Miradas: Oriente y occidente
Leo estos días a Naguib Mahfuz, a Mohammed Chukri, a Tahar Ben Jelloun. Sus obras están cargadas de una vasta cultura musulmana que para el lector occidental resulta exótica, ligera, a ratos preñada de perfumes de zoco, repleta de artículos de bazar y con frecuencia gira alrededor de enérgicas charlas con una taza de té con hierbabuena en una mano y una pipa de kif en la otra. Existe en ellas un fondo de sexo siempre exento de pecado que se abre a nuestros ojos con la misma naturalidad con que nosotros ofrecemos la mejilla para recibir un casto beso de colegial. Resulta paradójico que la literatura árabe mediterránea -que nosotros podemos mirar directamente a los ojos con solo levantar la vista más allá del horizonte en el que mueren nuestras playas- se encuentre tan lejos de nuestra propia literatura.
He tomado como ejemplo tres autores del siglo XX que abordan problemas muy diferentes, pero jamás contradicen un mismo clima narrativo en el que se siente muy de cerca una tradición oral -perdida ya para nosotros-, una poética de lo breve, de la síntesis, del pequeño detalle y un estilo de historias fragmentadas que las nuevas corrientes literarias occidentales quieren de pronto hacer suyo (nuestro).
Siguiendo la estela de “Las mil y una noches”, estas obras participan de su mismo estilo de frase corta, de diálogos rápidos que no aspiran a las grandilocuencias occidentales sino al profundo conocimiento del alma humana; se mecen entre el sentido y el sentimiento. Interrogan la naturaleza del ser humano en un entorno –el suyo, el árabe- en el que la atmósfera y el pensamiento forman un complejo todo que nos enseña –una vez más- que la verdad nunca se oculta detrás de los pesados cortinajes decimonónicos a los que estamos acostumbrados. Estas literaturas no tratan de resolver graves cuestiones metafísicas, ni pretenden arrojar ninguna luz sobre opresores y oprimidos; estas narrativas de lo escaso jamás cabalgan sobre la grupa del costumbrismo, y no se detienen en falsas moralinas.
Mahfuz, Chukri y Jelloun dejan abierto un agujero en medio de la puerta para que podamos mirar a través de él las no tan lejanas tierras de Marruecos y Egipto, sin sermonearnos desde la tribuna que les concede la escritura. Y, sin embargo, después del merecido reposo que conviene otorgarles a sus libros, se da uno cuenta de que sí, de que en realidad uno termina sabiendo que detrás de los velos sedosos de sus bailarinas, detrás de todas esas noches de sexo en brazos de meretrices que parecen saberlo todo de la vida y que ocultan su injusticia y su locura tras el maquillaje del amor, detrás de los bazares y del té y del deseo y de las cárceles y de tardes de oración en la mezquita, existe una verdad más profunda que se confunde con todos estos elementos decorativos. Y su esencia es común a oriente y a occidente, es el signo que con las mil formas de la literatura retrata la única verdad que recorre el mundo: el ser humano sufriente, angustiado, libre, tenaz, humillado, altivo, vive en un mundo injusto, el mundo de los ricos y los pobres, en el que la belleza todavía es posible.
Por eso he pensado que la relación de oriente y occidente en realidad está separada tan solo por una puerta en cuya mitad existe una mirilla de cristal. Y esta mirilla es la misma, para unos y para otros, independientemente del lado desde el que se mire. El problema está en que esta lente distorsiona la imagen de los que tenemos frente a nosotros: creemos ver a través de ella un montón de gente apiñada, lejanísima, remotamente parecida a nosotros, pero que no comparte nuestra cultura y nuestros sentimientos; gente distorsionada por las lentes cóncavas y convexas de un mecanismo medio averiado. Los del lado de acá (digamos que occidente), nos alzamos de puntillas y solo tenemos ojos para contemplar el espectáculo de oriente desde la literatura, desde el cine, y nos gusta incluso contaminarnos de ese exotismo dulce tan diferente a nuestras carreteras de asfalto y nuestros teléfonos celulares; los del lado de allá (digamos que oriente), no ven más que una población intoxicada por el imperialismo, por el consumo, por una feligresía cuyos altares se encuentran en la banca y los parqués internacionales.
¿Somos eso: títeres? No lo creo. Espero que no. Y ellos ¿son solo clientes de teterías afanados en cargar sus pipas del mejor kif que pueden comprar? Tampoco. En cualquier caso, parece mentira que todavía no se nos haya ocurrido a nadie abrir esa puerta y romper de una vez todas las mirillas.
Fotografía: Angel Pradel