18 de mayo de 2007

De vueltas con el estilo

Escribe uno.
Sin pararse a pensar.
Saliendo así, las letras, de las manos solas.
Como una triste enfermedad que arrastra uno desde la infancia, dándole vueltas a las cosas y viéndolas todas empañadas de no sé qué velos de princesa, o de castillos encantados. Poco a poco se enreda el imberbe escritor con las cuartillas a lápiz y se confía en algo así como una Musa - a una edad que le pica la cara de juventudes -, pidiéndole nuevos sueños, ideas, tristezas o quebrantos del alma. Muy entregado a todas las emociones que va capturando al vuelo, o entre las líneas de tinta negra de un libro. Lo que sea.

Conforme el tiempo avanza, se le acumulan los libros en las estanterías, apilados en el suelo, debajo de la cama, todos en un enredo de autores que vienen y van, entran y salen, sobrevolando la habitación, arrastrándose por ella, atravesando siempre las puertas y ventanas de la literatura para llenarle a uno el alma de milagros. Todos geniales. Todo son grandes descubrimientos y sublimes lenguajes. Todos.

Es entonces cuando decide, después de muchísimas lecturas e inmerso en las entretelas de un tomo gigantesco de Borges, que este tipo argentino de mirada vidriosa, con cara de viejo bucanero retirado, tiene una prosa muy limpia, con muestras audaces en la somera adjetivación, apenas escocida de retruécanos, prosa matemática en temas, de históricas falsas... y le parece al jovencito - que de vez en cuando aparta un ojo de la lectura ¡sólo uno! para ponerlo en la dureza blanca de un par de piernas a la salida del instituto -, que así quiere escribir él, con matemática precisión argentina.

Más tarde - abandonados ya los tomos de Borges debajo de un montón de ropa amontonada -, se sumerge en otras lecturas que le decoran la escritura con florituras cortazianas, luego llegan algunos manierismos y retóricas gongorinas y poco a poco, va vistiéndose con los trajes que toma prestados de todos los demás. Su visita al barrio de los escritores le lleva de apartamento en apartamento, desde la pequeña buhardilla de Gómez de la Serna - llena de pequeños objetos muy kitsch y un maniquí obscenamente semidesnudo -, hasta los amplios salones de los diarios de Trapiello, por donde anda siempre uno sin tropezar con nada, admirando la belleza de sus muebles y la sobria pulcritud de su lirismo. Aunque de vez en cuando también le gusta dejarse caer por los extrarradios llenos de cortadoras de césped, de aspiradoras eléctricas, de amas de casa soñadoras, aquellos suburbios de Cheever o de Carver, esos relatos en donde un hombre ataviado únicamente con un bañador, va cruzando las piscinas de todos sus vecinos para volver nadando a casa, o donde una tarta de cumpleaños para un niño puede traer un fuerte olor a muerte entre las velas...

El joven escritor forja sus letras mudándose de un piso a otro, caminando a solas por las calles, pisoteando la luz amarillenta de las farolas y entrando, de cuando en cuando, en las habitaciones de los fantasmas que son sus escritores, adquiriendo así todos los hábitos que van conformando las huellas que resuenan en su andadura y las distintas hechuras de sus trajes... Lleva a cuestas todos esos pedazos de los otros que al final querrá ir olvidando, con cariño, asesinándolos para que apenas broten las amarguras de otros en los trazos de sus letras. Sólo quiere ser él. En un arranque de egotismo desmesurado, quiere ser nada más que él. Sin que nadie le oculte el rostro con sus brumas.

Entonces decide que tiene bien sujetos los asideros donde puede agarrarse; ya tiene una habitación propia, allí guarda escondido un enorme saco que ha ido llenando de expresiones durante todo este tiempo; todas aquellas que le parecían juegos muy suyos conseguidos después de exorcizar todo lo aprendido y conjurar nuevos retos. Cree haber creado, de nuevo, como si fuera la primera vez que ocurre, el lenguaje. Lo encuentra en las líricas profundas que remueven sus ecos, en el errático vaivén de sus palabras, por donde sus personajes vagan como pájaros sin nido donde apaciguar sus cansancios. Así, va empleándose y empleando la pura sinrazón de la palabra hasta que se encuentra en las manos el saco vacío. Introduce el brazo hasta el fondo áspero pero la tela no le devuelve más que oscuridad y desconcierto. Atrapado dentro de su propio yo, sabe - aunque tarda en resolver esa convicción -, que deberá emprender un nuevo camino. Ese por el que nadie, ni siquiera él mismo, ha caminado jamás. Tendrá que reinventarse. La vuelta a empezar. El retorno a la palabra virgen.


Fotografía © Brandt

5 de mayo de 2007

El secreto de los hombres sabios

Imposible centrar la mirada, encajar la vista y enfocarla sobre el hombre sentado. A los pocos segundos, imperceptiblemente, se me van escapando las pupilas y, embelesado, leo las filas de libros apretujados en las estanterías, justo detrás de ese hombre que posa sonriente. Es una fotografía de un prestigioso escritor, o del ganador de un celebrado premio literario, uno de esos que llenan escaparates y bolsillos... No lo sé cierto, porque mi atención se centra, no en el título de su libro, ni en él mismo, sino en los anaqueles que rebosan sabiduría, viejas historias, amores frustrados... Vida.

Me ocurre siempre, lo confieso. Persigo con paciencia cada estante, tratando de adivinar colecciones: Austral, con sus colorines imperecederos, Seix-Barral - la antigua -, con ese sepia ocre y mutilado, Anagrama – gris como cemento babeliano o amarillenta como un atardecer -, los blancos lomos de Alianza LB como la luz que hiere una ventana... Y persigo los títulos, los autores, toda la historia leída por ese hombre sentado plácidamente en medio de la fotografía. Su pasado. Sus fuentes. Todas las lecturas que ha ido acumulando, como un rosario de pensamientos y emociones que ha empleado para urdir la nueva tela de la literatura, esa que ha pasado por la mezcla y el sabor más variopinto, por su propia conciencia y sentimiento para ser, para convertirse en nuevos sueños. Ese trasfondo de la fotografía, pienso, es el pasado de un hombre; tal vez el pasado de todos los escritores. El inconsciente colectivo del que los creadores beben para transformarlo con su magia, con su sello, en una nueva concepción del mundo. En otros universos.

- ¿Acaso no haces lo mismo cuando estás en casa ajena? - me pregunta Fedora, interrumpiendo mis pensamientos.

Dejo el suplemento literario sobre la mesa y me veo, ciertamente, escudriñando en las estanterías de mis anfitriones aquellos libros que se relajan ahora en un sueño plácido, después de haber desvelado a sus propietarios, después de haberles pesado entre las manos.

- En esto llevas razón, Goti – por un extraño azar, Fedora hace malabarismos con dos gruesos tomos de la Enciclopedia Británica comentados por Borges -. Los libros son como las personas – continúa -, gozan la misma vida, a veces pesan, llevan la gordura de sus páginas y la dureza de sus lomos como espolones que vapulean la propia carne al leerlos en la cama. Pueden llegar a escocer.
- Bueno, no siempre ¿no te parece? Algunos son esmirriados, de hojas quebradizas y frágiles, ya sabes, esos que merecen ser leídos con la delicadeza de un cirujano, tomando las páginas como con pinzas. Y al pasarlas, crujen como una tostada. De tan finas.

Fedora deja caer los tomos al suelo con dos golpetazos que resuenan como dos pisotones de elefante y me pregunta:

- ¿No tienen todos esos libros la culpa de hacernos como somos? Piensa que cada uno de ellos es una semilla sembrada en el extenso campo de los sueños de los hombres y que de ahí surge, poco a poco, del hondo ser, una ramita verde que reluce al sol.

¿Qué será este tallo del que habla Fedora? ¿Qué brotes arrancarán de sus yemas?

- ¿Tú crees que los libros nos forjan las virtudes? - le pregunto -. ¿Que nuestra paciencia puede haber nacido de aprender, con Juan Ramón, a contemplar la belleza? ¿Que la luz derramada de una tarde, esa tranquilidad que le leemos al poeta, esa elegancia que imita la naturaleza, se introduce dentro de nosotros dejando un leve poso de melancolía?
- No lo dudes, Goti, no lo dudes. ¿O acaso la infamia de la historia que Borges pertrechó para nosotros no da un aire de desconfianza a nuestras vidas? Después de leer al viejo de los ojos vidriosos, andamos por el mundo con más sabiduría y escepticismo, tomando las cosas como son y como podrían ser o como podrían haber sido. Todo ello al mismo tiempo. Sin creer a ciegas ni una cosa ni otra...

Creo yo que Fedora tiene razón. Que uno crece, y muy alto, observando las estanterías de los demás. Tal vez en ellas resida esta forma de ver el mundo que tienen nuestros amigos y familiares por cuyas casas vagamos; quizá podamos saber mucho más leyéndoles el trasfondo de sus fotografías que de aquello que ellos mismos puedan contarnos.

¿Estará en el fondo, detrás de la piel y de la humana sonrisa, el secreto de los hombres sabios?