31 de marzo de 2008

Microrrelatos: el tamaño de un cuento se mide en quarks

Átomo: del griego, indivisible.

En todo caso conviene admitir que la falsedad encerrada en el significado de la palabra átomo ha sido desmantelada con el paso de los siglos y el avance de la ciencia. A mediados del siglo XIX, la comunidad científica apuntó derecho al corazón del átomo y de su interior emergieron electrones, protones y neutrones, tres tipos muy serios con personalidad única y cargas contrapuestas o complementarias que burlaron los razonamientos más conservadores. El átomo dejó de ser una partícula indivisible y durante todo nuestro amado siglo XX comenzaron a pasearse por las mesas de los laboratorios elementos cada vez más pequeños -mesones, bosones y quarks- empeñados en proclamarse como la única esencia útil de la materia. O sea, la mínima expresión de todo lo conocido. ¿Acaso Dalton, Thomson, Rutherford, Bohr, e incluso, Schrödinger estaban equivocados?

Si esto fuera un ensayo, el salto del elemento cuántico nos llevaría a razonar en bits, en ceros y unos, a transformar la materia en elementos lógicos, en no-materia; pero nos ocupa la literatura, y podemos decir que algo semejante a la evolución de la nube atómica viene ocurriendo en la vida de los cuentos: si el cuento como hoy lo conocemos nace de las narraciones breves de los grandes escritores del siglo XIX –Flaubert, Clarín, Tolstoi-, y atraviesa las vanguardias ultraístas y surrealistas de principios del XX cargado de ironía e ingenio –Gómez de la Serna, Mihura-, ¿por qué no acabar de una vez por todas con los corsés del género y permitir que bajo una sola frase exista un universo lleno de magias y encantos que solamente el lector cómplice sea capaz de apreciar? Porque –no nos engañemos- es necesario un lector avezado para comprender el alcance que el orden y la precisión de unas pocas palabras otorgan al recientemente llamado microrrelato.

¿Qué distingue un microrrelato de un relato convencional? ¿Qué características lo diferencian del aforismo? ¿Por qué no es necesaria una estructura tradicional, con sus puntos de giro y su recreación de personajes, para que un microrrelato funcione como artefacto narrativo?

Un microrrelato narra desde el silencio, dice sin decir, encierra un misterio. Un microrrelato se apoya en el conocimiento del lector de todos los libros ya leídos por él, y se sustenta en toda la Historia de la Literatura -si es necesario-, para elaborar su ficción narrativa. Mientras que el aforismo presenta una idea pura, como el poso decantado en el fondo de un alambique tras destilar un ensayo de Montaigne, el microrrelato se ampara en la ficción, en lo subjetivo, en todo lo irreal que tiene la literatura para mostrarnos la realidad de las cosas. Se codea con la poesía, con el cuento y con la novela. Hace gala de la inteligencia para atreverse con lo mínimo. El microrrelato se convierte así en el quark de la literatura, en la mínima expresión plena de significado y precisa –igual que los poemas o las novelas o los mejores cuentos- que demoremos su rápida lectura durante horas, cavilando durante días sobre la profundidad de las raíces que apenas se sugieren en las escasas palabras con las que vive sobre la página en blanco.

Es del todo falso que en el microrrelato no exista un conflicto, o un personaje, o la atmósfera viciada que rodea toda la acción de un buen cuento. También puede gozar de misterio, o de la dolorosa tragedia de un percance. Esas pocas frases que le sirven de andamiaje escapan a la razón de los torpes.

El microrrelato es la lluvia fina que empapa los abrigos sin mojarlos.

El microrrelato es la vuelta al mundo en ochenta días, que se dice rápido.

El microrrelato es el antídoto del que se beberá una gota. Dos o más serían letales.

El microrrelato es el bicho que los guardas de los zoológicos nunca saben si enjaularlo o meterlo en la pecera. Entre rejas se escaparía y dentro del acuario moriría ahogado.

El microrrelato es la razón del absurdo con las más absurdas razones.

El microrrelato es la marioneta con la que el titiritero vence al monstruo bicéfalo.

El microrrelato es el silencio que llena el patio de butacas entre dos acordes ruidosos.

Tengamos presente que sobre el silencio se arma la música más bella, y que nuestros antepasados estaban equivocados cuando perjuraban sobre la indivisibilidad de ese pequeño elemento que es el átomo. Es cierto que los cuentos, como ocurría con las partículas de materia más elementales, viven aún encasillados entre cuatro parámetros que nos sirven para crearlos, para definirlos, para comprenderlos y para disfrutarlos, pero no es menos cierto que ya nuestros padres Gómez de la Serna, Mihura, Monterroso, han establecido nuevas maneras de cimentar el arte de la ficción breve y que todavía queda un buen trecho por recorrer en el camino de la destrucción de los géneros, en la reinvención de la literatura. Con suerte podemos decir que en la habitación de la creación literaria quedan todavía muchas puertas por abrir.

10 de marzo de 2008

Ángeles y demonios

Para Nieves, que me lee

Todo escritor se ve forzado a convivir con dos voces que lo van orientando en el tortuoso trazado de sus frases. La primera –joven e irreverente- aspira siempre a la locura, al dejarse llevar por el vuelo sin motor de la imaginería y le va llenando las manos de sorpresas, de emociones o, con frecuencia, de humo; la segunda –más sensata y crítica- trata de imponer la postura de la razón hilvanando cada palabra con la lógica, con la cerrazón de lo mundano, con el seso vivo que impone en el horizonte creativo del escritor todo ese diccionario de lugares comunes del que nos hablaba Flaubert. En el camino que nos lleva al arte es aconsejable desoír al segundo, apartarlo a codazos, impedir que sus susurros medien entre el hombre y esa otra voz de la imaginación -¿inspiración?- que sí debe ser atendida por el escritor con mano amable, con un pozal de agua siempre preparado para beberla juntos.

El germen de la historia que el escritor pretende narrar puede iniciarse con ese par de líneas que emborronan la cuadrícula de un cuaderno, con la pincelada de un personaje estrafalario, o con una anécdota anodina; y que esta idea primera se escoja de entre el resto para echar a andar y convertirse en historia, tiene mucho de constancia, de malabarismo, y de afecto. El cariño que el escritor pone en cada una de las palabras con que va construyendo el relato parece cobrar aliento por sí mismo, y va tomando la forma de un espíritu cuya naturaleza tiende a manifestarse y resucitar en las manos de un lector cómplice. Si en el juego de crear consigue el escritor ahuyentar debidamente al diablo crítico que le achucha sobre el hombro, descubrirá que, a su lado, un ser mucho más divertido y audaz -tal vez disfrazado de invisible gato sonriente-, va componiendo una melodía única que parece sonar muy bien en el éter de la imaginación, y en cuya armonía podrá él mismo ir colocando poco a poco la letra de su historia. La inspiración -¿imaginación?- se sirve del escritor para ir glosando las magias de la literatura. En el armazón de la inventiva el escritor puede ir colocando cantos rodados para no perderse, señalar el sendero cubierto de maleza por el que se mueve con pequeñas piedras que lo aguanten para, más tarde, con la orquesta preparada para interpretar la música y los personajes a punto para convocar la voz, retirarlas sin miedo de que la estructura entera del relato se venga abajo.

Una vez descubierto el mecanismo que palpitaba –sin el escritor saberlo- bajo la coraza del relato, entra en juego la voz crítica, la voz interpuesta entre el hombre y la imaginación, la voz analítica e inteligente que antes hemos apartado sin miramientos y que ahora va dictando al escritor el manual de instrucciones de la creación artística. Este segundo ser que antes nos fastidiaba con sus apostillas y remiendos, debe ser escuchado ahora con atención para eliminar todo el sobrante del relato. Es importante no andarse con sentimentalismos. Es crítico quien destruye las frases que hablan sin decir nada, es crítico aquel que sabe que bajo el aspecto dulce de un adjetivo puede esconderse un aguijón que envenene una frase, un párrafo, o con su letal picadura infecte el relato entero.

Estas dos voces se excluyen una a la otra. No es fácil convivir con ellas. Una es alegre y fantasiosa; le gusta vivir a sus anchas sin que nadie estorbe el paso de su andar y no tiene empacho en halagar la osadía del escritor atrevido; mientras la otra ¡ah!, voraz como ella sola, no permite la risa fácil, el chascarrillo, ni la costumbre de aclimatar el relato en una tarde lluviosa. Todo le parece mal. Son necesarios años de práctica para conciliarlas, para hermanarlas, para que conviviendo juntas dentro de la misma habitación donde el escritor fabula, anden juntas de la mano y permitan que el trabajo de llamar a las cosas por su nombre se convierta en inventar un nuevo nombre para las cosas.

Decir esto es decir nada, aunque vale la pena recordarnos este secreto que los escritores llevan tan dentro, justo entre el ángel que les inspira y el diablo que les corrige.