Carson McCullers (1917-1967)
He recibido tu fotografía. Ríes. Los párpados apenas entreabiertos. Tu rostro límpido bullendo hacia mis ojos. Disimulas tu cuerpo enfermizo y frágil bajo una blusa radiante; el cuello abotonado como un lacre que pretende esconder horribles tempestades, naufragios, alcoholismo. Pero tú ríes. Una carcajada flota en Central Park para nosotros y esta risa tuya escapa de entre los dientes para llegar a herirnos como una bala de plata. Porque hay algo salvaje en tu risa: tiene algo de arma recién disparada, como también algo de aliento agónico, de preludio antes de la muerte, de enfermedad enquistada en el fondo de la risa.
Quisiste ser recordada así: riendo a carcajadas sobre una roca desnuda una tarde de primavera; feliz como nunca fuiste, alegre como un pájaro que trina sobre una rama sin saber por qué trina, ni falta que le hace. Tus ramas eran las historias que nos has dejado; tu árbol, la escritura. Y tú ríes con los brazos levantados al cielo azul de Manhattan, tu risa brotando como el agua, tus ojos mirando hacia dentro, hasta el fondo de la imaginación, laberinto intrincado donde el amor acechaba en cada recodo, en cada pasadizo, en cada vuelta a empezar el camino buscando una salida.
Rostro de niña enferma, frente despoblada, flequillo de institutriz, manos pequeñas de muñeca rota. No eras una mujer bella, pero creaste un mundo de pura belleza.
Por primera vez no miras a la cámara, no ensayas un rostro de escritora que más tarde decorará la solapa de tus libros; aquí eres tú misma, sólo tú y esa risa que galopa hasta nosotros, confundiéndonos, hiriéndonos. Tienes veinticuatro años, la mitad de tu vida, y ya has conocido el éxito. La crítica festeja con champán tu primera novela, un éxito de ventas. ¿De eso ríes? La mitad de tu vida a los veinticuatro años y comienza tu andadura hacia el ocaso, ¿podías sospecharlo? Después vendrán los otros días, el infierno de la página en blanco, la triste razón del escritor solitario, demasiadas tardes de alcohol, de cigarrillos y de lágrimas que no llegan a humedecer tu rostro porque te nacen dentro. Pero aquí, en esta fotografía, ríes. Una luz surge de alguna parte. Del cielo, de las ramas de los árboles, de los pájaros. Una luz inunda el fondo de tus ojos y los cierras con el gesto de tu risa para enjaular la belleza y guardártela dentro, para más tarde, para cuando llegue el instante de ponerte frente a la máquina y escribirnos otra historia, esta historia tuya de la risa, de las lágrimas y de la bala que mata en la mitad de una vida, disparada entonces, en Central Park una tarde de primavera, eras tan joven.
Y la risa, ahora que la risa es este instante de blusa almidonada, de suerte recién echada en la ruleta que gira a golpe del tambor de una máquina de escribir cuya cinta negra jamás deja de avanzar. Y después la muerte, eras tan joven. Tu risa, que martillea los folios y los convierte en poesía. Tu risa.
Carson, he recibido tu fotografía. Todavía ríes.
Fotografía © Louise Dahl-Wolfe, 1941