23 de abril de 2007

Si buscamos una ciudad sin nombre

...o una isla perdida en el océano, o un hotel en una calle que no existe, tal vez detrás de cada puerta cerrada, encontraremos la literatura.

Ese revuelo de cenizas esparcidas, el crujir del martillo sobre el yunque al rojo vivo, el oro anaranjado de Kentucky, o las sombras de una sentencia enfriando la soledad de un hombre, son sólo palabras. Nada más. ¿Qué daño pueden hacernos? ¿Acaso el calor de la noche puede agotarnos el olvido?

En esta búsqueda se desvelan los escritores, dotando con sus frágiles armas un nuevo sentido a la escritura. Agarrados a las tapas de un libro, los lectores nos estremecemos con sus encuentros, con la plenitud de la forja de la nueva belleza. Dentro de los lomos abiertos, entre las páginas de espumas de los sueños, encontraremos una nueva felicidad a la que sólo le falta un nombre, una etiqueta. Después de la batalla, el escritor levanta su bandera en un enclave único, singular, como una boya recogiendo su mensaje: el título. Y así nos lo envía, abierto a su lectura pero guardando muy dentro el tesoro de la magia.

Mucha letra se derrama en vano para delimitar los géneros, tratando de acumular puntos para las olimpiadas académicas de la clasificación. ¿Una novela es un puñado de páginas que contienen una historia? ¿Un relato trata de condensar la esencia de una vida o de un sólo pensamiento o de una tortura? ¿El teatro es un diálogo que amanece sobre las colinas del mundo con su vómito de espantos, de caricias salvajes, o de amores únicos? ¿Qué es una poesía? ¿Acaso no lo es todo? Pero ¿y los títulos? Esos emblemas que hacen aspavientos llamando nuestra atención desde las estanterías de las bibliotecas, en los expositores de las librerías, en las páginas manchadas de un suplemento literario ¿qué verdad ocultan? ¿en qué genero participan?

La realidad es que confieren una verdad única a su pregonero. Tal vez sean la condena de su obra o aventuren más historias de las que el libro alberga, o quizá no sea nada, sino un juego de palabras escondiendo un enigma.

Los hay claramente poéticos, Velocidad de los jardines (Eloy Tizón), y en ellos descubrimos un fugaz malabarismo mecánico, verdoso, lleno de bellas flores abriéndose al aire una tarde de primavera. O bélicos, encerrando un ensueño de amores esperanzados, Mañana en la batalla piensa en mí (Javier Marías). Algunos no dicen nada, pero lo sugieren todo, incluso el amor acabado, Tokyo ya no nos quiere (Ray Loriga). Los hay que miran hacia delante, al futuro, a un camino todavía por recorrer mientras cargamos sobre el hombro la búsqueda de la identidad, El año que viene en Tánger (Ramón Buenaventura).

Si eres un hombre y habitas esta tierra, no podrás escapar de su sentencia del tiempo y te estremecerás al escuchar en boca del poeta Las personas del verbo (Jaime Gil de Biedma), cuyo título anuncia una verdad, la humana, que viene siempre teñida de tantas otras cosas.

No sé qué tiene la nostalgia, la añoranza del pasado o de la infancia o aquellas calles anchas que se cruzan en nuestros recuerdos, pero son para algunos el punto de partida de un naufragio; La Habana para un infante difunto (Guillermo Cabrera Infante), guarda en su título cierta precariedad, un olor a muerte y un disparo directo al corazón de Cuba, a su Habana para siempre.

Y si buscáramos un extravío nocturno en una desconocida carretera italiana, tal vez soñaríamos con leer Si una noche de invierno un viajero (Italo Calvino). ¿No tiene este título una cadencia extensa, larga como la vida, que además promete aventuras y encierra entre sus palabras la certeza de la magia?

Este saber hacer con las palabras que nada dicen diciéndolo todo, sólo lo atesoran los más grandes. Me aventuro a asegurar que si recorremos la historia de la literatura, vemos que los encuentros más dichosos y poéticos - los frascos de cristal que encierran un secreto -, son más propios de los últimos cien años de escritura. Antes, con nuestros abuelos y aún con sus abuelos, los títulos nombraban a los héroes de la historia, Madame Bovary (Flaubert), el paisaje, Historia de dos ciudades (Dickens), la engañosa y retorcida calificación del mundo, Los Miserables (Hugo), o el recorrido fantasma de un hombre en las entretelas de sus recuerdos, En busca del tiempo perdido (Proust).

No pretende ser esto un estudio paratextual y académico de los títulos, pero debemos esperar de la escritura, de la de hoy, de la contemporánea o de la futura, nuevos aciertos, amables encuentros con las palabras, fundar así un nuevo Carnaby Street (Leopoldo Panero) al son de cierta Música para camaleones (Truman Capote) para no temer El aburrimiento, Lester (Hipólito G. Navarro).

Permitidme imponer como destino de nuestro viaje, el tranquilo y silente deslizarse sobre el vacío de la nada, tal vez el mismo y contundente Silencio del patinador (J. Manuel de Prada).

Fotografía © Brassai

17 de abril de 2007

Así es (si así os parece)

Texto: Luigi Pirandello
Dirección: Miguel Narros
Intérpretes: Rubén Ochandiano (Lamberto laudisi), Julieta Serrano (Señora Frola), Chema León (Señor Ponza), Rosa Vivas (Señora Ponza), Juanjo Cucalón (Consejero Agazzi), Ana Arias (Dina), Jorge Calvo (Señor Sirelli), Mélida Molina (Señora Sirelli), Fidel Almansa (El Prefecto), David Sánchez (Comisario Centuri), Arantxa Aranguren (Señora Cini), Marina Durante (Señora Nenni), Paco Blázquez (Criado), Luis Garbayo (Señor), Chusa Barbero (Amalia)
Argumento: La burguesía de una capital de provincia italiana se ve alterada por la llegada de un nuevo funcionario y su familia. La extraña normalidad de sus tres componentes suscitará una gran curiosidad que querrá ser satisfecha de inmediato y a toda costa. Será demasiado tarde cuando aquellos respetables ciudadanos caigan en la cuenta de que su curiosidad se ha convertido también en una amenaza para sus principios.


Clap. Clap. Clap. Clap. Clap.
Auuuuu. Auuuuu. Auuuuu. Auuuuu.
Sssssssuuuuuuuhhhh. Sssssssuuuuuuuhhhh. Sssssssuuuuuuuhhhh.

Comienza la función.

- ¿Adónde vas? ¿De dónde vienes?

Fedora sale del Teatro Principal, caminando por Barcas y balanceando un bastón de empuñadura nacarada. Cuando llego a un par de pasos, saca un reloj de bolsillo que pende de una cadenita, lo contempla un instante, lo guarda y enseguida se hunde los pulgares en los bolsillos del chaleco. Me sorprende descubrir que las saetas de su reloj marchan al revés. Con una de sus generosas sonrisas, me contesta:

- Voy camino del paraíso y vengo de pasar la tarde en 1917.
- Te he visto salir del teatro, a mí no me engañas. Te he visto con mis propios ojos – le contesto.
- ¿Y crees que eso demuestra que he estado allí dentro?
- ¿Qué obra era? - le pregunto, sin hacer demasiado caso de sus chanzas -. ¿Cómo han actuado? ¿Qué tal los decorados, la iluminación? ¡La puesta en escena!

Fedora levanta la barbilla, como si mirara al cielo y continúa:

- Mira, Goti, ese puñado de actores se han dejado la carne y el alma en el escenario. Unos, la carne, la blanda carne que no es capaz de ver más allá de las habladurías y se empeña en que la vida son todo pruebas tangibles. ¡Documentos! Igual que tú ahora, con todas tus preguntas. Sin embargo tres de ellos vagaban por el escenario con trajes negros y vaporosos velos; esos me han parecido a mí los intangibles sueños, los anhelos inalcanzables, tal vez la vida misma.
- ¡Cómo! ¿Qué me cuentas? ¿Son fantasmas esos seres? ¿De dónde vienen?

Fedora se estira dentro de su chaleco y gira el bastón con una mano, mientras se levanta el sombrero de copa con la otra y exclama:

- ¡Eres igual que ellos, Goti! Esos seres acaudalados y peripuestos - la sociedad misma -, no pueden resistir el tormento de las dudas; no soportan la incertidumbre y por eso preguntan y preguntan hasta llegar a los confines de la obscenidad y la impudicia. Quieren saber aquello que no merecen saber, con una obstinación terca y ambiciosa. Esos bien pensantes no quieren que otros gasten sus vidas en descubrirse, en rehacerse, en reinventarse cada día. En ser, por encima de aparentar ser, en llenar el pozo con un drama vital, con el alma misma. “Todo aquello a lo que el mundo de la razón no puede acceder”, se dicen, “debe ser perverso, terrible”. Y por eso mismo arremeten contra aquellos cuyas vidas no se acercan a la realidad. A la Verdad. A su Verdad.
- ¡Ajá, ahí es dónde está el quid de la cuestión! ¡La Verdad!
- La Verdad camina siempre cubierta con un velo negro y se descubre sólo para sorprender, para decirnos que ella es tal y como nosotros queramos que sea, que no hay nada más que nuestras ilusiones y añoranzas.
- No entiendo... entonces ¿la Verdad no existe?
- Así es, (si así te parece) – contesta Fedora tirando de la cadenilla del reloj -. O Tal vez no sea sino todo lo contrario. Hay que usar la intuición, abrazarse a ella carcajeándose de todo. Arremetiendo contra el mundo de la razón, vapuleándola.
- ¿Qué burla es esta? - me pregunto en voz alta - ¿quién puede estar en contra de la razón?
- No solo contra la razón. ¡Contra todo! ¡Contra todos!

Comienza a llover y Fedora se arranca el sombrero de copa y lo arroja al aire húmedo, convirtiéndose en un paraguas que nos cubre a los dos. Me pide que caminemos calle arriba, mientras me sorprende con una reflexión muy suya:

- Más allá de esa vida vacía y torpe en la que a tientas avanza la sociedad - es decir, la razón -, está la vida de los sueños, esa tan volátil, en la que lo importante es aprenderse de nuevo, reinventarse, ser quien no se es, y serlo insistentemente, o a ratos, o ser todos los personajes o ninguno, vivir todas las vidas y tomar prestada la carne estremecida de los otros. Al finalizar la obra, los personajes todavía permanecen encerrados en el escenario con la mirada perdida en el respetable, manoseando un fingido y transparente telón que no consiguen traspasar. Quedan allí apresados, como quedarán en nuestra memoria para siempre. ¿Dónde quieres estar tú, Goti? ¿En qué lado, sobre el escenario, en el patio de butacas o saltando de uno al otro lado,... estar en todos los mundos?

En un cruce de calles, Fedora se arranca el chaleco y arroja el paraguas al suelo, que se convierte en una peonza que gira endiabladamente y exclama:

- ¡Ah amigo Goti!, los sueños existen y perseguirlos siempre merece todas las penas que nos puedan causar. La verdad, en cambio, es inalcanzable, desconocida, inerte sobre las almas que la rondan. ¿Acaso la verdad no es tan solo un sueño más? ¡Qué miserable vivir escoltado por documentos, por servidumbres mundanas que nos demuestran quienes somos, donde vivimos! ¡Que existimos, que no somos una vaga ilusión! ¿Acaso no lo sabemos sin andar buscando partidas de nacimiento y de muerte? ¿direcciones postales? ¿orígenes? ¿Razas, religiones? ¿Son estas las etiquetas que queremos prendernos de las solapas del alma? ¿O acaso no somos sino el pedazo de alguien que nos sueña, o la imaginación de un absurdo dramaturgo? ¿O hay algo más que todo esto?

Frente a nosotros se detiene un coche de caballos sin chofer, pero Fedora, después de susurrarle a los podencos unas amables frases y acariciarles el lomo, se pierde detrás de la portezuela. De su interior, mientras el carruaje se aleja, me parece escuchar:

Sssssssuuuuuuuhhhh. Sssssssuuuuuuuhhhh. Sssssssuuuuuuuhhhh.
Auuuuu. Auuuuu. Auuuuu. Auuuuu.
Clap. Clap. Clap. Clap. Clap.

Abajo el telón

10 de abril de 2007

Las palabras muertas

Noviembre de 1984. Es un otoño que ahora me invento detrás de unos cristales empañados por la lluvia, encogido en un jersey azul de cuello vuelto, pero iluminado de iconos atemporales: el cercano Naranjito, esos lagartos que merendaban ratas blancas y un camión enorme llamado Big Trak. Hoy, ilustrados por el conocimiento global, sabemos que aquel año perdimos a Cortázar, a Capote, y a Truffaut. Pero también es el año de Purple Rain y de Born in the USA, y Desmond Tutu fue Nobel de la Paz.

- Literatura, música, un canto a la igualdad... Pareces un carroza nostálgico - Fedora, se burla de mí detrás de una nariz de payaso.

Pero mi año era muy diferente. Alejado de ese mundo y, acercándome a tientas, abro por vez primera el baúl de las palabras. Desciendo despacio las escaleras de este reino y encuentro, como en una habitación de juguetes revueltos, enredadas en las verjas de los sueños, aquellas maravillosas historias que más tarde me disfrazaron de mosquetero, de espadachín enmascarado, de guardián del universo.

- Y vuelta a empezar; se te asoma a los ojos un brillo sentimentaloide. ¡ No te pongas cursi, Goti ! - me dice, atizando una dentellada a mis recuerdos.
- Las viejas historias de tesoros escondidos, sí. ¿Qué hay de malo en ello? - le contesto.

Las palabras vacías que yo redondeaba en un cuadernillo Rubio, se levantan del suelo como despertaría uno de una siesta de verano: al principio entumecido, sacudiéndose ese letargo que uno lleva colgado del cuello como un enorme yunque; pero pronto cogen la forma de una espada, de un barco zozobrando en alta mar, de un mundo donde todo es posible; acaso ese mundo que no habríamos querido abandonar jamás.

- ¿Palabras vacías? ¿Huecas como adornos navideños colgadas de un árbol invisible? - Fedora me pregunta sacando a relucir su lirismo invernal.
- Eso mismo - le respondo -. Si las cogieras con una mano y las agitaras, dentro no sonaría ni el vuelo de una mosca. Nada.
- Suerte, melancolía, belleza, ser, calor, espanto... ¿todo esto no te dice... nada?

Me clava sus ojos de espumas mientras yo tartamudeo:

- Ahora mismo, no. No me dicen nada. Así sueltas.... sin estar atadas a unas frases...

Las palabras se han amotinado, no quieren trabajar, permanecen dormidas en su modorra de letras. Es el escritor, ese creador que trabaja en las sombras de su mundo, el que les confiere la altura de gigantes comepiedras, de aventuras de amor y desamor,... tornea el escritor las palabras y les otorga la plasticidad de un pedazo de barro, una imagen viva que perdura después de la lectura de estas historias, durante horas, días, años...

Pero luego vuelven a morir, las palabras. Una vez repetidas por unos y por otros en la absurda rueda del tiempo y dejan de existir estas escenas cargadas de sentimientos, ironías o desazones causadas por las miserias del hombre. De qué sirve decir "una aguja en un pajar" o ...

Fedora, practicando malabarismos con tres botellas de leche y una tarrina de helado de limón, me insinúa:

- Voy a tener que darte la razón, Goti. Yo no veo el pajar. Me gustaría ver un enorme granero lleno de espigas amarillas recién cortadas, pero por más que lo intento... - dice esto cerrando los ojos muy fuerte y frunciendo mucho el cejo -, nada, no lo consigo.

Tras decir esto, Fedora se sienta en el filo de una cuerda de tender y, guardando el equilibrio, abre un libro que comienza a leer por el final...

- ¿Realmente te has enfrascado en la lectura de ese libro? - le digo, tratando de darle un ejemplo más de palabras muertas: "enfrascarse en la lectura"
- ¿Enfrascarme? Otra de esas frases ¿no? De tan usadas, han perdido su imagen... Pues no, no me he enfrascado... como si el libro fuera un bote de vidrio y yo dentro, dando volteretas colgando del trapecio de las "U"s o estirándome mucho en las barras paralelas de las "H"s.... No, nada. Vuelvo a darte la razón, Goti.

Es del narrador la suerte de lograr una nueva imagen acorde a nuestro tiempo, a nuestras sensibilidades, conservando la tradición, o siendo iconoclasta, como sea, renovándose, adelantándose en los peldaños que llevan al Arte, así, con mayúsculas, para que en los lectores se abra esa puerta que no se sabe muy bien si será de entrada o de salida, pero en cualquier caso arroja luz nueva sobre el mundo.

- Llevas pegada la nostalgia al alma, como mejillones a una roca - se divierte Fedora que ahora hace el pino puente con un disfraz de faquir.
- Algo así - contesto sonriendo a su destreza.

De nada nos sirven las palabras muertas. Hay que enterrarlas, o atarles una cadena bien gorda a los tobillos y enviarlas al fondo del mar.

Fotografía © Colin Yorke

5 de abril de 2007

Cómo conocí a Mamadou

Viernes por la mañana en un puerto levantino.

El sol lame con violencia la cristalera del departamento de Sanidad Exterior y en la luminosa sala de espera se va acumulando gente. Hay un revuelo de jóvenes que pretenden ser vacunados contra los mil males que uno podría pillar al otro lado del mundo, allá adonde yo mismo iré dentro de pocos meses... Queremos ser inmunes a todo, cruzar el planeta en un hermoso navío sin pasar penurias, ni enfermedades, ni escasez. En la consulta el temor se va acumulando en los rostros ¿qué bichitos nos meterán, muertos ya, por el brazo?

Sentado en una silla de director, voy rellenando el formulario: Nombre, apellidos, teléfono... últimas vacunas (no marco ninguna, ni siquiera sé si fui inoculado con aquellas "del recuerdo"), alergias...

La gente va entrando en la sala que se llena como un globo, da la impresión de que los codazos vuelan, unos y otras se adelantan a pesar de la existencia de una rigurosa lista de citas.

Estoy terminando el formulario apoyado sobre un triste periódico gratuito, cuando junto a mi se sienta un joven: camisa amplia a cuadros marrones, un ancho pantalón a la moda y unas deportivas relucientes. No le presto mayor atención hasta que me da unos toquecillos sobre el hombro y hace el clásico gesto de escribir en el aire. Parece que el chaval quiere rellenar su formulario pero no trae un bolígrafo. Le digo que sí, que enseguida le dejo el mío, pero cuando se lo ofrezco, me extiende su hoja con la mano derecha mientras en la izquierda me entrega también un documento de identidad que me resulta extraño, desconocido, al menos inusual. Farfulla algo que no le entiendo, pero en sus ojos negros puedo adivinar que me pide ayuda: quiere que yo lo rellene.

Su nombre es Mamadou, su residencia, según leo en el documento, está en Girona - aunque ahora estamos a varios cientos de kilómetros de allá -, nació en Guinea Republic, como él me pide que escriba, hace veinticinco años (aunque yo no le hubiera echado más de diecinueve), no comprende el significado de la palabra "alergias" (le insisto en que ese apartado debe hablarlo con la doctora), pero sabe decirme con un castellano de Valladolid su número de teléfono y su peso. Está claro que los números, sea el idioma que sea el que se hable, son universales. De ellos depende la guita, la plata, la pasta, la bolsa. La vida.

En la fecha de salida me dice que escriba 14 de abril.

- ¿Y el regreso? - le pregunto.

Hay una línea punteada para cada fecha, en una se indica la salida y en otra el regreso a España. Él niega con la cabeza y mira a un lado y a otro, pero no dice nada. Termina zanjando el asunto con un movimiento de las manos que desestiman cualquier fecha. No sabe. O quizá vuelve para quedarse y ya no piensa regresar. Yo no pregunto. Sigo rellenando sus datos con la ayuda de su documento de identidad y me pierdo pensando en Mamadou, que permanece sentado a mi lado observando el formulario que yo escribo por encima de mi hombro; trato de imaginar qué suertes habrá corrido con veinticinco tacos de nada, qué se le habría perdido por Girona... De reojo le miro las manos y la ropa. Impecable. Es un joven muy tímido pero inteligente: aunque no me mira a los ojos, ha sabido dirigirme para que le ayudara con el papeleo.

Me pregunto qué edad tendría cuando vino a España, ¿Qué dejaría en Guinea?, ¿Su tierra, su familia, su vida entera pero tan breve?, todo lo que aún le empuja a regresar. Gabo dijo una vez que uno es de donde entierra a sus muertos ¿acaso es esto lo que ha ocurrido y por eso vuelve? ¿Una muerte en la familia?

Nos llega un jaleo de voces que me hace olvidar las cumbres doradas de Guinea y regresar a esta sala de espera de consultorio... Llevamos más de dos horas esperando y la gente está alterada. Todo el mundo parece tener mucha prisa. Algunos acuden al responsable de citas para que les cuele, alegando enfurecidos que tienen otros compromisos, trabajos, reuniones inexorables. Me pregunto si no les da vergüenza. Todos tenemos trabajos, todos estamos obligados a volver a nuestros cautiverios en las oficinas, a nuestras vidas rutinarias. Todos protestan excepto Mamadou, que sigue sentado en su silla encajando la vista en cualquier rincón, sin atreverse siquiera a reclamar la hora que él tiene asignada.

Al final vamos entrando todos a la consulta y al rato salimos todos aguantándonos en el brazo izquierdo un pedazo de algodón que restaña el pinchazo. Ya no veo a Mamadou en la sala, pero no puedo evitar imaginarlo viajando a Guinea, prevenido con la vacuna de enfermedades de nombres impronunciables, cuando en la tierra de uno, sea lo que sea esto, si donde entierras a tus muertos, o donde has aprendido a descubrir que los colores del cielo pueden pintarse de cobre después de una tormenta de verano, lo único que es seguro es que acaba uno contagiado de nostalgias y morriñas, esas enfermedades para las que no hay vacuna que valga.

Fotografía © Elliott Erwitt