Las zapatillas
Le arrancó de su sueño un pipipipí pipipipí pirripipí de maquinita absurda. Este pálpito eléctrico había sido antes muchas otras cosas: el silbato atascado de un vagón de mercancías; la cuenta atrás - cinco cuatro tres -, del despegue hacia la luna; las tardes en la playa con Elena.
Ahora, el pitido prolongado, ya era el apremio del tiempo.
Los dígitos enrojecidos, 8:48, pronosticaron la carrera a tientas hasta el cuarto de baño, el tropezón en las rodillas, cagoendiez, el golpetazo al interruptor y la herida de la luz en las pupilas.
Llegaba tarde.
A malas se metió en los tejanos, se arremangó la camisa hasta los codos y buscó las zapatillas debajo de la cama. Aquí no, esto es la sábana. Esto tampoco, una pelusa. Esta. Esta es la otra. Y salió corriendo a la oficina.
Llovía, claro está. El agua parecía llegarle a la cintura. Qué sinvivir, y yo sin paraguas. Las zapatillas, volando delante de su sombra, le arrastraron hasta la parada del 32, donde el autobús se escapaba burlándose de sus prisas.
- Así que esto es un lunes – se dijo oportunamente.
Mientras paseaba su impaciencia de un lado a otro de la marquesina, notó el primer desplante. Una señora se empeñó en clavarle la mirada de abajo arriba, de arriba abajo. Y vuelta a empezar.
- ¿Qué? - dijo él.
- Nada – replicó ella.
- Pues eso – contestó él.
Colgado ya de la barra, apretujado entre un viejo ojeroso y una joven de gafas de pasta sintió la punzada del amor. Advirtió conmovido que la muchacha del mp3 le observaba con descaro. Piensa en Elena, piensa en Elena, piensa en Elena. La chica sonreía. Le abrumaba la inocente belleza de uniforme. Lolita. Abrió los ojos espantado. Eso no. No. Elena, Elena, Ele... qué ojazos tiene. Aún estoy de buen ver. No. No. No puede ser. Piensa en Elena...
Tres paradas más tarde el uniforme plisado desapareció abandonando una carcajada que se acomodó a lo largo del autobús y se quedó allí, coleteando como una culebrilla.
- Así que esto es el amor – se dijo melancólico.
Y es que estas horas no estaban hechas para el romanticismo.
Dos calles más abajo, después de torcer una esquina y jugar a las olimpiadas con las correas de tres caniches – que a esas horas marcaban el territorio con poca convicción y mucho sueño -, llegó al vestíbulo de la correduría. Empapado, sí. Azorado, también. Y con cara de me he dormido, perdone, no ha sido a posta, no volverá a ocurrir, verá usted, es que he pasado una noche...
Al portero, que en ese preciso momento insinuaba un bostezo, se le torció el hueco de los labios transformándose en otra cosa. Tal vez en un horrible sobresalto. O puede que los ojos le dibujaran dos signos de exclamación. El caso es que trató de advertirle algo. Algo muy importante. Un secreto. Pero él no pudo escuchar el jeroglífico susurro porque ya se encontraba en el ascensor y en el uno, en el dos, en el tres y en el cuatro de su ascenso a la rutina.
Trató en vano de pasar inadvertido. De nada le sirvió deslizarse de puntillas, encajar la vista en el ficus de la esquina, o esconderse detrás del carrito de la correspondencia. Don Ramírez le esperaba ensayando sus malas pulgas en la puerta del despacho. Las 9:42 de un lunes dejan poco margen para la improvisación.
Que si no es la primera vez, que si usted no aprende ni aprenderá nunca, que si gente como usted sobra, esto es una oficina seria, oiga, que qué se ha creído, que si usted cree que está hecho de otra pasta, que si a usted le parece bien venir vestido así, con una camisa del revés, esos vaqueros raídos y una zapatilla de cada color, que esto es una oficina seria, oiga, esto ya lo ha dicho, no me replique, que sea la última vez que viene con esas pintas, que si no se mira usted al espejo antes de salir de casa, mire a sus compañeros y aprenda, es que yo he pasado una noche que, no me interrumpa que usted aquí no es nadie.
Le mostró el catálogo completo de quesis mientras él se hacía cada vez más pequeño dentro de la camisa a cuadros. Los cristales retumbaban y lloraban, no se sabe si por la lluvia o por la tristeza que les causaba la voz de don Ramírez. Cada vez más pequeñito, los tejanos cada vez más anchos y el griterío de Ramírez creciendo y columpiándose alegremente en los neones, en los archivadores AZ y hasta en el ficus de la esquina. Cada vez más pequeñito y las zapatillas cada vez más grandes. Tanto que en un momento le pareció que todo estaba oscuro y era él dentro de la zapatilla izquierda. Todo él, entero y vestido sólo con los calzoncillos que también menguaron en un intento inexplicable de paliar su vergüenza.
Don Ramírez bramaba, no se esconda, a mi no me venga con esas, vive Dios, está usted despedido, aquí ya no vuelva.
Él salió tan campante. Abandonó esa vida tan grande que era la oficina inundada de luz metido detrás de un sello de 30 céntimos.
Desde entonces aprendió a esconderse en los quicios de las puertas, en los ceniceros de los automóviles, en los bolsos de las viejas y entre los pliegues de los uniformes de las jovencitas. Pequeñito y feliz.