matiza: un poema necesita estructura, necesita cadencia, necesita un misterio, y revela una Verdad. Esa Verdad fulgurante del último renglón de la necrológica.

Las dos horas del taller transcurren como un soplo de viento, hermoso y fugaz.

¿Ya son las tres y media? ¿Ya ha terminado? Sólo ahora vuelvo a notar los pies fríos, helados por la ducha de esta mañana. Hasta este momento sólo he sentido palabras, poemas, ideas fulgurantes y acertadas, atravesando mis oídos mis ojos mi cuerpo entero, la luz llenando la estancia vacía de mis ojos.

Sí. Son ya las tres y media. Salgo a comer y de golpe vuelve el nerviosismo. En menos de cuatro horas se celebra la entrega de premios. Hasta este momento había conseguido olvidarme de eso, pero de repente, con el tictac acuciante del reloj, vuelve el pensamiento y con el pensamiento, el nudo en la boca del estómago, el temblor en los párpados, la boca seca. Me obligo a pensar en otra cosa. Me obligo a pensar en Gopegui y en Bonilla. Pero la comezón regresa, mordisqueándome los ojos y avivando los latidos de mi corazón, vaciándome de mí mismo. No es perder -o ganar- lo que me paraliza. Es oír mi nombre pronunciado en el micrófono y repetido en la sala Chill Out por los altavoces; es subir al estrado para recibir el diploma de finalista y tener que sostener el peso de cien miradas mientras sonrío o bizqueo, o qué sé yo. Es inhumano. Es antinatural. Es extraño. Siempre me ocurre lo mismo.

En el apartamento no puedo comer y apenas como. No puedo beber, pero me esfuerzo en agotar el botellín de agua. Tampoco puedo leer y decido echarme en la cama. Cerrar los ojos. Detener el temblor. Dejar de existir por un instante, porque después tendré que existir durante un rato, durante un buen rato. Y los ojos ajenos que me mirarán, me están mirando ya ahora, en mi cama, arropado por el vinilo de la pared, Don Juan Tenorio. No consigo dormir.



Pasadas las seis de la tarde me encuentro de nuevo en el segundo piso del Círculo de Bellas Artes. He quedado aquí con Andrea Temes, que organiza los eventos del Festival y nos informa a los finalistas del protocolo de la entrega de premios. Es simpática, morena, va vestida de rojo y me infunde sosiego. Más tranquilo, pido una cerveza en el bar y me acomodo en una de las mesas esperando a que den las siete y media.
Anestesiado un poco por el alcohol y la algarabía que orquestan lectores y escritores, mi nerviosismo se dulcifica. Casi ni lo siento. Mientras tanto observo a los asistentes, a los escritores que conversan en pequeños corrillos. Veo a Juan Bonilla, a Fernández Mallo, a Luis Alberto de Cuenca, que acaba de dar una conferencia que también me he perdido. Ya es casi la hora y llego a la zona Chill Out. Camino Brasa presenta el evento y Fernández Mallo ejerce de maestro de ceremonias. Nos llaman uno a uno por orden alfabético: Javier Calvo, Cristina Gálvez, Carme García Parra, Jesús Zomeño… y algunos otros que no han podido venir porque viven al otro lado del charco. Oigo mi nombre, Rafael Ventura, y ya no oigo nada más. Me levanto mientras Camino lee cuatro o cinco líneas de mi biografía literaria pero no la oigo. De golpe estoy sobre el estrado, dándole la mano a Fernández Mallo, quien me entrega el diploma enmarcado y me dice (esto sí lo oigo): <<Enhorabuena, Rafael>>. Yo le doy las gracias, poso con una sonrisa absurda y bajo del estrado. No ha sido tan difícil, después de todo.

El premio recae en el barcelonés Javier Calvo, por su cuento Nínive, que lee o, mejor dicho, escenifica, impostando la voz de uno de los personajes, Álex J., enfermo de un centro psiquiátrico. Es un cuento enfermizo, grotesco, pegajoso, obsesivo, transgresor. No sé si me gusta, pero le reconozco un doble mérito: el de cautivar al lector, poseerlo, agarrarlo por el cuello con sus imágenes hipnóticas y a veces nauseabundas; y el mérito de criticar incisivamente las convenciones más cuerdas y aburridas gracias a este personaje neurótico, autor de Lavabos y dioses: una aproximación litúrgica.

Tengo tiempo, todavía, para acudir a una última conferencia. Como son más de las ocho no llego al cara a cara entre Ana María Matute y Juana Salabert, una pena. Decido, en cambio, subir a la quinta planta para escuchar la conferencia de Luis Magrinyà: Harry Potter y los hermanos peleados. Magrinyà se explica: tomará como arranque de la conferencia un relato con Harry Potter de protagonista aunque podría haber sido cualquier otro, por ejemplo el doctor House, digo yo. En su charla propone una concepción particular de la literatura alejada de tópicos: el héroe que intenta entrar en una fortaleza cuyo acceso le está restringido; o por el contrario, el héroe que, dentro de esta fortaleza, quiere salir a toda costa rebelándose a sus captores. Son tópicos que hay que evitar, porque los tópicos no describen nada, no aportan nada.
Magrinyà sugiere que el héroe puede muy bien permanecer dentro o fuera de la fortaleza sin que le importe demasiado. ¿Qué ocurre cuando se acomoda a las circunstancias tal como le llegan? ¿Qué ocurriría con Romeo si hubiese podido conquistar a Julieta sin que Montescos y Capuletos pusieran el grito en el cielo y desenvainaran las armas? <<A veces me han acusado, dice Magrinyà, de alejarme de la realidad. Pero no es cierto que me aleje de ella, sino que me concentro en un rincón de la realidad. Un rincón acaso menos transitado pero que no deja de ser real>>. Permeabilidad de las fronteras: el nuevo héroe no tiene por qué vencer tentaciones o sufrir contratiempos externos; el conflicto, el pathos narrativo, está en otro lugar y hay que buscarlo, aunque sea linterna en mano.

Esto se acaba, me digo. Antes de abandonar el Festival me doy una vuelta por la segunda planta. Repaso los libros. Compro alguno y me quedo con ganas de muchos otros mientras a mi espalda el público rodea un espectáculo de danza. Después salgo a la calle, retomo el camino al apartamento, me escurro entre las gentes que a estas horas están cenando ya en los restaurantes de Huertas, donde no encuentro mesa ni a tiros. Consigo entrar en un pequeño garito de comida libanesa y ceno como un señor, como un Tenorio, agotando los últimos minutos de un día que será difícil de olvidar.

5 comentarios:

alegría dijo...

¡Enhorabuena Rafa! Aunque te digo que sólo he tenido tiempo de leer unos primeros párrafos. Lo dejo para más ratitos que vaya teniendo, porque la muerte: "Está a la vuelta de la esquina, al acecho, preparada para cruzarse con nosotros, sin que le importe la edad."

A dijo...

Gracias por este "regalo" Rafa. Y enhorabuena.
Adolfo

Ricardo Guadalupe dijo...

Fabulosa crónica, ¿se la has enviado a los de la revista Eñe? Despide literatura por todos los poros. No sé qué es más, si crónica o relato metaliterario. Sea como fuere nos recuerda el amor a la literatura, y a mí en concreto me recuerda un viaje a París y a una crónica que escribí con fotos también en blanco y negro.
Un abrazo

Rafa Ventura dijo...

Muchas gracias amigos.

¡¡Feliz 2012!!

Rafa Ventura dijo...

Acaban de publicar un fragmento de esta crónica en EÑE:

http://www.revistaparaleer.com/noticia/2012/02/02/la-poesia-segun-bonilla

¡¡Con foto del taller y enlace al blog El círculo de tiza!!