24 de mayo de 2008

Las historias inconclusas (o apuntes en un viejo cuaderno)

A Gonzalo, por aquella pregunta

Hoy me he sentado a escribir sin haber determinado con antelación el rumbo de mis palabras, la estructura de la historia, ni siquiera la razón misma de esa historia, simplemente trataba de escribir por la gozosa sensación que procura la dulce tarea de enhebrar las frases. He ido caligrafiando en la cuadrícula de un cuaderno los rasgos de dos o tres personajes, un anciano, una niña, una tarde de sol que he creído digna de exhibirse, todos ellos un poco anodinos o un poco planos y bastante absurdos. Al final, entre tachones y líneas argumentales desestimadas, he terminado abandonando a su suerte las escasas ideas que han ido surgiendo enredadas como en un ovillo de insensatas palabras, que es mejor no escribir jamás; o que, quizá, por ya escritas tantas veces, no merece la pena sacar a relucir de nuevo. Entonces he recordado el pensamiento de un viejo amigo que un día me cuestionaba acerca de adónde quedarán todas esas historias que por innecesarias o superfluas o simplemente porque el día en que el hombre que las soñó estaba inmerso en unas horas de tedio, de fatiga o de pereza, las hizo trastabillar y caer para perderse finalmente en el olvido, o entre las líneas nunca recuperadas de un cuaderno de notas.

-¿A qué te refieres, Goti, qué quería decir tu amigo?- me ha preguntado Fedora, a quien he descubierto detrás de mí, en un mullido sillón de orejas, con un libro entre las manos-, ¿que las historias a medias, las que no concluyen nunca o apenas se inician, permanecen escondidas a la espera de salir algún día?

-Supongo que sí. Creo que se refería a un inconsciente imaginario en el que los hombres vamos guardando nuestros sueños y nuestras pesadillas. Convendría incluso rescatar algunas de esas historias. Sobre todo si queremos deshacernos de ellas. Tal vez la razón de la escritura sea esa: olvidarnos de unos personajes que nos golpean la imaginación hasta dejarnos sin aliento, y no se cansan de hacerlo hasta que nuestras manos van dibujándoles un rostro, un paisaje y un tiempo.

-Amigo Goti..., ¿es que no has aprendido nada todos estos años? ¿Acaso no sabes que las pequeñas historias inconclusas terminan perdiéndose en el olvido? Fíjate bien en tus cuadernos –Fedora se ha levantado del sillón y ha sacado de mis estanterías un montón de cuadernos de cuarta, algunos con bastante polvo, otros todavía por empezar-. Míralos. ¿Qué dice aquí? Aquí mismo, Goti. Léelo.

He cogido esa vieja libreta que ya no recordaba tener y he leído las pocas líneas que Fedora me mostraba:

-“Un viejo pintor vive sin televisor. Nunca le ha gustado y en su momento decidió que aquel invento no era tan necesario como todos le decían. Con el tiempo descubre que las conversaciones con sus amigos, con sus colegas y familiares, acaban siempre rendidas al mundano ámbito de lo efímero, de la noticia, de los avatares de un puñado de personajes de serial. Él va sintiéndose desplazado, a sabiendas de que en su interior se esconde una naturaleza diferente, una angustia por la expresión artística, por la pintura, que él piensa que puede cambiar las cosas. Sin embargo, más que cambiar, los demás le toman por un idealista, un ser naufragado que vive de una ilusión al margen de la realidad. Un ser ahogado por sus ideas que no tiene nada que hacer en el mundo.”

-¿Dónde ha quedado esa historia, Goti? ¿Terminaste por escribirla? ¿Has vuelto a sentir el pálpito de ese ser incomprendido? ¿Dónde reside ahora ese pintor que tú anotaste en tu libreta? Mira esta otra, hasta tiene un título: “El mundo donde vivo”. Dice así: “Yo vivía en un país en el que se caían los puentes. No había ninguna razón para ello, simplemente se caían. Cada día una de esas enormes construcciones de acero y hormigón se venía abajo dejando incomunicados dos pueblos o dos valles remotos. No importaba. Pronto salían no se sabe de dónde un montón de hombrecillos dispuestos a recomponerlo”.

-No recuerdo haber escrito algo así.

-Pues aquí lo tienes, de tu puño y letra.

Y era verdad. Allí estaba, entre otras muchas notas que ya no significan nada.

-No pareces tú, Fedora –le he recriminado-. Tú siempre apoyas la ilusión, la magia de la literatura, la frondosa maraña de la imaginación. Y hoy me desalientas diciéndome que esas historias han terminado olvidadas. Agonizando. Muertas.

-La literatura, querido Goti, tú lo sabes bien, se construye con eso y con mucho más. No te servirán de nada todas esas anotaciones si luego no las ordenas, les das la forma adecuada y las expresas con acierto y contundencia, evitando siempre la grandilocuencia y la pretensión –que ya sabes que pueden llegar a ser los imperdonables pecados del escritor novel.

-¿Quieres decir que la historia del anciano, la niña y la tarde de sol merecen ser contadas? ¿Qué debo dedicar mis horas de sueño a levantar un relato que permita que esos personajes adquieran vida propia?

-Quiero decir que si no los trabajas, si no te entregas por ellos, nadie en tu lugar lo hará nunca. Tal vez, mientras inventas una situación para ellos, un espacio luminoso como tú bien dices, y los dejas hablar libremente entre tus líneas, tal vez entonces descubras que ellos tienen algo que decirte a ti. Eso es la magia, Goti. Que los personajes hablen al escritor. Le cuenten sus andanzas, sus desaires y, aunque intervengan a deshora, cuando tú estés agotado por tu semana de rutinas, después de mucho escribir en una tarde de sábado, al final, muy al final de tu jornada de escritura, comienzan ellos a andar por sí solos, a querer decir mucho más de lo que tú habías llegado a apuntar en tu cuaderno. Insisto, Goti, esa es la verdadera magia de la literatura: su capacidad de sorprender al creador, al ser que les inventa.

Fedora ha vuelto a entregarse a la lectura de su libro, acomodándose plácidamente en su sillón de orejas, dándome la espalda y desapareciendo poco a poco, con una sonrisa en los labios muy próxima a la del gato Cheshire. Yo me he quedado pensativo, sabiendo que esos personajes se merecen las horas que yo esta noche le robaré al sueño, a los amigos, a la familia, al televisor. A pesar de que un día me podrán llamar iluso, inocente, fantasioso... a pesar de que por esto tan absurdo y tristemente inútil que puede parecernos la escritura, a uno lo pueden tomar por loco.

Fotografía: Fritz W Guerin

12 de mayo de 2008

SIDECAR: Libros sobre ruedas

Más de una vez camina uno por entre los expositores de una librería sin saber adónde mirar, más por vergüenza de lo que allí se encuentra, que por cualquier otra razón. Más de una vez las librerías que uno frecuentaba en su adolescencia lo han abochornado por la precaria diversidad de libros, la ínfima relación de autores y el escaso fondo de sus anaqueles. Las últimas novedades se aglutinan en tropel y salen al paso del visitante siempre que respondan a ese top-ten que figura en las columnas de los periódicos dominicales igual que mandamientos de una iglesia caduca, obstinadamente terca en sus propuestas vacías y, por supuesto, condicionada al viento siempre cambiante que sopla desde las torres acristaladas de los grupos mediáticos. Los mandamientos, otra cosa no sé, pero prohibir, prohíben.

Este año no esperaba encontrar en la Feria del libro de Viveros otra cosa que no fuera toneladas de ejemplares del último Zafón, el dos por uno (como un par de latas de conserva) de Reverte, o una infumable obscenidad de libros de autoayuda. Ay.

Sin embargo, además de las casetas atiborradas de niños he podido descubrir una librería inusual, regentada por una aún más inusual librera, de mirada profunda y que atiende al tímido visitante con la experiencia a cuestas de quien bien conoce la literatura de Beauvoir, de Peri-Rossi, de Sylvia Plath, de Doris Lessing... Me detuve en el mostrador atraído por los libros de “Ediciones del oriente y del mediterráneo” –único lugar donde he podido encontrarlos en Valencia-. Más allá de mi interés por las “otras” literaturas, está el de la poesía, y en estos libros se concretaba una doble pasión: me llevé el “Libro de las huidas y mudanzas por los climas del día y la noche” de Adonis, y también “Compañero del viento” de Abbas Kiorastami. Y son grandes. Y bellos. Y merecen leerse mientras el sol se pone. O la luna emerge. O la sabia naturaleza nos brinda sus frutos en el ocaso de una tarde frente al mar. También en casa, sí, sintiendo con la lectura que el tiempo va deslizándose mansamente, cálidamente, con una tibieza propensa a hacernos vibrar el alma igual que si fuera el instrumento tañido al suave movimiento de esos dedos, de esos poemas. Esta poesía de la nada, del silencio, es capaz de abarcar en sus pocas líneas la vastedad de un horizonte inacabable, la inmensidad de un cosmos sin estrellas, el viaje infinito de una gota de rocío desde un extremo a otro de la hoja de un olivo. La hondura de una huella en la nieve tiene su igual, a través de estos poemas, en las profundas resonancias del alma. No hacen falta brújulas para este camino que se anda sin necesidad de mapas. Vale la pena recordarlo: Adonis y Kiorastami, dos poetas del mediterráneo.

Días después regresé a por más.

Me llevé los Cuentos reunidos de Peri-Rossi, y también su poesía, ambas editadas por Lumen. Y, ya en casa, tras leer un buen puñado de estos relatos y enfrascarme en la erótica palpitación de sus poemas, me dije que acababa de estar en el Paraíso. Justo allí. Algo dentro de mí me susurró: Y el séptimo día Dios vio que lo que había hecho era bueno. Yo pensé en Cristina Peri-Rossi, en Adonis, en Kiorastami y en la librera que me había vendido todos estos buenos libros. GRACIAS.

Corrí de nuevo a la Feria. Le pedí la tarjeta, le pregunté el nombre, le rogué que me diera la dirección de la librería... Pero no se confundan, que esta librera no es como las demás, ni esta librería tiene un húmedo callejón en donde esconderse. Ella me respondió: “La librería soy yo y una Honda Transalp de 650cc, te busco el libro que quieras y te lo llevo a casa. Así de fácil.”

Así de fácil.

En su tarjeta venía la dirección del blog y vale la pena perderse entre sus líneas. En sus palabras se huele el incienso del amor a la literatura, el fuerte aroma de las ganas por que las cosas sean de otra manera, de la manera que quieran ser, o de la manera que uno quiera que sean, pero no esa imposición que viene desde fuera, a gritos, en columnas de diario o por la megafonía de los grandes almacenes.

Yo me quedaría con este nombre: SIDECAR. Libros, sobre ruedas.
También con el blog: http://sidecarlibros.blogspot.com

Y de paso, les pediría un libro. O dos.
O uno cada mes.
O dos.

Hacen falta librerías así, sobre ruedas o sobre patines, con libreras como ellas, que aman la literatura, aconsejan con intuición a los clientes y nunca tendrán en las vitrinas de su blog ningún listado, ningún top-ten, ningún imperativo que nos impida pensar por nosotros mismos si un libro es bueno, o, por el contrario... ya saben.