Chantal Maillard en la Universidad Politécnica de Valencia
No sé cómo anoche las paredes aguantaron.
Era una sala pequeña, contenía el tenso silencio de cincuenta o sesenta personas, todas atentas a cada gesto de la poetisa: cuerpo menudo, llevado al límite de su expresión, tan esencial como su poesía -depurada, limpia-; los ojos, diáfanos, tan transparentes como sus palabras, sin sombras enmascarando el pensamiento; el pelo en cambio, contrastaba con esa luz, con esa blancura en el rostro y las palabras, tan negro era como un sol negro arrodillado ante el Señor del Bosque de Hainuwele.
Cuerpo y mirada: esencia y pensamiento.
Mirada de ida y vuelta. Porque la poetisa concentró su calma en todos los que allí esperábamos oír su voz, callados. El tiempo se dilató con el avance de sus primeras palabras, deslizándose lentas como cantos rodados, medidas no por lo que quería decir, sino por lo que veía en nosotros, los observadores, los escuchadores, los que atendíamos, en silencio, a su silencio.
Y después leyó.
Y se hizo la poesía.
Se hizo en ese mismo momento: la poesía.
Su poesía -vimos, descubrimos- no es la poesía del yo ególatra y salvaje de occidente, sino la del análisis del yo, la del análisis del sí mismo que observa. No una mirada sobre el mundo, sino una mirada sobre los ojos que miran el mundo.
Derribar conceptos, eso dijo. Conceptos como muros, aunque sean tan altos como Platón: Matar a Platón -reza uno de sus poemarios-: igual que Nietzsche sentenció a Dios (a dios) con la capital de las penas, así Maillard mató la servidumbre a nuestros platónicos antepasados... porque la poesía que nace de la poesía que nace de la poesía que nace de la poesía y etcétera, está manchada, ultrajada... es tan inútil como la piel que abandona una culebra. Deshechos que vienen de deshechos. Heces. Hay que buscar una nueva poesía.
La poesía renovada, renacida, pura.
Chantal Maillard, el sol negro, alumbró anoche el pequeño salón de actos de la UPV.
No sé cómo las paredes aguantaron el peso de sus palabras puras.