Apuntes para una definición de la Argentina (o casi)
Aceptamos con protocolario entusiasmo esta tregua de veintitrés días que nos ofrece la oficina para enfilar rumbo al hemisferio sur, allá donde dicen que el mundo se acaba y el viento helado del Pacífico se enreda con el del Atlántico paseándose de este a oeste por el canal Beagle, ese paso entre océanos que antes de llamarse Beagle servía de patria a los yámanas, habitantes desnudos en este mismo frío que mucho después, ya con polar empeño, arrancaba las ganas de fugarse a los penados de la prisión de Ushuaia, conocida como la ciudad más austral de la República de Argentina.
Dice uno Argentina y de pronto brilla en la memoria un trozo de mapa que con inversión cónica se dibuja en el extremo más austral del subcontinente americano, como también nos asalta la imagen de su estepa patagónica, la vastísima amplitud de polvo y arbustos atravesada de norte a sur por la autopista RN-3, en la que de vez en cuando aparece, perfilada en el horizonte, la cabalgadura de un jinete que bien podría ser el legendario gauchito Gil.
El ocre del desierto y el azul turquesa de los témpanos desprendidos de los glaciares; el color de acero del lago Nahuel Huapi y el blanco imperturbable de la Tierra de Fuego, con toda su niebla de ceniza, sus cobres de otoño y su frío lunar. Pensar Argentina es llenar la paleta con todos los matices de color y surgir después un verde selvático que inunda el norte del país, allá donde limita en acuosa frontera con Brasil y Paraguay, en provincia de Misiones, la tierra colorada. Serán las cristalinas cataratas de Iguazú las que culminen un viaje bendecido por maravillas que solamente la naturaleza –geología, flora, fauna-, pueden ofrecer al hombre. A este hombre que de todo hace feria, botín y estraperlo pero que, esta vez, la naturaleza impide con honda sabiduría: pues ¿cómo esquilmar una catarata? ¿de qué forma puede uno explotar un glaciar? Gracias a la protección de los Parques Nacionales –concepto inventado precisamente aquí, en la Argentina- cada pedazo de tierra está considerado intocable, impermutable, y la única mano que el hombre pone sobre sus cimientos es la pasarela por donde camina el viajero para contemplar los saltos de agua o la carretera de ripio por donde circulan los autobuses de turistas.
Para saberse Argentina es necesario claudicar al tiempo y al espacio, dejarse llevar a lo largo de kilómetros de autopista a bordo de un ómnibus nocturno que te duerme en la costa Este –en Trelew, por ejemplo- y te amanece en San Carlos de Bariloche al borde de la cordillera de los Andes, con toda la noche a rastras en la que se van dejando atrás ciudades llamadas Esquel, o Bolsón, o Gaimán, tan cerca todas del río Chubut.
Pero pensar Argentina es también pensar en Buenos Aires, o lo que es lo mismo, abrazar por fin a un hermano a quien no conocíamos; del que habíamos oído hablar pero jamás nos presentaron. No hay mayor europeo que un porteño, como no hay mejor pizza que la que uno adivina en los escaparates de Palermo, mejor trazado en las calles que la geométrica delineación cuadriculada de toda la capital, ni parques más verdes que los de Recoleta y el Barrio Norte. En Buenos Aires queda uno contagiado por la inmensidad, sintiéndose diminuto, escaso, indefenso ante una ciudad gigante en la que el tráfico enloquece a cada instante para pavor del viajero, que se arrebuja en la butaca del colectivo como si en ello le fuera la vida.
No temamos al tópico de guía turística: asados de ternera, alfajores, dulce de leche, fútbol, tango, y también una debilidad inusitada por las librerías, las floristerías y los kioscos. A cada paso el viajero es asaltado por uno de estos hitos que le van marcando el rumbo de su deambular callejero, sin faltar los puestos de chocolatinas con el cartel de “No hay monedas” como aviso para navegantes. Y no había. Las monedas son un bien escaso en manos de mafias que las venden al 10% de su valor, pues son imprescindibles para pagar el autobús, comprar cigarrillos sueltos o la sencilla tarea de devolver el cambio... Mafias, políticos, y es que Argentina es además un complicado entramado político en el que siempre se habla del glorioso pasado -Perón, Evita-, del bochornoso Medem, así como ahora se alienta una izquierda que parece confundirse con la socialdemocracia de centro, protectora de burguesías y niveles medios, y tal vez demasiado poco cuidadosa con los más desfavorecidos: los Kirchner, bajo la brújula de los sindicalistas y de los medios de comunicación como Clarín, que consiguen –algunas veces- enderezar nefastos entuertos como la subida indiscriminada del coste en los productos agrícolas.
Y aquel que recorre este país deteniéndose a charlar con sus gentes sabe que Argentina es mucho más que la fachada de cincuenta metros de hielo del Perito Moreno, el agua vaporizada de los saltos Mbiguá y Goque en Iguazú, las toninas de Punta Tombo o la ballena Franca avistada en Puerto Pirámides, porque unas horas en Ushuaia con Viviana bastaron para comprender las razones del que emigra en busca de un resquicio al que acogerse para seguir adelante, como puede ser construir unas cabañas y llenarlas de turistas; o con Gustavo Holtzmann, de El Calafate, descendiente directo de polacos asentados en la Patagonia que se gana la vida cuidando caballos en una estancia; o aquella mañana tomando mate en el albergue de San Carlos de Bariloche con Jorge, que nos explicó la terrible manera en cómo perdió sus tres farmacias después del Corralito, en el 2001. Y Jimena, recién regresada de Norteamérica y pluriempleada en Buenos Aires para alcanzar a ganar poco más de 2000 pesos al mes (450 euros); e incluso la otra cara de la moneda, los de acá que emigraron allá en los sesenta: Eduardo y Victorina, dos inmigrantes españoles que se establecieron en la capital hace más de cuarenta años y construyeron su vida en una tierra demasiado lejos del país que los vio nacer.
Argentina: cúmulo de sinrazón y explosión de la naturaleza. Argentina: hermano de nuestro mismo idioma, capaz de contagiarnos el gusto por el mate y de hacernos sentir igual que si anduviéramos por nuestra propia casa. Porque irse a la Argentina, llegar a Buenos Aires y perderse por las galerías de antigüedades de San Telmo, tiene algo de visitar el Rastro un domingo por la mañana; pasear por la Avenida de Mayo entre la Casa Rosada y el Congreso, algo de las tardes por el Paseo de la Castellana, algo de las Grandes Vías de nuestras ciudades españolas con sus cafés con terraza y sus croissants recién horneados. Andar Argentina es seguir tantos rastros que son también nuestros rastros: Cortázar, Borges, el “Che” Guevara, Sábato; es escuchar todavía a Carlitos Gardel sonando con ligero crepitar en los vinilos de nuestros padres; es vivir otra vez la Historia si es que la Historia de la represión dictatorial y las fuerzas militares de Sudamérica no ha pasado aún por nuestras vidas, por nuestras lecturas. Es comprender un poco todo esto, y el por qué: por qué Cortázar nunca más quiso saber de su tierra si no fuera por el juego del recuerdo y la literatura, por lo que le quedó de aquel London Café donde escribió “Los premios”, o de su “Luna Park”, tantas veces nombrado en sus cuentos y tantas veces repetido en nuestro imaginario; o comprender también al “Che”, sus ganas de acabar con la miseria de las represiones militares sufragadas por Norteamérica que embargaban la libertad de Sudamérica.
La cerveza Quilmes de ¾; la poesía de Alejandra Pizarnik en los kioskos; las obras completas de Freud en cada esquina; el alfajor de maicena con dulce de leche y coco rallado; el último escándalo económico-político en la primera página del Clarín; la labia del porteño, y ese gesto azorado de sus manos y el fervor escondido en sus pupilas; y también la eternidad entendida como un sueño que se despliega de norte a sur, de la selva al hielo, a través de estancias de kilométrica tierra de nada, salvajemente vacía, si el vacío puede significar polvo, arena, arbustos y un jinete, un gaucho, como una sombra que asoma en lontananza en esto que llaman la Argentina.