Jazz: el absurdo sensible
Cada vez que acudo a un concierto de jazz puedo verme a mis diecisiete años llegando apresuradamente del colegio con la única obsesión de echarme sobre la cama -con las deportivas todavía puestas y un par de auriculares que llegaban a cubrirme por completo las orejas-, para pasar el resto de la tarde escuchando a esos extraños seres que eran capaces de destrozar la música hasta llegar a convertirla en la informe masa de silbidos y gemidos de una trompeta, los llantos ahogados de un saxo tenor, los ceremoniosos riffs del batería, o los aterciopelados estallidos de cólera del bajo y todo al ritmo frenético de las teclas de un piano que era capaz de meter en un tiempo lo que nadie hasta entonces soñaba con poder expresar en música. Una vez dentro, una vez metido hasta las cejas en el vergel de sonidos que irrumpía en mi habitación entonces ya sin ningún sentido para mí, vacía, inexacta, torpe, porque solo existía la música, una vez allí, todo, absolutamente todo, podía suceder.
Mi primer disco, lo recuerdo bien, me lo prestó un profesor del colegio alegando que no iba a gustar nada, que no lo comprendería y que haría bien si en lugar de ese me traía un trabajo de Michael Bolton o de Jean-Michel Jarre -o de uno de estos que ahora no recuerdo, o no me apetece recordar-. El disco se trataba de Gemini, de un Miles Davis de 1969 que no era el joven músico que abandonó la Juilliard School para dedicarse a buscar una expresión propia que sólo él era capaz de encontrar detrás de su épica trompeta, sino un Miles mucho más innovador, adecuado a otros tiempos, alejado ya del bebop de los cincuenta pero igual de vertiginoso y demoledor. Aunque todo esto yo entonces lo desconocía y solo podía entregarme a unos sonidos que –era cierto- no comprendía del todo, pero que me maravillaban. Con ellos era posible que me fundiera en esa masa resbaladiza en que se convertía la música y moldearme con ella, volver a ser, reinventarme, que es la principal atribución que puede tener y de hecho tiene la buena música de jazz.
El jazz hay que escucharlo hipnotizado, hay que entregarse por completo a sus reglas aparentemente caóticas, no, no, aún mejor: a sus reglas en verdad caóticas, hay que dejarse arrastrar hasta sentirse perseguido por el absurdo sensible, por esa manera tan natural con que el músico dice todo lo que quiere decir sin que lo comprendamos del todo, pero sintiendo ese momento único en que es capaz de contagiarnos con su vibrato, con su frenesí, con todo lo inmortal que tiene el jazz para resplandecer por si solo en una habitación –la mía- tomada ya por las sombras de una tarde después de las clases. No había nada más que jazz. Parecía que el brillo dorado de los metales iluminaba tenuemente las esquinas, el oro de los instrumentos se recortaba ya sobre el imaginado escenario que iba perfilándose en mi habitación, el desorden con que me cautivaban los instrumentos desafiaba las leyes de la lógica, pero todo terminaba convenciéndome de que más allá de la ciencia y de las matemáticas que yo acababa de atender pacientemente esa misma tarde, podía esconderse un mundo mucho más subyugador y poderoso, la inclemente razón de la música, esa forma de sentir que se impone a las razones.
El jazz comenzó a ser la magia insultante del bebop de Charlie Parker –Bird-, el estallido del saxo tenor de John Coltrane, la flamante trompeta de Dizzy Gillespie -más tarde descubriría yo sus imponentes mejillas-, el piano del señor Thelonious Monk, un negro, como todos los demás, que en las portadas de los discos aparecía cubierto con un birrete y luciendo perilla de cabra, y por encima de todos ellos, o a la misma altura del mismísimo Bird, el colosal Miles Davis, ese hombre detestado y admirado a partes iguales, que no toleraba la imperfección, ni el descuido, ni la falta de talento musical y que era capaz de entregarse con la misma pasión al jazz, a su improvisación, a su técnica, a sus nuevos lenguajes, como se entregaba también a las drogas que lo dejaban postrado durante semanas en su apartamento de Manhattan.
Esto era el jazz. Esto es el jazz que yo escuchaba con dieciséis años en discos compactos que sacaba de la biblioteca –cada semana, dos o tres o cuatro, todos los que me permitían en la ventanilla de préstamo-, y en el que me recostaba como si me estuviera hundiendo en un blando colchón de plumas. El jazz eran estos tipos capaces de recomponer la música a partir de los deshechos heredados del siglo anterior, capaces también de reinventarse a sí mismos cuando el bebop y el cool de los cincuenta no podía dar ya más de sí, y sabedores de que el jazz, el verdadero jazz, tiene el tiempo de vida de un compás, nace en los labios de un hombre, en los dedos que rasgan las cuerdas de un bajo, en el pie que cimbrea la tela gastada de una batería, y muere dos segundos después, allá abajo, en el patio de butacas, ante una masa expectante que sólo somos capaces de perdernos en los aullidos sinfónicos de cuatro o cinco tipos enloquecidos por aquello que sólo ellos saben hacer: tocar jazz hasta la muerte. Hasta que la cocaína, o el caballo, o un Testarrosa a doscientos diez por hora en una carretera de California los estampara a todos contra la valla de la monótona repetición de lo cotidiano. Así morían los músicos de jazz.
Luego vinieron muchos otros: Petrucciani, Charles Mingus, Ornette Coleman, Wynton Marsalis, Dexter Gordon, Herbie Hancock, y mucho más tarde –hoy- Haffner, o el Esbjörn Svensson Trio –conocidos como E.S.T.-; incluso antes de éstos sufrí una interesante recaída en una de mis fiebres por el jazz mientras escuchaba a algunos clásicos como Louis Armstrong o Duke Ellington, a quienes entendía como predecesores brillantes e inteligentes, pero que no llegaban a hacerme sentir toda esa magia subyugadora que se había iniciado con Miles Davis.
El jazz hay que escucharlo siempre como si fuera la primera vez, como si de verdad fuéramos vírgenes e inocentes, para que la maravillosa sinrazón de sus sentidos sea tan plena como era entonces, a mis quince años -¿o eran dieciséis?-, y lo escuchaba con las deportivas puestas tirado sobre la cama. El jazz, como algunos buenos libros o películas, es capaz de hacernos sentir como sentíamos cuando vivíamos sin prejuicios, ignorantes de gastadas fórmulas, de maniqueísmos y tretas comerciales; cuando todavía éramos capaces de asombrarnos por la cadencia sinuosa de un saxo mientras es perseguido por el rasgueo escalonado de las cuerdas del contrabajo. Esa capacidad de asombro todavía vive en mí cada vez que me siento en el patio de butacas, la luz comienza a apagarse y sobre el escenario aparecen esos hombres que son capaces, siquiera por última vez, de inventar la música esta noche.
2 comentarios:
"Esto era el jazz. Esto es el jazz que yo escuchaba [...]"
Recuerdo que Fedora dijo una vez que "El jazz no es" :)
Gracias Alegría.
Ya no recordaba esa afirmación tan acertada de Fedora: "El jazz no es". ¡Qué gran verdad!
Un abrazo.
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